Lunes 05 de mayo 2025

Yo, Martín

Redaccion Avances 12/05/2024 - 12.00.hs

En una nueva columna literaria, Fabián Soberón ofrece un cuento de su autoría. Es escritor, cineasta y profesor universitario y ha publicado varios libros; además de ganar premios y participar en importantes festivales.

 

Gisela Colombo *

 

No fue una noche cualquiera. La luna dominaba el empedrado de la municipalidad. Esa luz era un anuncio de lo que vendría.

 

No fue una huida, en primer lugar. Ni fue el efecto de las oraciones de mi madre ni la fuga por el maltrato y la incomprensión de mi padre. Nada de eso. Desde chico tuve el deseo de irme de mi casa, de este mundo. Fue un deseo que tuve, irrefrenable, sin por qué.

 

¿Quién puede saber por anticipado lo que Dios hará con su vida? Nadie. Ni siquiera los santos.

 

Las versiones que han circulado en el pueblo son blasfemias. Me han convertido en homosexual reprimido, en ladrón, en vengador. Me han acusado de aprendiz orgulloso, de pintor mediocre, de aprovechador del dinero del Estado. Algunos han llegado a decir que me fui a Europa y que vivo de pintar en las calles. Todos se equivocan. Y se equivocan porque no tienen fe. La fe es lo único que nos hace falta.

 

Las personas que están en lo cierto son mi madre y Sarita. Desde que me fui, digamos, ellas han rezado durante noches largas y son las únicas que saben la verdad. Pero no toda. Sólo Dios la sabe.

 

Algunos ya conocen mi historia. Empecé con una virgencita en el patio de mi casa. Mi madre estaba encantada. Su sueño había sido tener un hijo cura así que la idea de pintar una virgencita la emocionaba y la hacía creer en que su sueño era posible. A mi padre nunca le importó nada. Lo único que hizo en su vida fue dedicarse al vino y a los amigos de la esquina. Pero esa es otra historia.

 

El preceptor de mi curso era amigo de mi madre por ese entonces, antes de que mi padre se pusiera celoso y lo corriera. El preceptor vio la virgencita de mi casa y me hizo el encargo. Movido por una fuerza ciega, pinté un Jesucristo en el patio interno, cerca de los baños para varones.

 

Por pedido de la directora, inspirada en el Jesucristo del patio interno, copié un San Sebastián sufriente. La directora no quería ser menos que el preceptor y, seguramente por competencia, me pidió una figura más grande, más sufriente y con más heridas en el cuerpo. Eligió la pared de entrada a la escuela. Lo que hice fue revisar algunas imágenes de Wikipedia. Encontré la versión de Leonardo y sólo le hice algunos retoques. No se entienda mal: no quiero decir que retoqué la maravilla de Leonardo sino que cambié algunas cositas para que la imagen fuera más grande y entrara en la pared que recibe a los alumnos. Pero al fin de cuentas, era una copia barata de la pintura de Leonardo. Quién pudiera ser Leonardo, ¿no? Bien, aún queda una sombra de lo que hice aquella vez.

 

Hice otros trabajos en dos escuelas y la repercusión empezó a ganar la calle. Me convertí en el pintor de las figuras religiosas.

 

La gente no tiene fe, no cree. Yo lo tomaba como un pasatiempo. Nadie se daba cuenta de que yo estaba cambiando, de que las pinturas y los trabajos con las tapitas de las gaseosas era un avatar, una cosa secundaria, un medio para llegar a lo que soy. Lo más importante estaba ocurriendo en mi alma y, a través de mi alma, en mi cuerpo.

 

La resonancia de mi trabajo llegó al intendente. Y ahí me contrataron para representar un grupo de ángeles en una pared de la municipalidad. Era un trabajo con sueldo. A mí el dinero no me importaba. Sólo lo hice por mi madre y por mí, obviamente. Desde el primer instante supe que estaba en manos del Señor.

 

A la mañana siguiente encaré el planteo del tema y plasmé el boceto. Volví a mi casa, almorcé con mi madre –mi padre no estaba– y cuando me acosté a dormir la siesta tuve la sensación de que sería mi última estadía en casa. Antes de salir en dirección a la municipalidad, llamé a mi madre. Ella estaba viendo las noticias en la tele. La abracé. Ella sonrió y luego lloró. Me fui. Ella algo presentía.

