Lunes 05 de mayo 2025

Viejos, cerdos y sabihondos

Redaccion Avances 13/10/2024 - 12.00.hs

¿Qué nos queda? Por nuestra parte, enhebrar la aguja de la literatura y dar puntadas sobre el opaco esplendor de la vejez para recordar -casi al azar- lecturas que retocan el significado viviente de la gente mayor.

 

Daniel Pellegrino *

 

Cuando vuelven los días en que los jubilados son apaleados frente a la sede del Congreso en la capital de la República, el Papa se entera del precio del gas pimienta, los grandes medios de comunicación advierten que es un espectáculo tan digno como un evento climático de mediana intensidad y algunos diputados bajan a la calle a mirar de cerca el efecto del ajuste y luego van a comer un asado.

 

Ya es una larga tradición la de arruinar la vida de los mayores como si no importaran sus trabajos, historias de vida, sus aportes a la trama que afirma los colores y el perfil cultural de las distintas regiones del país.

 

Si imaginamos estos sucesos en el espacio de la contemporaneidad, el episodio de los jubilados se acomoda dentro de uno de los grandes traumas heredados del siglo XX, tal como lo refiere el historiador Eric Hobsbawm: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX” (Historia del siglo XX, primera edición Argentina, 1998).

 

¿Qué nos queda? Por nuestra parte, enhebrar la aguja de la literatura y dar puntadas sobre el opaco esplendor de la vejez para recordar -casi al azar- lecturas que retocan el significado viviente de la gente mayor.

 

Otras vejeces y disturbios.

 

En principio, dos referencias breves de la Antigüedad. En la Biblia, y probablemente en la gran mayoría de las religiones del mundo, los viejos administran justicia y conducen al pueblo hacia mejores destinos. Moisés en el Antiguo Testamento lleva al pueblo fuera de Egipto, dan vueltas durante cuarenta años en el desierto antes de llegar a la tierra prometida. Este profeta, líder religioso, legislador, gobernante, etc., tuvo tiempo de hacer muchas cosas porque -según el conteo de la Biblia- murió a los ciento veinte años de edad.

 

‘Senado’ es una palabra prestigiosa que proviene del latín ‘senex’ (anciano) y se la traduce como ‘Consejo de Ancianos’. El más notorio, el Senado romano, contó con la figura del político, orador, filósofo, Marco Tulio Cicerón (106 - 43 a.C.) quien escribió un tratado sobre la vejez (De senectute). En una de las argumentaciones defiende a los ancianos contra la idea de ser sujetos pasivos y ociosos (espero citarlo mejor de lo que hizo el presidente Milei): “Las cosas grandes no se hacen con las fuerzas, o la rapidez, o agilidad del cuerpo, sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión; cosas de las que la vejez no solo no está huérfana sino que incluso suele acrecentarlas”.

 

Por otro lado, cierta poesía, especialmente la lírica, se ha inclinado no tanto por exaltar la sabiduría de los viejos sino por agarrárselas con el paso ligero del tiempo. Así, Mimnermo, poeta griego arcaico (vivió a finales del siglo VII a.C.), se lamentaba: “La triste y deforme vejez/ pende enseguida encima de nuestra cabeza, / hostil a la vez y ruin, que cambia la faz de los hombres/ y, abrazándolos, daña la vista y su mente”.

 

Quizás con un espejo a mano, siguió lamentándose: “vejez, que hace al hombre feo y malo a la par, /sin cesar le consumen el alma los viles cuidados, / ya no se alegra mirando los rayos de sol, / los muchachos lo odian, lo vejan también las mujeres”. Este tipo de poesía melancólica y hedonista llega hasta nuestros días; siempre habrá alguien que añore la juventud perdida y maldiga el avance de los años.

 

Hacia la híper-modernidad.

 

El siglo XX exacerba la concentración urbana a la par que escala la sociedad industrial y de consumo. Buen clima para nuevos desaires sobre las personas mayores. Falta de respeto, conflictos generacionales, malos tratos, el descrédito a la experiencia, abren caminos oscuros que el arte de la ficción recoge.

 

Por ejemplo, en la distópica novela de Anthony Burgess, “La naranja mecánica”, el adolescente Alex y su banda, entran en acción.

 

“-Viejo veco (sujeto) perverso -dije, y comenzamos a jugar con él. Pete le sostuvo las rucas (manos) y Georgie consiguió abrirle la rota (boca), y el Lerdo le arrancó los subos (dientes) postizos, arriba y abajo. Los tiró al suelo, y yo se los machaqué con las botas, aunque eran más duros que una piedra, como que estaban hechos con un nuevo y joroschó (buen) material plástico. El viejo veco empezó a refunfuñar no sé qué chumchum- uuf aaf uuf -de modo que Georgie le soltó las gubas (labios) y le descargó una buena en la rota desdentada con el puño anillado, y entonces el viejo veco comenzó a quejarse de lo lindo y le brotó la sangre, hermanos míos, y qué hermosa era. Así que nos limitamos a sacarle los platis (ropas), y lo dejamos en chaqueta y calzoncillos largos” (1962; primera edición en castellano, 1976).

