Lunes 05 de mayo 2025

El último partido

Redaccion Avances 29/12/2024 - 12.00.hs

Este cuento ganó en 2018 el tercer premio del Concurso Nacional de Cuentos y Microcuentos sobre fútbol organizado por Ediciones Al Arco, donde uno de los jurados fue el reconocido escritor Eduardo Sacheri.

 

Juan Aldo Umazano *

 

La canchita era totalmente distinta a todas. Estaba adentro de un monte de eucaliptus grandes que habían sido plantados para hacer leña. Entre un eucaliptus y otro, habría no menos de cinco o seis metros. Los pobres árboles, para poder respirar, habían crecido mirando al cielo. Y como el monte era cuadrado, en la última fila -la que daba al lado norte y también la otra, la del lado sur- estaban los dos eucaliptus que formaban los arcos.

 

La imaginación de los que jugaban en esa cancha le había dado un sentido práctico a esa singularidad. La verdad, a nosotros nos parecía estúpido jugar en una cancha así. Ni siquiera se nos había ocurrido que un día veríamos, en ese lugar, un partido de fútbol. Pero ellos vinieron a hablar, lo plantearon con mucha humildad y nos convencieron. Era un jueves; quedamos para el lunes de la otra semana.

 

Después, nos acordamos que mientras programábamos el partido habían demostrado cierta urgencia. Lo querían jugar antes del martes siguiente. Tampoco era cuestión de preguntar mucho, no fueran a pensar que les teníamos miedo. Eso es lo primero que se piensa en el fútbol cuando se pone alguna excusa. Si querían ese día y a esa hora, jugaríamos ese día y a esa hora. También estaba la otra: a lo mejor el fin de semana no podían armar el equipo.

 

Ese lunes, cuando llegamos, nos estaban esperando.

 

Uno de ellos, el Rubio, dijo:

 

- Nosotros somos siete.

 

- Nosotros, también. Pero tenemos tres suplentes - aclaré, medio agrandado.

 

El Rubio miró a sus compañeros y estos levantaron los hombros como diciendo qué nos importa. Después nos miró a nosotros y dijo:

 

- No hay problema, pueden jugar los diez. Elijan arco- cerró el Rubio, que parecía el capitán.

 

El sol picaba, pero los eucaliptos tendían su sombra por casi toda la cancha.

 

- Nos da lo mismo- dije. No había viento y el sol no molestaba la visión.

 

- Saquen ustedes- dijo el Rubio.

 

Cada uno se puso en su puesto y colocamos la pelota.

 

Cuando estábamos por mover, de los siete que eran desaparecieron cuatro. Enseguida, se borraron los otros tres. Quedamos solos con la pelota, frente a los eucaliptus.

 

El Tito nos recorrió con la mirada de arriba abajo mientras juntaba las cinco yemas de los dedos como preguntando: ¿Y esto, cómo se manya? Un susurro extraño bajaba de las copas. Miramos el campo de ellos; las plantas parecían ocupar los puestos de los jugadores y decirnos: somos la entrada a un castillo de fantasmas.

 

Nos habían desafiado y caímos como la manzana de Newton. A los pocos minutos nos dimos cuenta de que ignoraban nuestra ubicación.

 

No les importaba. Cuando teníamos la pelota, los troncos escondían a nuestros adversarios que salían de sorpresa y nos la robaban. En un momento fue todo tan veloz que los árboles parecían moverse. El tiempo se nos iba en buscarlos detrás de esos jugadores de madera. Cuando terminábamos de hacerlo, buscábamos detrás de otro, pero no había nadie.

 

Como girábamos en todas las direcciones, perdimos la orientación, parecíamos muñequitos de cuerda. En un momento, la pelota pasó cerca, le di un zapatazo creyendo que hacía el gol y casi lo hago en contra. Menos mal que el arquero nuestro estaba atento. Miré al de ellos: tenía los brazos en jarra y masticaba despreocupado un chicle. Dio un silbido y aparecieron todos poniendo cara de boludos.

 

Parados al lado de tantos árboles parecían el doble de los que eran. Uno le dio a la pelota con tanta fuerza que se perdió con ella entre la copa de los árboles. Después de un momento, bajó de rama en rama, como Tarzán por las lianas, y a mí, que había levantado la vista para seguirla, me mareó el temblor de las hojas. Sacudí la cabeza igual que los boxeadores, cuando tratan de despejarse.

