“Tata Dios”
Juan Basterra es un autor nacido en La Plata en 1959. Es profesor de biología. Vivió en París y Barcelona; actualmente reside en Resistencia, Chaco. Ha recibido distinciones por su literatura y ha colaborado en revistas y suplementos culturales.
Gisela Colombo *
La novela histórica breve “Tata Dios” está inspirada en hechos reales. Se trata de una tragedia ocurrida en 1872, en la ciudad de Tandil. Fue publicada en mayo de 2018 y, como conviene a la buena literatura, no ha perdido ninguna vigencia.
El libro comienza con una confesión explícita del escritor. Lo que veremos no es otra cosa que un producto de su ‘imaginación’. Por otra parte, él mismo desconfía de la viabilidad para contar la verdad pura. “La verdad -en la mayoría de los casos- tiene una vida breve, eso lo sabemos muy bien. Tratándose de hechos del siglo XIX, la veracidad reduce sus posibilidades considerablemente. Con este prólogo, Basterra renuncia a la pretensión historiográfica, antes de arrancar. Esta confesión auxiliará nuestra labor, que ama la ficción y elude la medida de realismo, para justipreciar un texto literario.
No obstante lo advertido, el texto está muy documentado… Hay que decirlo. En el relato, que está organizado en capítulos brevísimos, se reconstruyen las circunstancias en que ocurre lo que sabemos desde el principio: habrá una matanza ritual perpetrada por una treintena de gauchos que liquidará sin miramientos a los “gringos, vascos y masones”. Este grupo que, según la perspectiva de su ideólogo apodado “Tata Dios”, eran casi los ángeles exterminadores de un apocalipsis argento.
Como un impulso xenofóbico nace la furia en el personaje de Gerónimo Solané, curandero devenido en apóstol de un errático cristianismo. Es a quien conocemos como “Tata Dios”.
El motivo pasional parece haber nacido de un hecho irrelevante, de un comentario sufrido cuando era niño y pronunciado por un irlandés de la misma edad. En el momento en que se revele este dato, el lector tendrá que pensar en la teoría del caos, en el encadenamiento de razones que se trenzarán para acabar cobrando vidas inocentes.
Pero aquí, en el principio, veremos un daguerrotipo de los “apóstoles”, los ejecutores de los crímenes. “El Mesías” será descrito con detalle, al igual que su mundo circundante. Y allí mismo oiremos, como un anticipo, la voz de Gerónimo diciendo: “No hice nada. Solo traigo la palabra del Señor y el poder de la Naturaleza.”
Si la primera se ajusta al lenguaje de predicador, la segunda suena a amenaza. Si la Naturaleza prevalece, habrá cazadores y cazados, predadores y presas.
Ya se inaugura un planteo ético o, quizá, político que atraviesa todo el texto. La mención a Esteban Echeverría, con sus rimas, y el apodo que le concede a Gerónimo su padre: “Mi pequeño Robespierre” así lo acreditan.
¿Cuál será el dilema que se desliza detrás de este hecho particular de la historia de Tandil?
Pues, por lo pronto, refiere las dos facciones del pensamiento decimonónico de estas pampas: la visión unitaria, montada en una mirada europea, la frecuentación de Echeverría, y alguna que otra mención a Voltaire.
Y, por otra parte, se convoca su contracara, seguramente federal, que privilegia lo local, la tierra adentro… Todo desde un salvajismo e ignorancia incluso mayor, que confunde los propios límites para progresar, con la maldad de los extranjeros.
La referencia a Robespierre, lo menos civilizado del ideal francés, está puesta en boca federal y dedicada también a un federal. Quizás en esto se devele la preferencia federal siempre por los exponentes más violentos, incluso del bando opuesto.
Esta batalla latente entre unitarios y federales se reedita frente a la llegada de los “gringos”. El asunto de la masonería permanece en una nebulosa que los gauchos agresores no parecen comprender. Lo que seguro entienden es que “La única bandera de la patria debe llevar el rojo punzó […] Pensar cualquier otra cosa nos convierte en traidores.”
La polémica continúa: “De Sarmiento se puede esperar. No es sanjuanino -dijo Solané contra toda evidencia-. Es un gallego infiltrado para destruir nuestras tierras. Pero decir eso de Urquiza es blasfemar contra Dios.”
En el sustrato de estas sentencias se descubre la necesidad -y el hábito- de convertir la ideología en una religión, que es el modo más simple de romper los parámetros de lo racional y lograr adherentes emocionales para una causa. Ya entonces emerge un dogma hacia el que se obliga quien quiera preciarse de “buena gente”.
