La muerte de Baigorrita y La Leva
Compartimos en estas páginas de Caldenia, dos relatos del investigador y escritor Walter Cazenave. Ambos abordan la temática regional y se encuentran publicados en diferentes libros de su autoría.
José Depetris *
Presentamos dos relatos de Walter Cazenave que entendemos atinado ponerlos a disposición puesto que suman al extenso abordaje al Género Cuentos o Relatos de temática regional que el autor ha realizado a lo largo de décadas. Cuyo corpus, en gran parte se encuentra diseminado en diversos medios periodísticos y publicaciones provinciales y nacionales. Con las excepciones de las ocasiones que fueron agrupados parcialmente -por temáticas concretas- en publicaciones en diferentes libros con los textos de su autoría.
Citamos para el caso a “Tierras de la memoria. Moira en Potrillo Oscuro”, de Edic. La Travesía, 2004 ; “Once aguas” de Edit. Voces, 2015 y “Días de Tren” de Edit. Amerindia 2018. Tres obras de cuidada compilación y particular calidad literaria en el contexto de la narrativa pampeana. Obras y títulos estos, con factura en paralelo a un listado más extenso de producción de trabajos y aportes a la cultura e identidad regional desde el área científica -historia y geografía- , literaria y periodística. Todas, centradas en la toma de conciencia de los diversos patrimonios intangibles que nos particularizan como provincia en la reivindicación concreta de derechos -fundamentalmente con los ríos- en una torrentera investigativa para comprender y difundir problemáticas tan nuestras.
La muerte de Baigorrita.
El primero de los relatos que hoy nos ocupan, fue titulado “La muerte de Baigorrita”, producto de su temprano interés por la historia de los pueblos originarios de la región y en particular por la heroica muerte del malogrado cacique ranquelino Manuel Baigorrita ocurrida en los contrafuertes cordilleranos en el invierno de 1879.
El relato fue publicado inicialmente en 1967 por aquella revista de gran circulación nacional entonces, -El Huinca, de editorial Cielosur-, fundada poco antes por el recordado artista y dibujante costumbrista Enrique Rapela, en la sección de “Crónicas de la historia y la leyenda argentina”. Con dos clásicas ilustraciones del propio Rapela que hoy incorporamos a los efectos de rescatar también obras del artista con su trazo característico, conjuntamente con el texto de Cazenave.
Años más tarde, dentro de un proyecto editorial financiado por Presidencia de la Nación, y por entender los editores que el relato en marras se ajustaba a la temática propuesta en la edición, nuevamente fue incluido en el libro “Crónicas Ranquelinas” (1998). Dicha publicación fue realizada por el Ministerio de Cultura y Educación de La Pampa y la entonces Subsecretaría de Cultura. Trataba sobre diversos aspectos desconocidos hasta entonces de la saga del pueblo ranquelino en una propuesta de abordaje a nivel divulgación. Agotada la edición hace tiempo, hoy se encuentra en proceso de reedición por la Secretaría de Cultura de La Pampa.
La leva.
El otro relato que presentamos -titulado “La Leva”- está basado en un testimonio de la historia familiar del santarroseño Fausto Sarmiento -hermano de mi madre-, recogido por quien esto escribe a finales de los años setenta.
Afortunadamente la gesta poblacional de nuestro territorio tan cara a nuestra identidad e invocada por un continuum temporal donde las memorias de la infancia se encadenan unas a otras, son frecuentemente fuente oral de la historia fundacional que reposa en barbecho en los pliegues terruñeros de las trayectorias familiares.
El relato de Cazenave toma forma de “sucedido” transcripto en una circunstancia personal de Mercedes Farias, abuelo del informante Fausto Sarmiento. Aquel joven paisanito de las serranías puntanas que es militarizado a la fuerza por una comisión del ejército mitrista que había irrumpido en San Luis a sangre y fuego al mando del feroz Coronel Sandes para destruir el ascendiente de los caudillos populares con la ayuda de lugareños que resistían al poder porteño.
El hecho, narrado con agudeza por Cazenave en un lenguaje erudito y cálido a la vez , arrebata al olvido que trae el tiempo aquella existencia esculpida a duros golpes. Hasta donde sabemos, el protagonista había sido integrante de aquellos rejuntados de gloriosos paisanos que acompañaron al Chacho Peñaloza y luego a uno de los Saa.
Típico exponente de un periodo histórico signado por la violencia fratricida política y la intolerancia social en la argentina interior, poco tardó en recalar en un “Cuerpo de Línea” donde se hizo veterano en mil contiendas. Fue por décadas milico de frontera harapiento y miserable en horridos fortines de las travesías puntanas. Como tal llegó a Victorica para fundarla. Después su presencia, como la de tantos otros, fue ausencia. O mejor dicho anónimo protagonismo en el devenir colectivo. Y Cazenave rescata con nombre y apellido deliberadamente aquella existencia imperceptible para la mirada de una época.
