Morisoli y Juanele, dos poetas en diálogo
Las referencias y las influencias estampan toda literatura, porque hay textos fundantes y escrituras faros que marcan trayectorias y son resignificados, constantemente, por las y los autores de otras generaciones. Edgar mantiene un diálogo constante con el entrerriano Juanele.
Sergio De Matteo *
Así como en la literatura han existido escuelas, ismos y movimientos, en el campo de la teoría y la crítica también tiene sus tendencias, desde el Formalismo ruso hasta la teoría de la recepción, pasando por el estructuralismo, la narratología y la hermenéutica, entre otras. Entonces, entendemos como pensamiento teórico literario el conjunto de herramientas conceptuales para el análisis, la interpretación y una reflexión crítica sobre los textos literarios.
Influencias.
En la obra literaria de Edgar Morisoli abundan los intertextos históricos, políticos y literarios, los cuales se ponen en ejercicio a través de alusiones, citas y notas; además habría que destacar el sinnúmero de dedicatorias, que aportan datos y contextos al propio poema o narración.
Esta nueva lectura de los poemas de Morisoli lo vamos a apalancar en dos conceptos de distinta procedencia teórica. Primero, al señalar que la literatura es un fenómeno intertextual, para ello recurrimos a la clasificación que realiza Julia Kristeva: “todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto” (1973: 190); es decir, una obra se refiere a otra obra, la adopta, la modifica, la parodia; siendo, a la vez, en el trabajo textual en donde un autor o autora referencia a otro autor u autora. Y segundo, la angustia de las influencias (1973), concepción de Harold Bloom, en la que infiere “Me referiré solo a los poetas fuertes, grandes figuras que persisten en la lucha con sus fuertes precursores, incluso hasta la muerte. Los talentos débiles idealizan; las figuras de imaginación capaz se apropian de sí mismos. Pero nada sale de la nada y apropiarse de sí mismo implica la inmensa ansiedad de estar en deuda, pues ¿qué fuerte forjador desearía darse cuenta de que ha fracasado en la creación de sí mismo?”. En esa línea, instituye seis “ratios revisionarios” para determinar los efectos de su teoría sobre la literatura (Clinamen, Tessera, Kenosis, Daemonization, Askesis y Apophrades); de esta última se desprende que las resoluciones de las influencias, quizás, ese retorno de los muertos se precipita en la figura preponderante de Juan Laurentino (Juanele) Ortiz, el poeta entrerriano, el cantor del Gualeguay.
También hacen sus aportes Ezra Pound, en su libro ABC of Reading (1934), donde distingue a una serie de escritores (inventores, maestros, epígonos…), y Oscar Wilde, justamente, en conjunción con Bloom, resalta en El retrato del Sr. W.H. (1889): “La influencia es simplemente la transferencia de la personalidad, un modo de obsequiar con lo que es más precioso para uno mismo; su ejercicio produce un sentido y, quizás, una realidad de pérdida. Cada discípulo toma algo de su mentor”.
Juanele en Morisoli.
Los textos que reproducimos son el ejemplo claro y contundente de la lectura y de la admiración del poeta pampeano a su colega de Entre Ríos. Nombrar, citar, intertextuar son formas de resignificar escrituras e historias que nutren nuestra propia visión del mundo. Esos sentidos, al decir de Bajtín, quedan registrados en varios escritos de Morisoli, donde recupera la figura de Juanele Ortiz, y lo homenajea, tal queda patentado en el poema “Rama de sauce contra el cielo del alba”, del libro Tierra que sé del año 1972. El texto con mayor graduación intertextual es “Glosas (III): El Boyerito”, de Tabla del náufrago, publicado en 2008, donde intercala fragmentos del relato del epígono y precursor de Gualeguay. En Hombre de un solo amor (1982/83), de Obra Callada (1974- 1986), editado por Pitanguá en 1994, en la serie El canto ardió por ellas, una de las poesías (“Casa y Luz de Juan L.”) alude a la mujer del vate litoraleño; así como otra serie titulada Visiones / Textos de mediosueño / I, se abre con un acápite de Juan Laurentino Ortiz: “¿Dónde está mi corazón, al fin?”.
Ana Silvia Galán es autora de Edgar Morisoli, poeta del Sur, publicado por la editorial Voces de la Cooperativa Popular de Electricidad, donde infiere que Morisoli “entiende el oficio de descifrador con la misma convicción del entrerriano Juan L. Ortiz, cuando escribió: ‘-Qué decía ese pájaro a la tarde de los espinillos ensimismados?/ Todas las cosas decían algo, querían decir algo. Había/ que tener el oído atento u otro oído fino, muy fino, que debía aparecer-‘” (2010: 24). En esa virtud e, incluso, predisposición de escuchar el decir de la otredad, Galán agrega: “Esta actitud, revestida de respeto y humildad, constituye una elección: los poetas que llevan a su oído finísimo el cuerno que les transmite los ecos de un dictado no están haciendo sólo una elección estética, también es ética; son una pequeña parte de ese universo cuya trama se compone de otros seres; sin su presencia nada existiría, y nombrarlos -darles un sentido- no los envanece. La sabiduría del dios griego es la sabiduría de la tierra; el canto, sólo la mediación entre dos órdenes; el poeta, el que lo ejecuta. De este saber atento a las señales (“No tiene voz la piedra, y sin embargo/ habla, nos habla”; del poema “Pampa del Toro”, en Un largo sortilegio, Pitanguá, 2006: 23), de esta disposición receptiva, si se quiere de este anhelo por custodiar la palabra para que no pierda su brillo original, hablan otros poetas, aún los de épocas y estéticas diferentes de las de Morisoli y Ortiz” (2010: 25).
