Domingo 15 de junio 2025

Afilador: un oficio en vías de extinción

Redacción 15/11/2009 - 01.53.hs
Tiene 70 años y es uno de los dos afiladores en actividad que quedan en Santa Rosa. Sale todas las mañanas con su flautín a recorrer los barrios. "Es un oficio sin futuro, porque no hay a discípulos que quieran aprender", se lamenta José.
El inconfundible sonido de una armónica de plástico anuncia su paso por el barrio. Anda por las calles polvorientas sobre una bicicleta playera violeta, adaptada con para máquina de afilar con algunos fierros viejos. Escucha el llamado de un cliente y se detiene a la sombra de un árbol. Observa el cuchillo, las tijeras: "te cobro 15 pesos por los dos", dice. Apoya la bicicleta sobre un pie metálico para dejar levantada la rueda trasera, en la que conecta un viejo cordón como improvisada correa, y pedalea para que gire su piedra circular. Miles de chispas astillan el aire cuando apoya el acero sobre la rueda rugosa. En menos de 20 minutos termina su tarea, tan simple como efectiva.
"El afilado es un oficio en vías de extinción, a los pocos ejemplares que quedamos nos tendrían que meter en una reserva pero ni así seríamos más" se ríe. José Coronel nació hace 70 años "en el viejo hospital de Santa Rosa", en Raúl B. Díaz y Santa Cruz, y vivió 40 años en Buenos Aires. "Creo que hoy existe una mentalidad diferente, es un oficio artesanal, muy noble, pero cada vez hay menos sitio en el mundo para estas cosas. El cuchillo siempre va a existir, pero no hay aprendices para afiladores. A muchos les provoca asombro, a veces afilo en La Recova y la gente se acerca y me rodea para mirar, pero ninguno piensa en hacerse la bicicleta. Y es una lástima porque es un oficio rentable que permite vivir dignamente y conocer gente muy diversa. Yo tengo una amiga jueza, un médico, otros amigos que juntan basura, y todos me enriquecen".

Afilando la vida.
Aunque tiene 70 años, no lleva mucho tiempo como afilador. Decidió salir una mañana que su familia no tenía para comer. "Me levanté y no había ni yerba para el desayuno. Salí a caminar y rezar un poco: Señor ellos no tienen la culpa, si quieres juzgarme a mí, ya estaremos cara a cara, pero ellos no merecen sufrir esto de no tener para desayunar, le dije". No terminaron ahí sus oraciones: "yo no quise aprender, pero a vos que adiestrás las manos para la batalla, te pido que adiestres la mía. Me voy a armar la bicicleta, sólo te pido la sabiduría para afilar. Y el milagro se hizo. Desde ese día jamás faltó el pan en la mesa de mi casa", afirma. Aunque hoy goza "la dicha de ser un jubilado gracias al gobierno de Néstor Kirchner", el afilado le sirve "para sustentar a mi familia, porque mis hijos tienen esperanza en el deporte y quieren llegar a algo en el boxeo".
Para José es un asunto divino: nunca quiso aprender pero igual llegó a este destino. "Al oficio me acerqué en Buenos Aires, aunque me desempeñaba en otras cosas. Durante muchos años tuve un reparto importante de ajo y me alcanzaba bien para vivir". Residía en Moreno, donde "tenía un amigo de apellido González, pastor evangélico y afilador. Siempre me decía ¿por qué no aprendés a afilar? Insistía muchísimo, pero yo ni pensaba en cambiar; hoy acepto los cambios pero entonces todavía no. El me decía: cada peso que cobrás es para vos, porque la inversión se hace una sola vez".
Un día su amigo comenzó a llevarlo con él. "Vení conmigo, me dijo, que mientras voy afilando vos hablás con los clientes. Fuimos a Castelar y así hicimos: él afilaba, yo charlaba, y conseguimos una buena clientela. Siempre me pedía que mirara cómo afilaba el cuchillo y me enseñaba. Yo le decía "sí, sí", pero lo que menos quería era aprender. Creo que aprendí a la fuerza", reflexiona.
José es hombre de fe, que asiste a la iglesia evangélica y todas las mañanas parte a llamar clientes con su armónica amarilla. "Salgo sin saber adónde iré, nunca tengo nada planeado, pero una voz interior me lleva a los distintos barrios y siempre alguien me da trabajo. Si resulta gente humilde, la primera vez no le cobro nada o le hago dos cuchillos y cobro uno: es una cuestión de fe, después de eso seguro que aparecen muchos clientes más".