* Colaborador
“Muerte de Baigorrita”
1879. La gran disparada. La estrategia de Roca ha clavado una banderola en el corazón de La Pampa, Racedo está en Poitahue. Las patrullas cruzan toda la extensión en busca de indios rezagados, de caciques que escapan a uña de caballo queriendo conservar siquiera su libertad, cuando ya han perdido guerra, tierra y familia.
Cerca de Poitahue, en Pitral Lauquen donde se halla el campamento militar y donde fue la antigua toldería, Racedo se desvive por aprehender al antiguo habitante de esas tierras: el hijo del famoso cacique Pichun, el ahijado del gaucho Manuel Baigorria, el famoso, en fin, Baigorrita.
Hay ansiedad por tomarlo vivo. Solo el y Yancamil mantienen el orgullo ranquel. Los demás, víctimas del hambre, del frío, de la desazón, se entregan mansamente a su destino. Baigorrita cabalga, huye hacia el sur, hacia el corazón del invierno. Arrastra toda la amargura de esos momentos, reniega de toda la nobleza y bondad que le atribuye Lucio Mansilla cuando lo visita. Precisamente el recuerdo de aquel coronel le debe afiebrar la cabeza. Su compadre… ¿para qué su amistad y sus promesas, su tratado de paz…? Mejor hubiera sido que Caiomuta, su hermano, lo acuchillara aquella vez que lo defendió…
Pero ahora todo aquello es pasado. El presente no tiene otra cara que el cabalgar incesante, carneando sobre la marcha casi, tapando la ceniza del pobre fuego para no dejar rastros, siempre con el Auca Mahuida agrandándose allí adelante. Sin familias, sin pilchas, cargando apenas lo que queda de su fama, flanqueado de sus fieles lanceros.
Si, Baigorrita reniega de cuanto lo ata a los huincas, su misma sangre, porque su madre era una cristiana del Morro. Su padrino, que le dio el apodo pero que a la larga abandonó a los indios. Su compadre de lengua de trapo. Trehua, trehuas, todos…
Y aunque el poncho busque el rumbo opuesto Baigorrita sigue cabalgando hacia el sur…
Frío. Muy frío aquel 16 de junio. Baigorrita y los suyos pasan el río Neuquén cerca de la confluencia con el Agrio y saben que la salvación está cerca, tras cien leguas de galope: el “País de las Manzanas”. Después del cruce hacen fuego en la orilla, ateridos y hambrientos, pero en la costa de enfrente los sorpresivos remington de la partida que manda el sargento Avila disparan. Son certeros y desbandan. Hieren. Baigorrita cae. Es jefe hasta. Ordena la retirada de su gente y se yergue como puede apoyado en la lanza, sujetando el caballo. Hace flamear hacia atrás la bandera argentina que le sirve de poncho y espera a los soldados cuchillo en mano.
Un galope basta para dar por tierra con el herido. Lo vendan como pueden y lo montan a caballo. Baigorrita ya no es mas que una sombra de su ayer, para peor herido y cautivo. Hay silencio en la tropa impuesto por la presencia misma de ese indio desmayado y sangrante que llevan al fortín.
El famoso Baigorrita… quien lo hubiera dicho…
Avila no se apura. Llegar con el indio vivo quiere decir habilidad, galones y hasta un premio en tierras. No, Avila no quiere estropear mas a su prisionero. No se apura. Baigorrita si. Cuando reacciona se ve frente a su destino. Intuye (sabe) un mañana de burlas y humillaciones, de encierros y alambradas, de peonaje en las estancias de los vencedores. Baigorrita no. El ha sido el dueño del viento de a ratos, es tan de la tierra como la tierra es suya, el conoce, entonces, la libertad.
Loco de furia y de dolor se arroja del caballo. Hay sorpresa. El grito es tan profundo como sincero: -Baigorrita no cautivo, Baigorrita no llevando.
Y entre espumarajos se arranca las vendas y se desangra en rabia. Ya no hay forma de llevarlo. Los gritos se hacen cada vez mas débiles y mueren en un gorgoteo cuando lo degüellan. La cabeza entrecana de Baigorrita y el charco de sangre… Baigorrita lan, Baigorrita lan…
El último soldado vadea el Neuquén. Avila mentalmente, va elaborando el informe. Finalmente (el no lo sabe) encuadra la muerte, esa muerte que no hubiera desdeñado Homero, oscuramente repetida en ese lugar y tiempo, dentro del lacónico, escueto parte militar. (Walter Cazenave)
“La leva”
Mercedes Farias respondió prudentemente al saludo que le hiciera el hombre desde la otra orilla del arroyo. Serrano avezado como era hacía un buen rato que había distinguido el grupo de hombres que avanzaban en dirección contraria a la suya, deduciendo por la formación, que eran militares. Hubiera preferido no encontrarlos -se decían tantas cosas del ejército nacional que mandaba Mitre a San Luis- pero tampoco tenía nada que ocultar, muchacho recién salido de la adolescencia y pobre como todos los serranos de la Villa de Luján.