 

Llegué a la municipalidad a las siete de la tarde. Acomodé los pinceles y materiales, subí a la escalera. Después de un par de horas, se fueron los empleados. El intendente se acercó al rincón y miró el boceto. Lo observé como si fuera una despedida. No tenía un lazo con él pero fue el intendente el que nos permitió completar el plan divino. Cuando me dio la mano para irse le agradecí. Él me miró sorprendido. Seguramente no entendía nada.

 

Nunca tuve ayudantes así que me quedé solo.

 

Promediada la noche, sentí que un hueso empujaba el costado derecho de mi espalda. Yo estaba cansado pero tenía ansias de terminar. Bajé de la escalera y me tiré en el sillón que habían dejado a mi lado. El silencio reinaba como la luna de plata. Al tratar de apoyar la espalda, sentí una leve incomodidad. Era el borde de las alas. No pude recostarme.

 

Me encomendé en Dios y empecé a rezar. Al fin y al cabo, era lo que había deseado siempre.

 

Me levanté del sillón y seguí. El primer ángel ya estaba terminado.

 

Al empezar a retocar el segundo ángel, sentí que me despegaba del piso. Recé en voz baja y después fui subiendo el volumen. Estaba solo y ningún humano impediría que cumpliera el objetivo. Sólo el ladrido de algunos perros interceptaba el silencio nocturno.

 

Seguí elevándome y miré las cosas humanas de otro modo. Sentí un alivio extraño, nunca visto. Suspiré, recuerdo, en ese instante. Y tuve las caras de mis amigos y de mi madre, que me acompaña siempre. Mis piernas temblaron levemente. Me agarré de la escalera y seguí pintando.

 

Un aire nuevo infló mis pulmones. En ese instante sentí que debía disfrutar lo que venía. Puse mis brazos en jarra y me quedé mirando la luz de plata de la luna. Las estrellas iluminaban el cielo refulgente.

 

Moroso, obsesivo, terminé el segundo ángel y luego me dediqué a los que faltaban.

 

Al acabar la obra, quise bajar de la escalera pero una fuerza me impidió el descenso.

 

No puedo afirmar en qué momento me convertí en lo que soy. Después de un rato en el aire, percibí que ese era mi elemento, que había estado allí desde siempre y supe que no volvería a la tierra. Una felicidad indómita e incontenible se dibujó en mi cara. Lo único que lamenté es que no hubiera nadie para verme, ya que así se hubieran eliminado las cosas turbias que se han dicho sobre mi persona. Naranjo esquina es un mar de especulaciones ruinosas y baratas.

 

Las alas me elevaron hasta una altura impensada. Al lado de unas nubles volátiles y negras –desde un punto que ningún humano puede considerar– vi el conjunto de la obra. Y me regocijé.

 

Volví a rezar. Lo único que hice en ese instante fue rezar.

 

No quise volver a mi casa. Estaba seguro de que mi madre lo comprendería.

 

Fui elevado por el Espíritu santo. Doy gracias a Dios y a todos los santos por la vida que llevo desde la primera noche feliz.

 

Fabián Soberón es escritor, cineasta y profesor universitario. Ha publicado La conferencia de Einstein, Vidas breves, El instante, Mamá, Ciudades escritas, Cosmópolis, Edgardo H. Berg y Naranjo esquina. Ganó el 2do Premio del Salón del Bicentenario. Colabora con revistas de Nueva York, Miami y Buenos Aires. Fue invitado al Brooklyn Book Festival y al Festival de la Palabra (Puerto Rico). Parte de obra fue traducida al inglés, francés, italiano, rumano y portugués. Como director de cine, realizó los documentales Hugo Foguet. El latido de una ausencia, Ezequiel Linares, Luna en llamas (Sobre Inés Aráoz), Alas (Sobre Jacobo Regen), Groppa. Un poeta en la ciudad y Soy Bernabé Aráoz (2024), entre otros.

 

* Docente y escritora. Compiladora

 

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