Pasión, negocio y televisión
River se fue a la B. Casualmente, o no, a partir de ese momento en el fútbol argentino se multiplicó el grado de irracionalidad que lo envuelve. Una locura que esta vez no tiene que ver con los desmanes que se producen en algunos espectáculos que congregan miles de asistentes, sino con una dirigencia que, mayoritariamente, se acomoda a cada situación de acuerdo a las circunstancias.
Esa irracionalidad tuvo su presentación cuando empezó a debatirse si River debía cobrar en la segunda división un monto diferente al del resto de sus rivales por la televisación de los partidos, algo que hasta ahora nadie había discutido durante años, aun a sabiendas de que no todos los clubes de esa categoría provocan mediáticamente el mismo efecto.
El segundo punto fue plantear el regreso del público visitante a los estadios, un debate que también había quedado adormecido desde hace un tiempo y sobre el que casi ningún dirigente tenía intenciones de volver a ponerlo en un primer plano, más allá de la sinrazón de que justos paguen por pecadores.
El último eslabón fue el proyecto, presentado a la sociedad de un día para el otro, de organizar un torneo de 38 equipos ascendiendo a la categoría A los de la B, pero a dedo, sin importar los méritos deportivos a pesar de que el fútbol -en su esencia- es una competencia. El fundamento central de la AFA para llevar adelante esta iniciativa, o mejor dicho de su eterno presidente Julio Grondona, es que la idea apunta a federalizar el juego. Una federalización, que bien puede dar testimonio el interior profundo, nunca estuvo entre las prioridades de la asociación.
River, a esta altura, parece ser la excusa. O una buena excusa. Como también la posibilidad futura de que otros grandes desciendan. Varios dirigentes y hasta el vocero de la AFA admitieron públicamente que el propio gobierno nacional presionó para este cambio de formato en un año electoral. Las desmentidas posteriores no convencieron ni a los propios declarantes.
Que el fútbol es un negocio -a pesar de la pasión auténtica de los hinchas-, y que la televisación es su principal sostén, no admite discusiones. Más bien sobran los ejemplos: en México dos cadenas (Televisa y Azteca) se dividen una torta publicitaria de 500 millones de dólares anuales y hasta son dueños de clubes; en Francia, otras dos compañías, France Télécom-Orange Canal+ han comprado los derechos por cuatro años a un costo de 956 millones de dólares; y en Italia, por el último campeonato, las firmas Mediaset y Sky aportaron 892 millones de euros.
Aquí, en cambio, es el Estado quien pone el dinero para que el fútbol se vea gratis, algo que no ocurría cuando una empresa privada lo ofrecía exclusivamente a través del cable. La medida, indudablemente, democratizó la pantalla, y ya casi no quedan voces que cuestionen esa decisión. Que después no comercialice esos espacios o los utilice para propaganda política es otra cuestión. O mejor dicho, en el fondo es el mismo tema, porque el que aporta los fondos resuelve cómo recuperar esa inversión. Un reciente Boca-River, jugado un jueves laborable a la tarde, le dio al canal oficial un rating de 23,5 puntos.
En este mercado persa cada uno hace su juego y el poderoso caballero don dinero quiebra convicciones y pensamientos. Aun a costa de parecer iluso, es bueno recordar que Racing, Juventus, Milan, Manchester United (el club que más derechos por televisión cobra en el mundo detrás de Barcelona y Real Madrid), Atlético de Madrid, Palmeiras y Corinthians alguna vez descendieron de categoría. La respuesta a toda esa irracionalidad con la que se abordan hoy los temas del mundo futbolístico, arrastrada por el negocio, es entender que hay ciclos de auge y ciclos de declive, como en cualquier justa deportiva. Aunque cueste entenderlo.
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