Miércoles 24 de abril 2024

"Hombre solo", de Irma Verolín

Redaccion Avances 06/11/2022 - 15.00.hs

Caldenia suma un nuevo espacio a sus ediciones, la columna literaria “La maga”, donde compartiremos, de la mano de Gisela Colombo, textos de creadores de aquí y de allá para difundir lo que se está escribiendo en tiempo presente.

 

Irma Verolín *

 

Fue triste llegar a la fiesta de mi expareja solamente porque otra ex pareja de él, amiga de los dos, le contó que me había enterado de que él festejaba su cumpleaños y yo no había sido invitada. Después cuando él me llamó por teléfono, disimulando lo rezagado o resignado de su invitación, los dos hicimos como si no hubiera pasado nada. En realidad, desde el principio, sentí que entraba de contrabando en aquel departamento que alguna vez había sido mi lugar habitual, casi mi segunda casa.

 

Los hombres son torpes y hacen las cosas mal. ¿Acaso no es ésta una verdad de Perogrullo? Él, el del cumpleaños, el dueño de casa, el que fue mi novio, había cometido el pecado de llamarme a último momento, así que mi apuro al elegir un regalo decente estaba a la vista. Me aparecí con un llavero. ¿Qué otra cosa más que un llavero o una lapicera se le puede regalar a un hombre? Reconozco que las dos elecciones de regalo tienen un toque sugestivo. El llavero da la impresión de decir: ¿Te acordás de cuando me dabas las llaves de tu casa? Mejor no hacer asociaciones con la lapicera por su evidente simbología fálica. No existe un regalo ideal si de hombres se trata.

 

Una de las invitadas –porque éramos mujeres en su mayoría– le obsequió la clásica esencia ambiental, le entregó emocionada la refinada botellita que contenía un líquido rosado. ¿Ella sería otra de sus exparejas? ¿El cumpleaños se transformó en el resabio anacrónico de lo que había sido un harén? Yo miraba a cada una de las mujeres con suspicacia. ¿La del vestido claro habrá sido novia antes o después que yo? La de los pantalones estilo equitación debió estar entre las primeras en la lista de sus noviazgos, era la más vieja de todas nosotras. Pocos hombres, a medida que envejecen, no caen en el lugar común de tender a ir disminuyendo la edad de sus novias, lo hacen con la idea de contrarrestar su propia sumatoria de años y también por pura vanidad. La de los dientes amarillos por ahí no, vino acompañada por su marido, aunque quién sabe.

 

Para averiguar cuántas de nosotras habíamos sido más que amigas en el pasado, bastaba con medir la intensidad de las miradas o con prestar atención a ese brazo que, al descuido, se deja reposar más detenidamente en el hombro del cumpleañero o con descubrir un intercambio de complicidades puesto en evidencia en la elección del regalo o, quizá, simplemente con escuchar el tono melifluo de voz con que se pide una masita o con la dulzura encubierta con que se entrega la copa de vino. Las fui estudiando una por una hasta que sonó el timbre y un rictus afectado en el movimiento de él, ya muy asentado en su rol de cumpleañero agasajado por el mujerío, me impresionó, cierta premura al bajar a abrir la puerta de entrada, cierto brillo en sus ojos, un roce indefinible que creí esclarecer cuando después ella escoltada por él entró en el departamento.

 

Rubia, lo que ya era una rotunda fatalidad, y prodigando una manera divertida de verlo todo y festejarlo. Levedad, liviandad, una mujer que echa por tierra cualquier tragedia cotidiana, festiva hasta en el movimiento de las manos. Él ama a esas personas que parecen flotar por encima de las eventualidades, las que llevan estampadas en la frente el sello aniñado. Con ella, seguro, él tuvo un romance. O lo tendrá. Y ya no pude quitarle los ojos de encima a aquella mujer. Las fiestas van atravesando rigurosamente distintas etapas. Primero, el merodeo inicial hasta que la gente entra en confianza. Después, las anécdotas, después los chistes, después la torta y el trillado cantito, después el episodio de las confidencias luego de mucho beber alcohol. Aquí no, aquí la gente se había desperdigado entre una habitación y otra. Desde el inicio de la reunión se formaron grupitos. Digo gente por no decir mujeres, por no decir exnovias. Y él, preocupado porque no alcanzaban los platos y las tazas. Un hombre, digo yo, al organizar su fiesta de cumpleaños, debería haber calculado que la cantidad de tazas tiene necesariamente que guardar relación con la cantidad de exnovias, ¿no?