 

Mis compañeros estaban como yo, desorientados. Entonces, nos pedimos concentración, atención. Tener la mente fría y los pies calientes.

 

Después que la pelota bajara suavemente por la rama, rodó hasta los pies del Salame, que era un flaco encorvado. El Salame se la pasó al Rubio, como de memoria, que justo se estaba atando el cordón de un botín, y la pelota le dio en la mano:

 

-¡Mano!- dijo.

 

Se penalizó solo.

 

Primero no les había importado que entráramos los diez, y ahora reemplazaban al referí auto sancionándose.

 

Como no podía ejecutar un tiro libre porque tres troncos me tapaban el arco, se la pasé al Vasquito, que la esperaba, pero apareció de golpe un petiso robusto, la robó y se la dio a otro -le decían Zapatilla-, que se escondió con ella.

 

El partido se detuvo algunos segundos con un suspenso dramático. Otra vez estábamos solos. Sin nadie enfrente.

 

De pronto, empezamos a escuchar una risita en falsete, burlona. Se oía cerca del arco de ellos, después a nuestras espaldas, después a la derecha, a la izquierda. Parecía un juego mecánico que alguien manejaba con mucha velocidad. Se nos estaban cagando de risa. El Negrito, al que parecía sobrarle dientes, apareció sonriendo y dando un grito. Para mí, un tronco se hizo a un lado para no molestarlo y que se llevara la pelota. Pero el Negrito no llevaba nada, hacía pantomima. La dominaba de taquito, con la cabeza, la hacía rodar por los hombros. Los eucaliptus lo miraban. Festejaban. De repente corrió y se ocultó detrás del eucaliptus que estaba a mi derecha. Esperamos que apareciera del otro lado. Eso nos distrajo. Entonces el Salame pasó en sentido contrario, hacia donde estaba escondido el jugador con la pelota, y se la llevó.

 

Fue un gol imparable. El partido era para nosotros pura sorpresa.

 

Sacamos desde el centro, porque nosotros seguíamos respetando el reglamento, aunque de repente no supiéramos dónde estaba la pelota ni dónde estaban ellos.

 

Cuando quisimos acordar, uno al que le decían El Taco apuntó hacia nuestro arco y le pegó de rastrón. Nuestro arquero la siguió con la vista porque iba afuera, pero rozó en el tronco cercano, acarició el eucaliptus que hacía de poste y después de esa carambola entró como un pase a la red. El hijo de puta fanfarroneaba, se hacía que le ponía tiza al dedo grande que le asomaba por el botín roto.

 

Escuchamos la hinchada, gritaban el gol como desde una radio, y al instante entró gente a la cancha a festejar con ellos: saltaban, levantaban los brazos, cantaban. Dos se pusieron a bailar un tango, y el que hacía de hombre le tocaba el culo al que hacía de mina. ¡Cómo se reían! Cuando pusimos la pelota en el centro, para sacar, no había nadie frente a nosotros. Comenzaron a cantar: “Ronda, ronda, el que no se escondió que no se esconda”. Ahí nos embroncamos. Veníamos a jugar al fútbol, no a las escondidas. Se dieron cuenta de que nos estábamos calentando. Se asomaron, hicieron gestos de disculpas, no querían que nos lo tomáramos así.

 

Esos movimientos eran el resultado de una práctica. Estaban aceitados. Nosotros nos mirábamos como pavos; jugábamos contra unos eucaliptus y perdíamos.

 

Ya no sabíamos qué decir ni qué hacer. En un momento, miré a mis compañeros. Todos con las manos sobre las rodillas, la espalda doblada, un poco para respirar y otro para pensar qué mierda estaba sucediendo.

 

-Saquemos rápido- les pedí, seguro como un general en una batalla. -No dejemos que se ubiquen- les ordené, mientras sentía que una saliva ácida me llenaba la boca. Escupí.

 

Sacamos hacia atrás. Yo no estaba en condiciones de recibirla, por lo tanto ni intenté tocarla. Llegó uno de ellos, la acarició y se fue llevándola por el corredor que tenía el montecito en el medio. Se vinieron en tropilla, parecían una manifestación por un zaguán. Como la pelota iba escondida entre muchas piernas, el Sapo no pudo hacer nada y ellos metieron el gol todos juntos. Tomados de las manos armaron una ronda alrededor de un tronco. Y cantaban: “Así matan Los Madera / así matan Los Madera”.

 

En ese momento se detuvo un camión al lado de la canchita. Dio una acelerada que llenó de humo el barrio entero.

