Escritura para sanar
En esta edición presentamos una segunda entrega de relatos de esta autora pampeana que escribió el libro “El reverso de las palabras”. Escritos breves, atractivos y aptos para todo público.
Fabiana Torres *
Un martes nos vemos - Nada es casual
El aroma del café fue la invitación perfecta para ingresar a un bar cercano a mi lugar de trabajo. Al entrar vi y recogí del piso un papel, estaba limpio y perfectamente doblado, quizá se había deslizado de una agenda o algún libro. Lo guardé en mi bolso de mano, simple acto para que no quedara tirado.
Con los últimos rayos de sol regresé a mi casa, preparé una infusión de cedrón, cardamomo, anís, rosa mosqueta, y karcade. Tomé un baño caliente, mientras reposaban los sabores en una taza tapada con un platito, (así conserva la temperatura).
Hundida en un sillón recordé aquel papel, lo abrí y decía: No pude, Amparo Cervantes y el símbolo de infinito.
La curiosidad de saber quién era esa mujer me llevó a google, a ver qué información me traía Amparo Cervantes. Di con la necrológica de una mujer de 55 años, reconocida geóloga, varios libros publicados, distinciones por sus investigaciones, además mencionan su trayectoria como docente en universidades de varios países. Las fotos mostraban la imagen de una bella mujer.
En septiembre regresé al bar, el aroma de café se fusionaba con el perfume de los ramitos de fresias que decoraban las mesas. Pedí mi café de higos, el de siempre, único e irresistible.
Unas pocas mesas me separaban de un hombre, apuesto, con rasgos de intelectual, estaba leyendo un libro, se lo veía muy abstraído, tanto que olvidaba tomar su café.
Quise saber qué leía: “Tratado de geología”, por Amparo Cervantes. Gran sorpresa al advertir el nombre de la autora. Un nombre que recordé escrito en el papel que tenía guardado.
Le pregunté al empleado si sabía su nombre, me dijo que no, que él venía todos los martes, y agregó con una sonrisa: deja buena propina.
Animada por el dato aportado por el mozo, volví un martes de diciembre y allí estaba, en la mesa de siempre. Me atreví a pedirle si podíamos compartirla. Ya no había fresias, pero sí jazmines del cabo, la exaltación del perfume era mayor aún y mi intriga también.
Me preguntó si era de la ciudad, le dije que vivía en el campo pero que trabajaba aquí, un inicio rutinario de conversación sobre el clima del día, el sabor del café y no mucho más.
Un silencio en la conversación bastó para que me animara a comentarle que en la primavera lo había visto con un libro de Amparo Cervantes. Y a preguntarle si él la había conocido. Levantando la mirada contestó:fui su alumno y ayudante de cátedra.
Deslicé hacia él aquel papel que había encontrado, lo desplegó y sus ojos cobraron un brillo diferente. En tono confidencial y voz susurrante agregó: las personas no mueren mientras están en el pensamiento de alguien.
Sin más, pagó la cuenta, y me dijo que se tenía que retirar. Quedé sola en aquella mesa. Sin entender mucho, pensé: ¿lo habré espantado?
Pasaron los meses y me olvidé de toda esa historia que en definitiva quedó como un enigma.
Llegó el mes de marzo, martes 12, mi cumpleaños, así que decidí regalarme un rico café de higos.
Entré al bar. El perfume invadía el lugar como nos tenían acostumbrados, está vez eran rosas blancas con la sutileza de su perfume.
Me senté en un rincón, creo que para pasar desapercibida, mi cumpleaños sucedía así, solo pasaba y en silencio, gustos nada más, cumpliendo cada día, un día a la vez.
De repente entró aquel hombre y me reconoció.
Para mí sorpresa se acercó a la mesa y pidió permiso para sentarse. ¡Cómo decirle que no! Sin dejarme hablar se disculpó por haberse marchado de esa manera en nuestro encuentro anterior, con una sonrisa acepté sus disculpas.
Mantuvimos una charla amena sin más, no quería espantarlo preguntado por Amparo.