 

Este desajuste es un típico rasgo de carácter de un hombre que acumuló objetos para colgar en las paredes, libros publicados, hijos desperdigados en varios continentes y novias a granel. No me sorprende que haya descuidado el estado de la vajilla. No hubo otro recurso que echar al aire la inventiva: unos pequeños potiches sirvieron de recipientes de helado y las tazas de té también recibieron el helado y claro, a casi todas se les había dado por traer helado, a todas menos a mí, que no contribuí con lo dulce ni con lo salado. Hubo tartas y tortas, hubo sanguchitos mustios y botellas de vino tinto y vino blanco, hubo canapés.

 

Especulé que en la comida que habían traído también se podía leer algún mensaje, un indicio sobre su filiación amorosa en el pasado. Analicé, ausculté cuanto pude hasta que se me dio por preguntarme si las otras sabrían o sospecharían que yo fui una de tantas. ¿Mis gestos me delataban? ¿Mis palabras? Las palabras, tarde o temprano, delatan, por lo que hablé lo imprescindible, incluso cuando la de los pantalones de montar y yo nos pusimos a lavar los platos en esa cocina en la que no había espacio suficiente y le escuché a ella soltar un comentario que, de pies a cabeza, la delató:

 

- Un hombre que se resiste a tener una empleada de limpieza…

 

Antes yo había dejado escapar mi frase de ocasión. Dije: -Ah, casa de hombre solo…

 

Y lo había dicho porque previamente ella dijo: -Esta taza está sucia.

 

Al terminar el breve diálogo las dos nos miramos y no hubo más que agregar. Seguramente, en el pasado distante, ella habrá pretendido modificar algún detalle en el funcionamiento del departamento como lo hice yo, el haber recibido la llave de la puerta de entrada me había dado el derecho de hacerlo. ¿Todas las que nos encontrábamos allí habíamos tenido la llave en distintas épocas? ¿La misma llave? ¿La que tiene las iniciales de su nombre, el segundo juego de llaves hecho ex profeso para las visitas? ¿Todas entonces regamos las plantas de su departamento cada vez que él tuvo que salir de viaje? No fueron estas presunciones las que me indujeron a sacar tantas fotos, a mí me gusta sacar fotos, me parece que irremediablemente la vida se esfuma demasiado rápido. Fotos, fotos, muchas mujeres rodeándolo y él, ya canoso y poniendo cara de mimoso o apagando la velita. ¡La velita! El incidente de la velita merece un capítulo aparte. La de los dientes amarillos, que había traído la torta más grande, insistía en voz baja que había que conseguir una velita. ¿Dónde habrá una velita en esta casa?, susurró ella con palabras que iban de la súplica al lamento. Nadie dijo nada, todas nos miramos haciéndonos las distraídas.

 

Yo sé dónde están las velitas y ellas también sabían, pero ninguna pronunció una mísera palabra. Que él no se enterara, había que sorprenderlo, me repetí en voz baja. Al final apareció la velita sin que se conociera el derrotero del hallazgo. La rubia hizo efusivas exclamaciones no bien él apagó la velita y le preguntó, cariñosa, si no se había olvidado de pedir los tres deseos. Qué ocurrencia: él es un hombre lleno de deseos, juraría que no se olvidó. Lo pensé, aunque claro, cómo iba a decir semejante cosa.

