Martes 16 de abril 2024

Confesiones de la criatura

Redaccion Avances 21/05/2023 - 09.00.hs

En una nueva entrega de la columna literaria La Maga, Gisela Colombo presenta un cuento de Sebastián Pons.

 

 

Gisela Colombo *

 

 

Soy la criatura de las fosas abisales, tengo un propósito, hay una voluntad invisible que me exige, que me indica cuándo actuar, yo decido la forma. Sucede cada tantos cientos de años; el resto del tiempo es todo mío. Emerjo desde las fosas durante las mareas de la noche, las corrientes oceánicas templadas, las de aguas cálidas, las otras, voy por las corrientes de continente a continente, veloz, disimulada, y soy la criatura de las fosas abisales. Supongo que me temen porque mi cuerpo ocupa lo recóndito, lo sombrío; imperceptible, me muevo a través de las corrientes oceánicas y un oscuro placer me posee cuando paso de hemisferio a hemisferio a través de conductos abisales. A veces elevo un miembro viscoso por sobre el nivel del mar y la pequeña tripulación de un barquito se aterra y cuenta historias sobre mí; o aúllo, entre gárgaras, hacia una orilla, y un pueblo pesquero reza a sus dioses para espantar el fin de los tiempos. Bajo la claridad de la luz del día, me muevo en la transparencia y en la pura velocidad marina, me asomo al mundo desde una repentina elevación volcánica que hago emerger en medio de la nada, para intentar acariciar los cielos, me estiro, me impulso, y desde esas alturas me dejo caer como un meteorito blando y latente, y mi contacto con las aguas produce tsunamis, maremotos o, con suerte, simples sudestadas contra esas costas a las que ahora me dirijo.

 

A través de los otoños del planeta, navego a ras de mar contra el ocaso, le ofrezco a los rayos porciones de mi cuerpo como rostros en los que la luz pudiera calentar la piel y hacer cerrar unos ojos que no poseo, saco primero una parte y luego otra, o dos o tres juntas, como un monstruo de varias cabezas, y me percibo humana y quiero dividirme y encontrar y amar a otra criatura como yo. Entonces me zambullo a las fosas abisales, aullando feliz por haber podido sentirme como alguien que se piensa a sí misma, y los lechos marinos se estremecen y la vida en esa superficie es perturbada en sus equilibrios esenciales; algunos animalitos intentan ascender y cambiar de ambiente, pero comprenden pronto los peligros mayores de ese salto. Yo busco subterráneamente la caverna que me conecta con los terrenos interiores de los continentes; la surco hasta los ocultos portales de salida; por ahí asomo algo de mí, como unas fauces olisqueantes, y en medio de una noche del planeta percibo a todas las criaturas que no pueden deslizarse por las fosas abisales, y sufro por ellas al entenderlas tan frágiles e inadaptadas, al sentir cómo persisten y se proyectan al porvenir, y son tan mortales. Cuando duermen y se meten en un sueño, les invado las mentes, les sacudo los interiores, y las dejo aterradas, presas de pesadillas sobre sus propios finales o sobre la nada transfigurada en uno de sus miedos preferidos; lo hago porque les es necesario ese arrebato y porque yo puedo dárselo. Es mi satisfacción, mi divertimento, mis ganas desatadas, absolutas, sin mandatos ni condiciones. La voluntad invisible -que puede ser la de muchas entidades que jamás he conocido de cerca- me deja hacer, me permite esos placeres, quizá porque los percibe como de una concordancia intensa con las labores milenarias que me asigna. Ahora, por caso, debo llevarme a otra hembra humana, como a aquella princesa que un guerrero griego abandonó en un islote; como aquella otra, antigua, caprichosa, que se creía diosa y amada a un obsesionado con la inmortalidad; como a una poetisa joven que avanzaba hacia el mar, segura de controlar su propia muerta. Soy la criatura de las fosas abisales, tengo un propósito, me exigen una nueva víctima, que me lleve a otra bellísima encarnación del océano, que arranque de la costa a una incauta, así lo demandan, y obedezco…

 

Pero en la claridad apabullante de un amanecer mediterráneo, dejo atrás las fosas abisales y procuro aniquilar, en esta memoria de un cuerpo verdugo, las percepciones inmediatas de la última ejecución. Entonces, soy la criatura que reposa frente a una costa prendida a un centenar de olivos, árboles que ondean montados a los vientos del paisaje. Apaciguo cada milímetro de mi porte descomunal, abrazo la cautela y soy la criatura imperceptible que va siguiendo el canturreo de un grupo de mujeres; ellas trabajan la carnosidad de los frutos verdes, con sus cabellos sujetos, sus pañuelos blancos que se van tiñendo a través de las generaciones, se manchan las faldas y sus dedos acarician y arrancan, y sus pies descalzos pisan porciones mías, traslúcidas, con las que me aferro a la costa. Son felices, vibran, persisten, se dejan abrazar por la labor, y son también desenfrenadas y a veces torpes. Olvido las fosas abisales y soy la criatura que acaricia los pies de las mujeres de los olivares.

 

 

* Escritora y docente

 

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