Por eso cuando llegó a la altura del grupo, aunque en orillas opuestas, respondió al saludo del que encabezaba la partida, quien amistosamente le hizo también señas de detenerse. Farias estudió al grupo. Uno que mandaba y seis que lo seguían. El jefe -un oficial seguramente- era joven, con el rostro rasurado y gesto enérgico. Montaba un lindo caballo que, por el tiupo, no debía ser de la sierra. Los otros jineteaban patrios y hasta había uno que iba en mula. El oficial los detuvo con un gesto y empezó a cruzar el arroyo, el solo.
Farias se afirmó en los estribos, por las dudas, pero el hombre no parecía tener mala intención. Ademas, pensó, en todo caso su única salvación podía estar en la disparada, cosa harto improbable si se pensaba en las tercerolas que portaban los soldados. Disparada de qué y por qué, se dijo, si nadie lo atajaba y prepeaba y solamente allí venía aquel tenientito -porque debía ser un tenientito- cruzando los hilos dispersos y cantarinos del arroyo y con una media sonrisa en el rostro. Volvió a mirar a los soldados. Ni se habían movido. Uno había cruzado la pierna sobre el cogote de la cabalgadura y charlaba con su compañero, otro los miraba con indiferencia, un tercero armaba parsimoniosamente un cigarro.
-Buen día, amigo-. La voz del milico era clara y enérgica. Debía de ser porteño. Apareo el caballo al de Farias, y después de tocarse el quepis, le extendió la mano.
-Teniente Bermudez, del Ejército Nacional, en recorrida ordenada por la superioridad. Hace poco llegamos a zona y aunque la montonera está lejos, siempre conviene estar precavidos. ¿Usted es de por acá?.
Farias se aflojó, respondió al saludo, estrechó la mano que le extendía y dijo que sí, que era nacido y criado en esos breñales, donde vivía con sus padres sierra adentro. Criadores eran.
Bermudez le pidió unos datos sobre la orientación de la quebrada, hasta dónde se extendía y si no habían llegado por allí gentes del Chacho. A todo respondió Farias. De la mano del hombre brotó una petaca y convidó un trago de ginebra “aunque va contra el reglamento”, dijo sonriendo. Después compartieron un negro armado.
Charlaron un rato más, casi siempre sobre detalles de la sierra que pedía el militar. Mercedes Farias, conocedor, contestaba con prudente seriedad, no exenta de orgullo.
El hombre dijo : -con los datos que me dio se me hace que por hoy basta la recorrida. Regresamos. Usted iba para aquel lado. ¿le importa si vamos juntos?. Farias asintió y explicó que el iba hasta el abra, de allí a una legua, para torcer después al poniente.
-Allí nos separamos- dijo Bermudez, y con una orden breve y seca hizo que los soldados cruzaran el arroyo y se pusieran a espaldas de ambos, unos metros más atrás.
Iban al paso. Bermudez, como al pasar, lo tanteó de política. Mercedes Farias no sabía nada y eso quedó en evidencia. Su respuesta hizo reír al porteño. Farias se puso colorado de vergüenza por su ignorancia pero el acompañante se disculpó de su actitud, aunque siempre sin dejar de reír. Y tanto que detuvo su caballo.
Se pasó la mano por los ojos que lagrimeaban de puro carcajeo y le dijo, ya tuteándolo: Se ve muchacho que no entendés de estas cosas, que sos pichón todavía… ¿Cuántos años tenés?
Diecisiete, señor- repuso el muchacho algo amoscado.
La última sonrisa se cortó de golpe y el rostro del oficial adquirió una seriedad que no había tenido hasta ese momento. Sin que mediara seña alguna cuatro hombres se aparean al caballo de Farias, rodeándolo.
Entonces, amigo -dijo el militar- me parece que ya está en edad de servir a la Patria. Va a venir con nosotros y será un veterano. Sujetenle el caballo!!
Siguieron al paso. Nadie hablaba. Sobre el mediodía dejaron atrás el abra. (Walter Cazenave. Noche del dos de abril. Sobre un relato, verídico, de Jose Carlos Depetris)
Artículos relacionados