 

La víctima es un profesor de ciencias a quien también le rompen los libros que lleva. Las fechorías por el estilo siguen narrándose en esa particular jerga, llamada ‘nadsat’, hasta que Alex es atrapado y pasa algunos años en la cárcel donde se somete a un cruel programa de reeducación social. Cuando vuelve a las calles, se encuentra con ex compañeros cambiados: algunos son policías, trabajan, tienen novias, hijos; han madurado. Alex cumple 18 años y se siente viejo y piensa también en cambiar hacia una vida burguesa, aunque en el desenlace de la narración este propósito es ambiguo.

 

Por esta misma época hay una versión argentina, por decirlo de alguna manera, del ataque a los viejos. Adolfo Bioy Casares publica “Diario de la guerra del cerdo” (1969). El título ha sido más exitoso que la novela misma. También aquí un grupo de jóvenes se divierte en hostigar y matar viejos en una Buenos Aires barrial. La novela se concentra en el personaje de Isidro Vidal, un maestro jubilado y su grupo de amigos quienes se reúnen en la plaza o juegan al truco. Sin embargo la novela no pasa de un juego criminal donde nadie parece mancharse con sangre (al estilo de las novelas de enigma clásicas). Posteriormente, Vidal encuentra el amor de una mujer joven y en tal encrucijada parece zafar de los perjuicios de la vejez. La versión cinematográfica de Leopoldo Torre Nilson (La guerra del cerdo, 1975) remarca este final feliz.

 

La garra de los veteranos.

 

Además de los viejos machacados, hay una literatura que tiende a rescatar y ampliar las enseñanzas que dejan las heridas de la existencia.

 

Pasar de la ciudad a la vastedad de los desiertos parece una condición necesaria para entender el residuo que flamea en los viejos luchadores. El océano es un buen desierto para contemplar la propia estampa humana. Así, con “El viejo y el mar” (1952), Ernest Hemingway rompe los límites corporales de la vejez y se expande hacia un temática que supera el individualismo y la aventura biográfica pura. El viejo pescador (cubano) Santiago exhibe una confrontación negativa entre su edad y el mundo adverso de sus desgracias. Sin embargo, se echa a la mar en busca de su propia reivindicación. Atrapa un enorme pez espada y con paciencia intenta llevarlo hacia la costa.

 

La voluble fortuna no lo acompaña, lo atacan los tiburones y llegará a la playa solo con una parte del esqueleto, y la cabeza, del gran pez. Este aparente fracaso no hace sino reafirmar su esfuerzo vital ante el desastre y provoca en los otros, que no daban nada por él, asombro y respeto. El pescador es capaz de enseñar a luchar aun con las últimas fuerzas. La síntesis de su ‘pelea’ con el simbólico gran pez es una frase que se ha hecho célebre: “-Pero el hombre no está hecho para la derrota- dijo [Santiago] -. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.

 

En nuestra zona de la pampeanidad, Juan C. Pumilla trazó un rescate sentimental a través del libro “Viejos, tras un retazo del olvido “(1998). En el texto asoman semblanzas de su propio padre, del ‘negro’ Castillo, Morisoli, Norberto Righi, Raúl D’Atri, entre otros. Las personas/personajes están provistas con un cierto halo benefactor capaz de mejorar la vida de los otros.

 