 

- Ay, falta el cuchillo para cortar la torta - dejó escapar la pelirroja de anteojos de carey.

 

Dos mujeres saltaron de la silla y casi se chocaron al abrir el cajón donde yo sé que él guarda un cuchillo especial que le regaló su padre. Cuando la familiaridad con el orden de la casa las delató, dieron un paso atrás. Parecía que estaban bailando un minué. Minutos después otras dos mujeres que se habían sentado al lado de la ventana se levantaron de sus sillas y se fueron a la habitación más chica. ¿Iban a tener una charla tironeada en la que el tema de conversación giraba en torno a él? Hubiera querido ser mosquito para ir a escuchar. Cuando dos mujeres hablan en secreto, el mundo vuelve a perfilar sus contornos y acá no hay más que barullo, voces aturdidoras que se mezclan y se tropiezan con el sonido de copas que chocan entre sí o el chis chas de cubiertos que se rozan. Voy al baño esperando que, en el trayecto, trozos de la conversación de las dos mujeres se escapen del cuarto. Camino despacio por el pasillo y me encuentro atrapada por un silencio demoledor. A la puerta la cerraron con un golpe seco, luego creí oír murmullos que se iban apagando con suavidad. Una charla hecha de murmullos se acerca al rito de una confesión. Quién sabe, es posible que ellas, como yo, estén atiborradas de suposiciones y que con inteligencia hayan decidido aniquilarlas de un plumazo mediante el femenino recurso de hablar que, dicho sea de paso, nos ha venido salvando el pellejo desde hace siglos. De buenas a primeras estuve aislada en aquel pasillo con la conciencia de que había vuelto a esa casa repleta de libros, de cuadros y de objetos traídos de incontables viajes. El susurro indescifrable me arrulló desde el otro lado de la puerta cerrada y ahí permanecí, recibiendo al mismo tiempo un fuerte aplauso que me llegó desde el living. Mientras trataba de adivinar qué ocurría me sentí muy sola, igual que cuando fui novia de él en aquella misma casa, sin entender, sin sentir la proximidad de alguna clase de calor humano. Voces de mujeres que quién sabe de qué sitios venían y la presencia lejana de él, un hombre tironeado por el mundo y por un sinfín de mujeres que aparecían y desaparecían en su vida, una vida hecha de puertas giratorias. Quedar aislada en el pasillo fue una revelación. Di unos cuantos pasos y caminé hasta el dormitorio a buscar mi cartera. Decidí irme temprano, mis gatos estarían muertos de hambre y, por lo que pude sospechar, iba a venirse una tormenta que haría volar los techos e inundar la ciudad.

 

* Escritora

 

 

Nueva columna literaria: La maga

 

(Gisela Colombo)

 

Nuestro trabajo será compartir productos que humildemente seleccionaremos entre creadores de aquí y de allá para difundir lo que se está escribiendo en tiempo presente, aunque merezca un destino longevo.

 

¿Por qué la Maga?

 

Tomamos a Oliveira y La Maga, los personajes de Cortázar, como expresiones de dos tendencias que deben copular para que exista el verdadero arte. Él, la razón, el estudio de los anteriores, la técnica, la reflexión estética, la duda, la planificación… una voz que no alcanza para decir lo que desea. Ella, imagen de la intuición, el rito artístico que no requiere garantías, que se entrega desnudo a la experiencia. Es el acto creativo puro y la potencia de la imaginación. “Sos nuestra ninfa Egeria, nuestro puente mediúmnico. Ahora que lo pienso, cuando vos estás presente Manú y yo caemos en una especie de trance”.

 

La Maga es el costado misterioso del ejercicio literario… Esto explica el apodo que le da Cortázar, pero también refleja la inconstancia, su condición de inatrapable… Por eso, ningún nombre nos pareció más atinado que éste para una columna que será díscola, impredecible, quizá inconstante, pero traerá soplidos que barran los velos sobre las múltiples caras que puede tener la Maga.

 

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