 

¡Eh! -, gritó el Rubio.

 

-Tenemos orden- dijo el camionero por la ventanilla.

 

-Lo sabemos. Pero queremos terminar el partido.

 

- Demasiado jugaron ya- dijo uno con gorro de pintor. Tendría unos cuarenta años, le faltaban dientes y sostenía pegado un pucho en el labio.

 

A nosotros nos venía bien ese pequeño descanso.

 

-Por qué no para el faso, maestro- le dijo el Rubio. Más que una pregunta era un reproche.

 

-Es un vicio- dijo con resignación.

 

Por cómo se trataban, no nos quedaron dudas de que se conocían.

 

Se acercó el Salame al camión, y miró adentro de la caja.

 

-¡¡¡Eh!!!

 

-Son órdenes. Así son las cosas!- repitió el que manejaba el camión mientras bajaba y después subía a la caja para ayudarlo al del gorro.

 

-¡Ni loco!-, dijo el Rubio.

 

-¡Ni en pedo!- gritó el Salame.

 

-¿Qué? ¿Se le chifló el moño al intendente?- dijo el Negrito dientudo poniéndose el dedo en la sien y moviéndolo como si ajustara un tornillo.

 

-Todavía no terminamos- aclaró el Chapa.

 

Se miraban entre ellos unidos por un sentimiento común. Como que no se resignaban a lo que sucedería.

 

-Serían arboricidas si lo hacen. ¿Cómo van a cortar estos eucaliptus?- preguntó otro.

 

-¿Cómo? Con esto-. Y el del gorro sacó una motosierra de entre las herramientas y la mostró.

 

-Dígame, jefe, ¿quiere que le hagamos un piquete?- gritó alguien que estaba al lado mío.

 

-Vos, seguro sos hincha de Boca.

 

-Y usted de River.

 

Pero el hombre era mayor que todos nosotros y quería ablandar la cosa. Desvalorizaba el planteo, medio como llevándolo hacia el humor. En realidad, lo que ellos querían era cumplir con la ordenanza municipal porque eran empleados. Ese terreno había sido expropiado por la municipalidad y levantarían una escuela. Lo habían usurpado, hacía varios años, unos vivos que querían vender la madera, explicó.

 

El camionero se bajó y caminó sin quitarnos la mirada de encima.

 

-Yo también jugué en esta cancha. Claro, en esa época estos jugadores de madera eran más pequeños. Estaban en las inferiores-. Y los ojos se le llenaron de recuerdos. Enseguida cambió, como llamado por la realidad y la resignación. -¡Qué le vamos a hacer! Nacemos, crecemos, nos ponemos grandes y después llegamos a viejos.

 

Sopló una brisa y se escuchó un murmullo de hojas despidiéndose. El hombre subió al camión y dijo, apenas asomando la cabeza por la ventanilla:

 

-La verdad, creíamos que no había nadie.

 

-A nosotros nos dijeron que vendrían el martes- aclaró el Rubio.

 

-Está bien. Si les dijeron el martes, venimos el martes.

 

Se fueron con el humo del escape y el ruido del camión.

 

Nos miramos entre nosotros, sin entender.

 

El ocaso dejaba una cortina de franjas negras y amarillas en el piso de la cancha.

 

Después, nos dijeron que ellos sabían que los sacarían. Y que los iban a extrañar porque en verano jugaban a la sombra y en el invierno al reparo.

 

Habían practicado mucho para construir esas paredes con las que nos habían dado un lindo baile. Se habían hecho malabaristas con los pies. Los troncos estaban descascarados; parecían haber llevado la pelota con el pecho y con los pies durante muchos años. Ahora, en canchas normales, deberían aprender a jugar en zona y marcar hombre a hombre. Acostumbrarse a la gramilla, al viento y al sol. Sonrieron con tristeza.

 

-Ellos llevan más años que nosotros integrando equipos- dijo el Rubio, mirando a los eucaliptus.

 

-Y nunca fueron al banco- agregó el de pelo colorado, sonriendo y rascándose la cabeza.

 

Nos agrupamos en silencio. Me asustó uno que se desprendió de una rama y cayó al lado mío haciendo temblar el piso. Al instante, empezaron a recibir botellas de cerveza de otros que estaban arriba. Las destapaban con los dientes y nos convidaban, felices y agradecidos de haber jugado ese último partido.

 

* Escritor, titiritero, dramaturgo

 

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