El discurso incluso desnuda algunos mecanismos de la discusión que continúan practicando los herederos de uno y otro bando en la tradición argentina: por todo argumento que no se tenga, basta con desacreditar al hablante, acusándolo de esto o aquello, y asimilando sujetos diferentes, sin ninguna prueba de familiaridad.
“Habría que ver las razones por las que su amigo habló de esa manera. Lo más seguro es que quiso darse importancia, y además, ¿qué diablos hacía en la reunión? Seguramente él también era masón, y ese apellido, Fernández, es gallego también, como el de Sarmiento.”
Pero, volvamos a nuestro antihéroe: Cuando el “predicador” estuviera por llegar a instalarse en Tandil, lo precedería la fiebre amarilla.
Muchos habían atribuido la desgracia a los ‘gringos’, y Tata Dios aprovecharía muy bien el caldo de cultivo: “El mal está entre nosotros. Lo traen esos extranjeros en sus barcos. Está en ellos. Ninguno de nosotros sobrevivirá al contacto.”
El relato continúa presentándonos a su San Juan Bautista, que se adelanta y anuncia la venida del “Mesías” entre los gauchos de la zona. Se trata de Jacinto Pérez, al que apodan “el adivino” o “San Jacinto”.
A él corresponde evangelizar; enrolar a los soldados de esta guerra santa contra extranjeros y masones. Así instruye el tatadiós a su acólito: “El 1º de enero del año que se acerca, arreglaremos cuentas con éstos. El suelo puede hundirse, pero de sus profundidades y en las proximidades de la piedra surgiré con la bandera punzó para liberar a los oprimidos y los pobres de este yugo de vergüenza. No le voy a decir nada más por ahora, pero recuérdelo y, sobre todo, hable con la gente.”
Más tarde, iremos conociendo en detalle el modo en que “San Jacinto” va ganando a los distintos apóstoles.
“Algunos de estos hombres tenían pasados federales y eran diestros en el manejo del degüello…”
Al pie de una de esas descripciones se incluye un texto de Hilario Ascasubi. Pedro Rodríguez, uno de ellos, “como un anuncio de su futuro, recitaba los versos mazorqueros”. Se trata de un poema gauchesco que hiela la sangre frente a la crueldad a la que parecen habituados estos gauchos que provocarán la tragedia.
A la pregunta lógica de cómo logran Jacinto y el Tata Dios convencer a esos hombres, el texto nos dice: “Conozco muy bien el país., sé muy bien de lo que hablo. Aquí mismo en el Tandil, la plata se la llevan los extranjeros, esos gringos de mierda y el vuelto, los políticos. Ninguno de estos va a poner el cuero en la guerra. No vi a ninguno en mi paso por el ejército. Son afeminados -Solané puso mucho encono en el término- y andan como el ñandú a las corridas, mostrando el culo. […] Siempre le digo a la gente: el camino de la prosperidad del gringo es el camino de nuestra pobreza.” El odio que pudo haber sido personal en tiempos infantiles se alimenta de argumentos que enardecen a quienes pasan necesidades, han sido enviados a la frontera, han perdido todo, y se convirtieron en desertores o forajidos. De hecho, la identificación entre los gauchos y los delincuentes se explicita en un capítulo que se denomina “Tandil. Los ladrones”.
Así, la narrativa se organiza en varios capítulos de logrados dramatismo y verosimilitud. La indagación ética que se infiltra sutilmente resulta tal vez lo más valioso que deja la lectura, más allá del goce estético. Y unas cuantas citas y algunas explicaciones sobre normas y prácticas de la época revelan la investigación histórica.
El discurso se permite un tono, por momentos, cínico. Es posible verlo claramente en el capítulo dedicado al fusilamiento de dos de los condenados, que es el punto estético más alto y característico.
“Pocos meses antes habían visto con sus propios ojos los visajes y la oleada musculosa que recorría el rostro de las víctimas pasadas a cuchillo. La certidumbre de esquivar esa muerte terrible los llenaba de una especie de contento y agradecimiento. Tata Dios había tenido razón, al final: sus pecados iban a ser perdonados.”
Estas últimas palabras son una muestra del sarcasmo que mina el relato. Curiosamente, se plantea la bendición involuntaria de dos asesinos, en cambio de enfatizar el desgarramiento del resto. Un resto, que se vulnera por segunda vez, cuando no se expresa la justicia genuina. La intención sardónica no se hace presente solo aquí, y esto mismo desperdigado en el conjunto concede una gracia mayor a la novela.
En suma, en un lenguaje estilizado, pero plagado de guiños lingüísticos que se dejan animar por la gauchesca, la obra es efectiva, sostiene el interés y deleita.
* Docente y escritora
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