Lunes 05 de mayo 2025

La guitarra en la poesía de Morisoli

Redaccion Avances 03/11/2024 - 06.00.hs

Este 5 de noviembre, el escritor Edgar Morisoli cumpliría 94 años. En este artículo lo recordamos desde su poesía acerca de la guitarra. Compartimos también sus propias palabras sobre su acercamiento a ese instrumento.

 

Ernesto Del Viso *

 

La guitarra, esa misma que nombró Atahualpa Yupanqui en tantos versos; la que alguna vez -muchas veces- fue y sigue yendo a los pobres. Donde la hacen plena de testimonios que ellos necesitan prender a esa madera sonora. “La guitarra fue a los pobres/ y le hablaron tanto y tanto…” (La guitarra-aire criollo de Yupanqui con música de Oscar Valles).

 

De ese periplo extendido, nunca regresa igual a las manos del guitarrero capaz de interpretar, legítimamente al pueblo. Llega enlagrimada, llorando esa pobreza que la hiere y le duele en la profundidad de su oquedad armónica.

 

Sufrida de tanta pena y desigualdad, con miedo vuelve, húmeda de llanto compartido; humosa de fogón encendido contra el desprecio y la iniquidad.

 

Ella la guitarra, a quien la enmudecen, solo por un momento, ese silencio del mandón de turno, y que termina por jerarquizarla en lo más alto dotándola de ese supremo valor que no la puede empañar el guitarrerío vano, innoble, fútil, vacuo, saturado de lugares comunes con que suele transitar en tiempos de dictaduras o de demagogias con envestidura de democracia.

 

Allí está la guitarra “fina y pudorosa” que Edgar Morisoli pone junto a su “Costa del Canto”: “Guitarras de patio de tierra o de ladrillo/ recién regados”.

 

Desde siempre Edgar la nombra en su poesía, la homenajea y revitaliza en manos de aquellos paisanos a quien ha escuchado tocarla: Crisanto Alsina, balsero de Fortin Uno, José Romero, el “Guitarrero de virtú” que cantaba el vals “Colihues Rojos”, o el Nico Crespo que le ofreció a Edgar una tarde debajo de un nogal, “Madreselvas” en Buena Parada, en la Bodega de don Adeodato Juliá, Honorio Ortiz de Rosas, entre tantos.

 

 

Hay una necesidad de cuasi musicólogo profano, no adiestrado en estas lides, pero si atento al dictado del camino, senda, rastrillada o de una sola hebra. Acierta a decir, sobre esta pre–ocupación del vate, sobradamente y con la autoridad con que realiza su estudio sobre Morisoli, la Prof. Silvia Galán, al exponer “Caminar y revelar los secretos…

 

Santa Fe por las tardes.

 

La guitarra venía con él desde Santa Fe de las primicias. Quedó allá ofrendada a manos de la necesidad y un desamparo que no debía acrecentarse sobre el cobijo de familia nueva fundada por Edgar y Margarita.

 

No físicamente lo acompañó a La Adela (poblado del sur de La Pampa), adonde llegaron en junio de 1956, pero aparece en su obra literaria pampeana, en el 2º poema de su primer libro editado por estas comarcas: “Salmo Bagual” (Ed. Stilcograf- Bs.As. 1959) y surge en el sitio natural, que se reiterará en casos de volver a citarla: el fogón, esas “lámparas de la huella,/ posta de pobres, ámbito del mate y el sosiego” (Los fogones del sur- pág. 25/Salmo Bagual).

 

Brasas encendidas para el descanso, que prende milongas o estilos, ese “…frescor de lloradero en que la sangre/ sumerge su alegría, su ilusión, su esperanza”. Cuántas cosas promete y aquieta la guitarra; ella exhala el color del pago lejos, alumbra intemperies ganadas por la pobreza más pobre, pero siempre es luz de soledades en los confines del triste y el solitario hombre que ha salido a campear el salario que otras costas niegan o retacean.

 

Y ahí está la guitarra que en el fogón de la tarde de “el sangrador”, vino por medianera, deja volar las coplas que la vida cotidiana y áspera de savias que gotean el árbol que su oficio marcó en el otoño “…esa cintura prolija de la muerte”, decía el vate: “Las coplas que la vida se olvidó en su guitarra”. (Medalla del Sangrador – “Solar del viento”). Las canta, las susurra, el monte todo por escucha, y las pone sobre arpegios que sus rudas manos improvisan en otra madera: la musical.

 

 

Otras veces, la guitarra pone en su sonoridad el recuerdo de lejanos puertos, de empinada cordillera que retornan junto al chisperío de otro fogón menos solitario que el del Sangrador, brasero más poblado, con errantes habitantes de la chilenía puesta al servicio en “la dura pampa del Deslinde”. Todo torna en la brevedad de un soplo rasgueado en las seis cuerdas; cueca o tonada o no se qué vibrar, los pone por un instante a esos chilenos, pueblo errante del trabajo, en los días y paisajes del otro lado de los Andes (Los ríos- “Solar del viento”).