Volvemos a desviarnos de la ficción para mencionar un ensayo de Edgar Morisoli (1930-2020) titulado “La cátedra del Desierto”, de 1994. Un texto cuyo punto de vista se extiende a toda su obra literaria y responde a la ‘ciencia’ del campo abierto, de la travesía, donde subsisten individuos que conservan una sabiduría de pocas palabras y de mínimos gestos. No necesariamente son ancianos: “hombres y mujeres del ámbito rural, gente de nuestros confines, puesteros, pirquineros, remeseros, siete oficios de chacra, monte y pueblo”, quienes le han dado lecciones ‘ecologistas’ (como cuidar la leña del monte, no matar una picha que amamanta). La sola presencia de tales personas, sostiene Morisoli, recrean “una cosmovisión americana” de resistencia y utopía (es la manera de toda una generación de artistas en la que se inscribe Morisoli para igualar a los habitantes de la desolación, en este caso pampeana, con el resto de los americanos que han sufrido la humillación y el despojo del colonialismo). En la vastedad del desierto pampa perviven quienes enseñan valores cardinales de acuerdo a determinados valores que se suponen auténticos y propios de la tierra que se habita. Roberto D. Hepper pone una corona humorística a este punto de vista con el cuento “A la luz del candil” (Dieciséis arribeños. Cuentos del cercano Oeste, 2013). El narrador presenta a dos enviados del gobernador de la Provincia quienes visitan al viejo criollo don Julio Miranda, habitante del Oeste, cuya sabiduría, experiencia y saber infuso viene de lejos, no aprendido en las instituciones ni en la ciudad. Lo visitan el ministro de Educación y el secretario de Cultura: “-El propio gobernador nos encargó que lo hiciéramos. Es que ha ocurrido un desastre. Un colapso energético, como lo llaman los científicos… ¿No se enteró?”. El petróleo se acaba, parece inevitable, y consideran que don Julio podrá “enseñarnos de nuevo” a vivir sin ese recurso vital.

 

Don Julio ofrece a los visitantes graciosas lecciones de vida de acuerdo a su entorno (uso del fuego, hornilla, caldero, alimentos) sin que él mismo intervenga. Como es paisano ilustrado, predica volver al campo y repartirlo equitativamente: “- Un pedazo pa’ cada uno, pero un pedazo que alcance pa’ vivir. Trabajando, claro, produciendo… otro de los problemas de ustedes es que tienen mucha gente pa’ los papeles y muy poca con la pala…”

 

Paisana.

 

La puntada final de este artículo está dedicada a la poesía de Julio Domínguez (Algarrobo del Águila, 1933 - Santa Rosa, 2007). Desde una sencilla enunciación poética, sin didactismo, la familiaridad de los versos del ‘Bardino’ connota historia, vida y espacio entrelazados.

 

No es la poesía catedrática de Morisoli; la vena dominante en Domínguez surge del vocabulario llano que hace juego con el ritmo de los versos. Ejemplo es el poema “La bordadora” en el que describe el aura de una mujer: “La conocí en Emilio Mitre; / la tarde se desmayaba en sus agujas; / sus manos recobraban una antigua costumbre, / la de dibujar colores. / (Abuela silenciosa de los patios antiguos: por tus pasos callados regresa el hijo...) / Tabaqueras y pañuelos; / esa lenta y antigua costumbre que tienen las paisanas / de manifestar su sexo en las artesanías: / ancestrales raíces le daban su hermosura; / bordabas. Como acariciando la epidermis / de los hijos perdidos”. La aparente simpleza del poema no oculta la profunda apología de un personaje y su ambiente (lo mismo podríamos decir de obras como Corralera para don Pedro Zúñiga, La chilquita, Milonga baya, y así siguiendo). Más allá de la soledad y pobreza, de la percepción de las penas calladas, la poesía exhibe la ‘puesta en valor’ de una cultura ancestral.

 

Así que, dejando a un lado las citas clásicas o la crudeza de las novelas de Burgess y Bioy Casares, los otros textos ofrecen el gusto por ‘algo más’ en los pasos altos de la vida. No son consuelos ofrecidos por la literatura; son reconocimientos de que hay personajes y gestos literaturizados capaces de hacernos sentir una trascendencia. Los textos -sobre todo la poesía de Domínguez- intentan sugerir una identificación con la cual proyectarnos por encima de la bruta actualidad. En fin, reconocimiento entre la sugerencia literaria y una memoria sensorial para que sintamos valores de herencia, por fuera de los palos del Congreso.

 

 

La bordadora

 

(Julio Domínguez)

 

 

La conocí en Emilio Mitre;

 

la tarde se desmayaba en sus agujas;

 

sus manos recobraban una antigua costumbre,

 

la de dibujar colores.

 

(Abuela silenciosa de los patios antiguos:

 

por tus pasos callados regresa el hijo…)

 

Tabaqueras y pañuelos;

 

esa lenta y antigua costumbre

 

que tienen las paisanas

 

de manifestar su sexo en las artesanías:

 

ancestrales raíces le daban su hermosura;

 

bordabas. Como acariciando la epidermis

 

de los hijos perdidos.

 

No me acuerdo de tu nombre:

 

Carripilón, Contreras o Covarrubias.

 

Me acuerdo sí de las matras que doblabas

 

allá en “Médanos Negros” con pausada ternura,

 

como para que se acostara la vida.

 

(Ahora te recobro, silenciosa y atenta

 

en quehaceres cotidianos

 

y vuelvo por el tiempo a besarte las manos abuela

 

copiadora de los colores del paisaje…)

 

¡Leche dulce... donde mi canto bebe!

 

* Colaborador

 

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