El guardián de la tranquera
En continuidad con publicaciones anteriores, compartimos con los lectores un nuevo relato de Juan Luis Gallardo. Los cuentos giran alrededor de las sierras de Lihué Calel, sus pobladores y sus historias.
Juan Luis Gallardo *
Éste sí es un Cuento de Gauna. Que le oí más de una vez sin que, según era de estilo, el relato incluyera modificaciones ni variación alguna. Dos de los extensos lotes en que se divide la travesía que rodea las sierras están separados por un alambrado. Y en el alambrado hay una tranquera. Tranquera ésta que, por razones que pronto alcanzará el lector, a la fecha en que conocí esta historia permanecía clausurada, para que nadie cometiera la imprudencia de intentar franquearla. Lo que ocurría es que la tranquera tenía algo así como un guardián, que cerraba el paso a quien tratara de pasar por ella. Se trataba del jinete de un overo, hombre de sombrero aludo ocultándole la cara, saco largo y piernas cortitas. Que se acercaba a la tranquera, despaciosamente, al aproximarse algún transeúnte con intención de abrirla. Y que desmontaba en cuanto el viajero se apeaba, cerrándole el paso cuchillo en mano. Un negro o mulato trabajaba en un puesto relativamente próximo a la tranquera. Para llegar al cual, evitando ésta, se hacía necesario dar un largo rodeo. Que, cierta tarde, el moreno prefirió omitir porque se le había hecho tarde y anochecía. Al galope de su montado se dirigió a la tranquera. Y no bien se acercó a ella ya vio que también lo hacía el del overo, surgido vaya uno a saber de dónde. Ambos jinetes acortaron distancia respecto a la tranquera al mismo tiempo, el negro como quien viene del naciente y el del overo como quien viene del poniente, donde ya se habían apagado los fuegos del ocaso. También desmontaron los dos al mismo tiempo, alcanzando el negro a abrir la tranquera. Que no llegó a franquear porque el otro se le vino al humo, tremendo facón en la diestra y envuelto el poncho en la zurda. No se sabe el tiempo que duró la pelea, pero sí que fue larga. Quites, tajos y puntazos menudearon por una y otra parte. Y, cada vez que el negro le entraba a fondo a su rival, sentía como que su arma atravesaba un cuero reseco y vacío, difundiéndose en el aire un marcado olor a azufre. Ya era noche cuando, así como había aparecido, desapareció el del overo. Y cuentan que el negro llegó al puesto abrazado al cogote del caballo, llorando y extraviado el entendimiento. Lo llevaron a Bahía Blanca para tratarlo.
* Escritor
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