Esta vez era yo la que se marchaba, porque entre otras cosas, tenía gallinas que cuidar y darle la mamadera a un cordero huérfano.
Entre risas le dije: ¿Me creés si te digo que es verdad?
Antes de dejarlo me entregó un papel doblado que sacó de su bolsillo pidiéndome que por favor, lo leyera luego. Yo ya había pagado mi café así que tomé el papel y me marché.
Al llegar a casa, y después de mis tareas con los animales y un baño reparador, preparé una infusión de rosa mosqueta y fui en busca del papel que él me había dado.
Decía:
Amparo fue el amor de mi vida, nunca se lo pude decir, pero ella lo sabía. Después de muchos intentos de invitarla a cenar un día aceptó, sin dudarlo esa noche le diría que la amaba. Esa cita nunca pudo ser, un accidente de tránsito le arrebató la vida.
Mientras transitamos las noches y amaneceres de nuestra vida, cómo saber si nuestro encuentro es casualidad o destino.
Quizá debía encontrarte para desahogar mi ahogo de amor silenciado por el miedo al rechazo.
Gracias por tu tiempo de escucha.
No sé tu nombre, pero sí dónde encontrarte.
Terminaba con una firma ilegible.
Fue una confesión, tenía necesidad de decírselo a alguien y yo representaba una circunstancia para hacerlo.
El invierno lo pasé entre mis libros y cuidando los animales.
Volví un martes de septiembre al bar, ¿estaría él?
Lo busqué sin encontrarlo. Nunca nos dijimos nuestros nombres, sin embargo seguía presente en el laberinto de mis pensamientos.
Pedí mi café, y con él vino un plus, un sobre que decía: “Para la mujer del café de higos”. Estimo que muchas personas disfrutan el café de higos, sin embargo no dudé que era yo la destinataria. Me lo entregó, venía acompañado de un ramo de fresias. Ante mi mirada interrogativa el mozo me dijo: Lo dejaron así para usted.
Sorbo tras sorbo leía la carta.
Cuando leas estas palabras ya estaré lejos. Me voy por un tiempo y quería despedirme. Entraste sin permiso en mi vida y te lo agradezco. Solo se necesita un instante para sentirse presente en la vida del otro y vos lo fuiste, y lo serás. Sos la única que sabe de mi amor por Amparo, y eso ya es suficiente, mi declaración de amor ya tiene libre vuelo. Amé y creo que también fui amado por ella, pero el miedo me privó de bailar juntos al menos un compás de la vida.
¡Nos vemos! Prometo volver un martes.
Con afecto, Esteban París
PD, en cada temporada habrá un ramito de flores de mi parte.
Guardé la carta. ¿Era un guiño de Amparo? Cómo saberlo. Cada martes voy al bar, por el café de higos y una promesa.
El viaje
Cierto día, caminando por el bosque de “Las Decisiones”, me encontré con una alquimista de las palabras. La vegetación frondosa apenas permitía el paso de unos incipientes hilos de luz, los suficientes para vernos.
¿Hacia dónde vas?, me preguntó con voz pausada y suave.
Creo estar cerca de cruzar un puente tan inevitable como necesario, le respondí.
Di con el puente colgante. Y al llegar a la mitad advierto que le faltaban tablas para seguir avanzando. Con sigilo y por temor a caer al vacío, decidí regresar. Aferrada a las sogas laterales, giré lentamente para desandar mis pasos. Mi temor se sentía como eco de mi corazón resonando en todo mi Ser. Instantes que se volvían momentos eternos.
¿Me es tan difícil comprender, por lo simple, que la dimensión del tiempo es una construcción de mi mente? Pareciera que sí. Voy creando al elegir dónde pongo atención, y mi realidad estaba sobre aquel puente. Necesitaba estar en tierra firme. Mi vida había comenzado a representar una carga, me pesaba en la espalda, en mi corazón y en mis pasos. Sabía que podía escapar de todo, menos de mi misma. La clave para aliviarla estaba del otro lado del puente, así lo intuía.