 

Amarrada e inseparable a la guitarra, sucede el canto que se define de mil modos, que estalla del corazón encendido de amor y desamor, de intemperies y cobijos, de nieblas y cerrazones, de ese canto que trepará por la garganta del cantor y: “…saldrá pidiendo música por los sauzales viejos/ y a su sombra dichosa punteará en las guitarras…”, vidalita o estilo o tonada comarcana o “…esa luz de llanura que alumbra las milongas…”. (Tierra que sé -pág. 16- del libro homónimo).

 

La guitarra adopta, en el decir de Morisoli, distintos paisajes humanos, según donde la templen las manos trajinadas del monte, del cosechero en los maizales o cuando llega a las chacras “sombrosa de sauzales y arabias…” para beberse en San Isidro (hoy Gobernador Ayala), la miel del albaricoque o la luz de las acequias que conducen el agua para el futuro de los frutos.

 

Y están las otras manos, que ennoblecen otros oficios, maneras diversas para saciar el hambre de los desiertos que puebla el alma paisana, la soledad, la pobreza, la manta ausente en los días de frío existencial o porque la sal amarga en demasía el terrón moreno de esos hijos de la nada y del viento.

 

En esas manos callosas, pletóricas de sudor negro y silicosis de las profundidades de la mina, o rasgadas por el lazo que chicotea al son del toro embravecido que no se doblega ni entrega. En esas extremidades superiores del ser humano puede uno “…y va leyendo en ellas/ la vida de la vida…”.

 

Manos de alambrador,/ manos de arriero/, manos que levantaron pircas o fundaron el cielo cautivo en los jagüeles…”.

 

El inventario se agiganta y en desmesura ofrece un arco iris de posibilidades para nuestras manos, hasta el instante mismo en “que entre sus yemas de intemperie reclina la guitarra, su paloma de música” (Tierra mendiga -pág. 78- Al sur crece tu nombre).

 

La guitarra de Enzo.

 

Muchas guitarras y guitarreros he ido observando a lo largo de toda la literatura Morisoli. Como tantos, he sabido de ellos (los guitarreros), a través de la mirada persistente y enamorada de este relato de Morisoli, que tengo para mis pupilas hace años.

 

Las citas, las llamadas de atención: son múltiples. Se revelan ante mí con la desnudez de una materia virgen para el conocimiento.

 

Aunque siento repetir el badajo, en muchas ocasiones, la campana nunca suena igual, en este ejecutante poeta.

 

Leo, releo y vuelvo a ejercitar lectura nueva y aparece la tremenda emoción y mi alarde de asaltar ya la comprensión de la línea y la entrelínea de Edgar Morisoli.

 

Ya sin pudor, sin atisbar en mí la ignorancia, acudo al jagüel del Pasaje Pringles, en Santa Rosa (La Pampa), morada del vate y lo hago para saciar la sed del que desconoce.

 

Entonces surge la voz pausada, plena de certezas y produce una vez más el milagro de la luminaria, del acto iniciático reiterado, que se introduce en su propia gestación, para elevar la precisión de lo que inspiró tal o cual palabra que encadenada, siempre libre, a otras, gestan el poema, ese perpetuo interrogante sobre nuestra memoria de origen y trascendencia temporal y espacial. En fin, como dice en “Medalla del sangrador” (Solar del viento - 1966) “…las coplas que la vida se olvidó en tu guitarra”.

 

En esos caminos que mi mirada atraviesa e interpela memorias, recuerdos, ondular de señales sinceras, prestas a batallar contraolvido, contranegación, apareció, aparece la guitarra y su mano presta: la del guitarrero.

 

El interrogante lo trasladé al que cita, al nombrador de guitarras y guitarreros y me respondió con un poema que dedica a su profesora de guitarra “Tita” Bordabhere y a mí en calidad de respuesta: “¿Porqué tantas guitarras y tantos guitarreros que habitan mis poemas? Una guitarra son todas las guitarras: aquella que perdí o esta que escucho ahora y ya no sé tocar: Dos veces por semana, fui el niño que viajaba lejos en un tranvía para tomar lecciones de guitarra. Bajaba en el Palacio de los leones, y descendía por calle Buenos Aires como quien busca el puerto. La maestra lidiaba con mi falta absoluta de sonido musical. Tediosos ejercicios, monótonos solfeo, lograron poco a poco un tímido rasguear muy inseguro y este amor que por siempre me ligó al entrañable sonido de la patria.(Mi guitarra de estudio perteneció a un valiente, asesinado de dos balas por la espalda en la Década Infame). Tiempo más que difícil la arrancó de mis manos; no atiné a retenerla. Tal vez por esa culpa mis poemas se pueblan de guitarras, en busca del perdón de las seis cuerdas”. (Del libro “Para los días que vendrán” -Ed.Pitanguá- 2016).

 

Aquella profesora.