 

La vuelta al pago,.
Se marchó a Buenos Aires en 1960, a los 21 años. Allá se casó con una chaqueña de Tres Isletas y tuvo siete hijos: Claudio, Elías, Esteban, José, Sarah, Susana y Natalia. En 2001 volvió con toda su familia a Santa Rosa. "Me asaltaron muchas veces, porque me metía en Fuerte Apache, en Carlos Gardel. Una tarde volvíamos de un casamiento en la iglesia. Yo traía una cartera con unos libros. Cuando cruzamos el arroyo Las Catonas por un puentecito improvisado, tres chicos nos atacaron. Uno me abrazó por la espalda, me apuntó con un revólver y manoteó la cartera. Otro encañonó a mi mujer y un tercero observaba. Finalmente, nos dejaron ir. Para mí, fue un milagro: si antes de irse te miran y te dejan vivo, es como si te perdonaran la vida, porque ellos matan por matar". Cuando se alejaban, José les ofreció una biblia: "les puede servir", dijo. "Quédesela maestro, que en mi casa tengo tres", le contestó un ladrón.
"Al otro día le dije a mi mujer, vendemos todo y nos vamos de acá. De ver tanta sangre se pierde la sensibilidad y se empieza a hacer costumbre andar pisando cadáveres. Así que me volví para Santa Rosa".
El viaje también fue de película. "Vine en un Fiat familiar medio destartalado, con mi esposa, mi hija mayor y mi nieta. Nadie creía que podía llegar, y la verdad no llegamos porque un coche nos chocó de atrás cerca de Carnes Pampeanas. Al resto de la familia, que había quedado en nuestra casita, los traje a dedo, de a dos por vez con una mochila. Hice varios viajes así".
Se instaló en una vieja chacra al noroeste de la ciudad, con sus hijos, sus nietos, algunas gallinas, una cabra. "A los chicos los estimulé para que entrenaran boxeo, pensé que sería bueno que tuvieran alguna actividad. El mayor, Claudio, ya hizo su carrera. El que le sigue, Elías, que está por hacerse profesional: el 20 pelea en el club Argentino. Tenemos muchas esperanzas puestas en él", dice.

 

Sabiduría en equilibrio.
"Hice 33 peleas como aficionado, la última con Miguel Angel Campanino. Tuve que retirarme después porque me detectaron un problema encefálico. Ahora, desde el otro lado, desde la vereda de enfrente, al boxeo ya no lo veo como un deporte, más bien me parece un juego brutal. Reunirse para ver a dos personas golpearse es una historia de gladiadores o de la Edad Media", reflexiona. Sin embargo, lo comprende como "una posibilidad para los jóvenes, que a veces buscan una puerta de entrada al mundo. Hay gente que sin ser rica tiene estudios, contactos, que le permiten acceder a una vida mejor, pero hay una clase ignorada, que no tiene esos contactos, que todos los días va a trabajar, con esperanza, con fuerza, una clase sumergida y destinada a no acceder a nada. Hay una clase programada en una máquina para ser pobres, y la otra clase, alta, rica o poderosa, los tiene programados para usarlos en cualquier momento, cuando los necesite, pero siempre entendidos socialmente como un remanente de pobres. Por eso, el boxeo es una puerta, una oportunidad para los pobres".
"No sé si alcancé sabiduría en mi vida. Trato de evitar los extremos, creo que el hombre debe buscar equilibrio, si la vida fuera un sube y baja habría que pararse en el medio" dice. Habla como un viejo sabio, José, uno de los últimos afiladores que quedan.

 


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