Escudados en esta lectura de Silvia Galán, incluidas las citas teóricas, más las relaciones trazadas entre ambos poetas, Juanele y Edgar, Ortiz y Morisoli, donde el diálogo trasciende tiempos y geografías, y jalonan una literatura y una amistad, queda inscripta en la última obra publicada del poeta pampeano, Cantares y decires de la gran aventura (2020), presentada póstumamente en 2024, cuando anuda aquel poema dedicado al boyerito y recupera en su esencia del oficio, el poeta y el arriero: “El verso que dice: ‘cuando el lucero vespertino queda cuidando los rebaños’ alude al habla popular campesina, que precisamente por eso denomina ‘El Boyero’ al lucero del anochecer. De allí las expresiones ‘ya está alumbrando el Boyero’, ‘ya salió el boyero’” (2020: 107).
Entonces, con el poder que tiene la metáfora, las poéticas y las éticas de Juanele y Morisoli nos alumbran como dos luceros bien sureños.
* Colaborador
“Rama de sauce contra el cielo del alba”
Homenaje a Juan L. Ortiz
Nada más simple. Nada
más indefenso y frágil que esta rama
de sauce, en el comienzo de primavera, apenas
brotada, contra el cielo del alba.
Contra el cielo
y también desde el cielo, dibujándose
lentamente en la niebla que rinde sus banderas
sobre el valle dormido. Tiembla. ¡Verde niña
del río, gentil
al aire, al viento de la ilusión -al viento
de la visión y la memoria-, pero feliz y eterna en este instante
de la mañana aún no nacida, en esta pausa
clara
que nombra y que despide las últimas estrellas!
Sabia inocencia, párpado
de frescor y alegría: ¿Cómo alcanzarte con palabras, cómo alcanzarte
sino con palabras? En Tierra que sé, Stilcograf, 1972.
“Casa y luz de Juan L.”
Un nido, casi un nido
trepado en la barranca,
frente al ancho misterio luminoso
que empujaba hacia el Sur, entre lloviznas,
camalotes y lunas, primaveras, destinos…
En la casa el poeta
y usted, Doña Gerarda, calladita
y fiel como una lámpara de aceite pensativo,
cuya llama alumbró sin estridencias
y no la apagó el viento!
Los ríos, sí, los infinitos padres
de América fluyeron por su voz para todos,
y de la voz de todos hizo un río
de dolida hermosura… Usted, Doña Gerarda,
mientras él modelaba grada y ángel del canto,
le cebaría algún mate, le tejería algún sueño,
le hilaría las hebras secretas de la vida.
Él supo a quién debía
el íntimo cobijo, la exaltación, el gesto
del consuelo, y lo dijo
para siempre:
“Dulce niña lejana, ahora mujer con los cabellos grises…”.
En Hombre de un solo amor (1982/83), de Obra callada (1974-1986), Pitanguá, 1994.
“Glosas (III): El Boyerito”
“Nací en Puerto Ruiz, bien cerquita del río y cerca de Gualeguay: dos leguas. (…) Éramos doce hermanos… yo era el candidato para todas las tareas: me mandaban a pastorear las vacas… Eso fue para mi fundamental porque allí aprendí las cosas. Aparte de eso el contacto con la gente de los ranchitos humildes, primero en los alrededores del pueblo y luego dentro del monte, al que solía visitar. La gente me decía: ‘¿Qué andás haciendo, gurí, a esta hora?’ Ando buscando una vaca, colorada, no la puedo encontrar, decía yo.
Al volver, en el camino -esto fue muy importante para mí-, entre los claros del monte había unos ranchitos con las puertas abiertas, la gente tomando mate al lado de la puerta. Me preguntaba qué habrá dentro de los ranchitos y entraba, por curiosidad. Lo primero que me topaba era el retrato de López Jordán, el caudillo. Volvía cuando el sol estaba rasante -todavía me acuerdo-, iluminaba parte de la vaca y parte de mi madre agachada, ordeñando. Esa luz casi horizontal del amanecer a mí me impresionaba mucho, porque se levantaba en ese tambo mucho vapor. Entonces eso se irisaba, se hacía un mundo de color muy tenue, hermoso; las vacas parecían una niebla”. Juan L. Ortiz, 1972.
Quien comenzaba a ser, quien más tarde sería
Juanele Ortiz, niño gualeyo entonces,
salía a boyerear.
En la rasante
luz del amanecer, por los piquetes que espejeaba el rocío,
andaría a la siga de sus vacas de niebla
entre ñandubaizales y talares dormidos.
El arroyo. Los páramos. Erguida, al horizonte,
tal vez alguna palma solitaria,
y su gente entrerriana: unos ranchitos
con las puertas abiertas, en los claros
del monte… Mateaba el pobrerío
y el boyerito entraba a curiosear. -¡Qué andás
haciendo, gurí, a esta hora? En la pared de adobe,
la estampa con la efigie del caudillo
López Jordán. Al niño, de seis años,
le faltaba una vaca, colorada, que no podía encontrar.
Después Juan se bañaba
en el arroyo con el sol naciente,
y volvía al hogar, arreando… Allí la madre
comenzaba el ordeñe.
¿Qué raíces del árbol de su canto futuro abreviaría en la penumbra húmeda del monte, el vaho del aliento de las vacas que parecía de niebla, y el “universo criollo” de los ranchos vuelto ya vidalita?.
En Tabla del naufrago, Pitanguá, 2008.
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