El dueño de las mentiras
La columna literaria de Caldenia presenta un cuento de Héctor Massara, escritor pampeano que ya ha publicado dos novelas (Tierraplana y Mala leche, Duggan) y acaba de presentar la tercera (La Mujer Roja).
Gisela Colombo *
Un día leí una historia. O creí leerla, ya que los misterios de la mente suelen jugarnos estas tretas. Un buen hombre partió un día en busca de la verdad y felizmente la encontró debajo de una sencilla piedra. Tuve que creer esa historia, hacía rato que buscaba al menos una verdad que realmente lo fuera, sin retorcidas filosofías, sin detractores avinagrados ni condescendientes seguidores. Había aquí una buena oportunidad.
Antes de emprender mi búsqueda revolucioné a mi círculo de amistades con la noticia de que saldría a la fantástica odisea. No puedo decir que recibí mucho apoyo, los más me creyeron loco, algunos me pidieron explicaciones y precisiones, los menos -con la maldad mimetizada en bondadosas sonrisas- me desearon éxito y pidieron ser los primeros en recibir las buenas nuevas (más maldad, pensé).
Partí un día de agosto, apenas pasado mi cumpleaños. Mi mujer me despidió sin tristeza y con una sonrisa incrédula, no quiso levantar a los niños para no preocuparlos o -como me enteraría después- para no hacerlos partícipes de semejante vergüenza. La mañana era fresca, pero no fría como debiera para la época, caminé saliendo del pueblo toda la mañana sin siquiera ver una piedra que tuviera un tamaño como para esconder una pequeña verdad. Con un tardío desazón comprendí que mi tierra era pobre en afloramientos rocosos y si encontraba alguna piedra sería una intrusa o forastera, traída para construcción de vaya a saber de qué lugar. No quería una piedra así. No me interesaban las verdades de otras gentes y acaso ellas se sentirían invadidas, robadas quizás.
Torcí mi rumbo hacia las únicas elevaciones de la provincia y un rápido e inexacto cálculo me dijo que estaría al menos dos meses caminando, otro rápido cálculo encontró mi dinero insuficiente para vivir durante ese tiempo. Las zapatillas tampoco aguantarían el raid.
Al caer la noche en complicidad con la temperatura y temiendo al descampado me acerqué a una fogata que creaba un domo iridiscente en la negrura. Un hombre hostigaba el fuego con una rama haciendo saltar chispas y sonriendo ante cada estallido, me saludó sin mirarme mientras me señalaba un tronco para sentarme.
- ¿Y? -preguntó-. ¿Ya encontró lo que buscaba?
- ¿Cómo sabría usted que busco? -contesté con mucho tacto.
-Aquí todo se sabe, además todo el mundo busca lo mismo.
- ¿Y lo encuentra? -pregunté siguiéndole el juego.
- Claro que no, usted nunca va a encontrar lo que busca.
- Leí que un hombre…
- Estupideces. No hay piedras aquí ¿dónde se refugiaría lo que usted busca?
- En otra cosa - me defendí-. Bajo una mata de pasto, un montículo de arena, un…
- Estupideces. No la va a encontrar. Siga su camino.
- Tal vez podría descansar al lado del fuego, y partir mañana.
- Como guste, no creo ser buena compañía. Usted es estúpido y un poco loco.
Me apresuré a buscar un lugar cerca de la fogata sin dar importancia al insulto, las llamas estaban menguando rápidamente y la claridad con ellas. Casi no podía ver el rostro del hombre y, para cuándo había acomodado mi manta, ya la oscuridad se lo había tragado. Tanto era mi cansancio que no le deseé las buenas noches y aunque se me ocurrió la idea de agregar alguna rama al fuego moribundo no me animé a hacerlo.
La mañana me despertó con su garra helada. El hombre no estaba, tampoco sus pocos bártulos. No había rastros del fuego, ni cenizas, ni tibiezas en el piso arenoso. Seguí mi camino tercamente inspeccionando los pastos, volcando una prometedora cáscara de mulita. La fauna en estas extensiones es pobre o esquiva, apenas pude gritar mis dudas a una pareja de cauquenes que volaban raudos hacia el sur y a un zorro curioso que me llenó de esperanzas al fingir cierto interés.
El día terminó con mis piernas y el rojo de la caída del sol me encontró a merced de la noche que se acercaba hambrienta de luz. No pude creer en mi suerte cuando vi una fogata en las cercanías, menos pude creer al acercarme que el mismo hombre de la noche anterior me esperaba. Sí, me esperaba con su rama y sus chispas.
- No encontré nada - confesé adelantándome a su pregunta y declarándome vencido.
- Claro - dijo tranquilamente-. No se busca a la verdad, la verdad lo encuentra a uno. Usted, que se reconoce como una persona sencilla y de poca fortuna ha recibido su visita infinidades de veces, pero no pudo reconocerla. Prefirió prestar oído a tontas historias, lisonjas, insultos, burlas. Usted ha evadido las verdades y se ha dejado alcanzar por las mentiras. Esas sí, las muy malditas acechan en todos lados, y los hombres las aceptan ya que su credulidad es un cebo irresistible. Yo mismo -y cuando dijo esto infló su pecho poderoso y rojo por los reflejos del fuego- amo a la mentira. Como no podría ser de otro modo, ya que soy su creador.
- De modo que usted es…
- Oh, vamos. No me diga que tiene miedo. ¿Piensa que le haría daño? Jamás. Ustedes mantienen el negocio en marcha. Vuelva a su mujer, no hable más de verdades, no lo entenderán. No repita lo que yo le dije, lo tildarán de loco. Mienta lo suficiente. Mentiras piadosas, le dicen. Si miente demasiado y con maldad será puesto en evidencia y al final de sus días merecerá mis dominios y me privará del divertido tironeo con Él. Vaya tranquilo, no quiero darle falsas expectativas, pero hasta podría ser alcanzado algún día por la verdad. Si no es así, siempre podrá contar conmigo.
Héctor Massara es un escritor pampeano nacido en General Pico el 31 de julio de 1959. Ha publicado dos novelas (Tierraplana y Mala leche, Duggan) y acaba de publicar la tercera (La Mujer Roja). Ha concluido su cuarta novela en la que incursiona en el género Ciencia Ficción y publica habitualmente cuentos y relatos en diarios y revistas culturales gráficas y digitales.
* Docente y escritora
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