 

Tita Bordabehere. El apellido de la profesora de guitarra, llamó rápidamente mi atención y entonces esto me remite al año 1935, historia argentina, década infame. Resulta ser el mismo apellido del que interpone su cuerpo, protegiendo a Lisandro de la Torre, en el debate y puesta en claro la suciedad del Pacto de las Carnes con Inglaterra. Pacto firmado por el Vicepresidente de entonces Julio Roca (h), y Edgar me recordará el discurso de este Roca para presentar dicho pacto, conocido como de “Roca-Runciman” (firmado el 1 de mayo de 1933 como una verdadera alocución cipaya, cuando un Vicepresidente expresa y habla de la Argentina, sin rubor alguno, como la perla más preciada de la corona británica y que desde el punto de vista económico era una parte integrante de dicho Imperio). Morisoli no deja de semblantear aquellos años, en que él era un pequeñín pero que en su casa, sus padres, como también la literatura, le habían enseñado sobre aquel descubrimiento que en su momento hace de la Torre, cuando observa la contabilidad paralela en dicho pacto.

 

Todo esto lo insta a de la Torre a detener un barco con destino a Inglaterra y es eso lo que denuncia en aquel acto legislativo de mayo de 1935, aportando pruebas que comprometían a dos ministros del gobierno de Agustín Pedro Justo: Federico Pinedo (h) de Hacienda y a Luis Antonio Duhau de Agricultura y Ganadería.

 

A esa sesión del congreso, también acude el ex comisario Ramón Valdéz Cora, matón a sueldo de los conservadores e indirectamente de los ingleses.

 

Valdez Cora intentará matar a de la Torre y el destino se corre, interponiéndolo a Enzo Bordabehere. Enzo, el tácito custodio integral del legislador, el del sobretodo y sombrero protector de soles urbanos, el distinguido señor anónimo en el andar; una bala lo catapulta a los años venideros, a la historia misma de uno de los tantos agravios a los que somete la impunidad, el desparpajo, a toda una ciudadanía silenciosa, que día a día elabora el proyecto de vida, equilibrando el desamparo en que el poder de turno lo suele poner de rodillas.

 

Mi guitarra perteneció a un valiente asesinado…”

 

Pero nada dicen las crónicas de sus manos, de la diestra de Enzo Bordabehere pulsando un rasgueo, un preludio para las noches solas. Manos que caen al hondo pozo del olvido, manos que trenzaron cierta vez, una melodía cualquiera en esa guitarra de Enzo, que por los designios del hado y de la propia hermana del caído, Tita, llegan ciegas de luz, plena de sombras, a las manos de un niño acebalense: Edgar Osvaldo Juan Morisoli.

 

Pregunto: milongas, habrán tocado esas manos orientales?. Paysandú le dio el murmullo al otro lado del río de los pájaros, léase Río Uruguay. Año 1935, sepultadas las guitarras de Gardel y la de Enzo Bordabehere.

 

Nadie nombra la guitarra de Bordabehere, solo un niño ya hombre la pondrá sobre nuestro sentir y aprendizaje: “Cuando esa guitara, una modesta guitarra de estudio, llegó a mis manos, claro está Enzo Bordabehere ya había muerto. Tita, su hermana, mi profesora de guitarra en Rosario, fue su depositaria. No recuerdo bien porque Tita me la dio a mí y para siempre. Si que fui con ella a estudiar unos 2 o tal vez tres años. Estudié como pude a Sagreras, Carulli, como todo niño principiante y hasta me atreví (se sonríe Edgar) a tocar a Francisco Tárrega, pero nada me acuerdo. Es la misma guitarra que no pude retener y tuve que venderla en 1953. Recién casado con Margarita, con Juan Pablo nuestro hijo mayor recién nacido, ese 1953 tuve un serio problema que por entonces se le llamaba “surménage” hoy stress. Yo trabajaba mucho con alumnos particulares, además tenía que terminar mi carrera de agrimensor en la Universidad.

 

En realidad se nos presentaron circunstancias muy difíciles, en Fisherton (localidad cercana a Rosario), donde vivíamos, y tuve que venderla. Como digo en el poema ‘…no atiné a retenerla’”.

 

La anécdota ya me la había contado Morisoli en una de esas tantas charlas en su casa, cuando un día al despedirme de él, le señalo que me llamaba la atención tantas guitarras y guitarreros en su obra. El poema nace a partir de esa pregunta, un tiempo después. La razón del título de dicho poema, se debe a todo lo sucedido: “ pienso que es así, que es esa culpa y ese perdón que busco, lo que ha motivado esa gran presencia de guitarreros y guitarras a lo largo de toda mi poesía.”

 

La relación con los hnos. Bordabhere, no terminaría con la guitarra de Enzo, las lecciones de guitarra con “Tita”, faltaba el encuentro con el ingeniero y abogado Ismael Bordabehere, quien resultaría ser su profesor en la Universidad, de Materia Legal. El hado, destino de los hombres, vaya a saber cosas de la vida que lo llevó a Edgar Morisoli, cumplir con estos tres momentos de encuentros.

 

(“La guitarra de Juan /quedó allá lejos/otras manos la templan /bajo otro cielo” – EDV)

 

* Músico

 

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