Me senté sobre una roca, debía recobrar la calma, solo tenía que respirar de manera pausada y profunda y pensar una salida a tan difícil situación.
Llevaba en el morral, agua, pan, aceitunas, y dátiles. Ya más entregada al destino inevitable del camino, disfruté de los alimentos como un gran banquete.
Cada cruce de puente era diferente, podía tardar pocas horas o hasta años en realizarlo. El “Camino de la Mors Certa Hora Incerta” es único e irrepetible para cada uno de nosotros, los mortales.
Siete lunas pasé en aquel claro del bosque observando mapas secretos encriptados en mi corazón, buscaba atajos para seguir avanzando, sin resultado.
Sentía mi alma sumida en una larga noche. Me hundía poco a poco, debía hacer pie en el fondo de mis emociones para tomar impulso y emerger, aferrarme a la fe y seguir.
En la octava luna, me encontré con un anciano, sus pasos lentos, como pidiendo permiso al tiempo se insinuaban debajo de la túnica gris que vestía. Sobre la espalda llevaba una bolsa que sujetaba con una mano, y en la otra un bastón lo ayudaba a mantener el equilibrio. Al verme detuvo su marcha, nos saludamos y se sentó a mi lado. Dueño de una gestualidad serena, dibujó una sonrisa que dejó entrever tras su larga y blanca barba. Bajó la bolsa que cargaba y apoyó el bastón en ella. Un diáfano silencio se instaló entre nosotros.
¿Qué te sucede? - preguntó.
Ahogada en angustia le respondí que no podía cruzar el puente porque le faltaban tablas, no había dónde pisar. En una sincronía divina nos miramos.
¿Tienes algo para comer? Una pregunta que no esperaba.
Sin mediar palabras le di lo que me quedaba de comida. Él, agradecido, mientras tomaba mis manos con ternura y firmeza dijo: Cruzaré y le pondré las tablas que faltan.
Se preparaba para continuar su marcha.
Debo decirte algo y es importante: observa el mapa de tu alma, deja que todo se calme para poder verlo. Ya de espaldas a mí siguió hablando.
Tienes hasta el amanecer, luego el puente no se podrá cruzar, la reparación es válida por el día de mañana. Debes atravesarlo con los ojos cerrados.
Atenta a sus palabras comencé una búsqueda interior. Me vi temerosa, frágil, entregada a un destino incierto. A la vez, como un destello interior, comprendí que soy universo dentro de otro gran universo: lo que no encuentre en mí tampoco estará fuera. Al amanecer, de acuerdo a lo indicado, comencé mi travesía. Sujeta a las barandas cerré los ojos y me entregué al camino en cada paso. Hasta que mis manos quedaron libres, ya no había más sogas donde sujetarme, el cruce del puente había finalizado. Miré el recorrido, y las tablas no estaban, había caminado sobre la nada misma.
Una voz me sorprendió, el anciano asomado en la espesa vegetación me decía:
Las tablas para llegar a esta orilla salieron de tu fe. Lo primero en la vida es creer en ti.
Y sin más, desapareció.
Debía encontrar la combinación para sacarme la mochila, las correas lastimaban mis hombros, mi cuerpo todo pesaba, y dolía.
Sobre una rama vi una lata que despertó mi atención, dentro de ella encontré un papel perfectamente doblado, con solo una frase: “No lo busques afuera, si primero no descubres que habita en ti”.
La clave. Allí estaba. Volví a sentarme en una roca, las palabras escritas, conocidas, resonaban en mí como un mantra. Comprendí que el peso de la mochila estaba en no saber escuchar la voz de mi corazón, para que “mis pesares no pesaran tanto”, y poder darle luz a las noches oscuras de mi alma.
Tagore lo dice con poesía: “La fe es el pájaro que canta cuando el amanecer todavía está oscuro”. Pese a la incertidumbre canta, pese a mis pesares, sigo.
Sin dudas encontraré en mi camino viejos y nuevos puentes, y otros seres especiales. El desafío es llegar a la otra orilla.
* Escritora
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