¿Hacia dónde vamos?
Cualquier análisis de la realidad actual del país, por somero que sea, obliga a preguntarse ¿hacia dónde va la Argentina o mejor: hacia dónde la lleva el actual gobierno? Lo paradójico es que, en líneas generales, el Presidente está cumpliendo lo que había prometido en su campaña electoral, es decir: el desguace del Estado.
Lo que seguramente no esperaban los esperanzados votantes -después haber pasado un diluido e intrascendente gobierno justicialista- era que las cosas llegaran a semejante punto, continuando una deuda externa monstruosa que crece y condiciona el manejo de los recursos naturales, la desaparición de la “justicia social” (una expresión de la que abomina el propio Presidente de la Nación) y la acelerada desaparición de los sistemas educativo y de salud, que fueran respetados aún por naciones del llamado Primer Mundo. Los ejemplos, claro, son muchos más pero podrían agregarse sin desmedro el desprecio del Ejecutivo por el interior del país –que no visita, ignora en emergencias y hasta se diría que desprecia en cuanto a los debidos apoyos— y la oposición desmedida a cualquier crítica o manifestación popular, especialmente si es masiva, alcanzando límites que sugieren la crueldad planificada. Sus más recientes esfuerzos políticos apuntan a que el Ejército, que nada quiere saber después del enorme desprestigio que sufrió con el Proceso y Malvinas, intervenga en determinadas formas de represión.
También hay un detalle sorprendente que es el negativismo y/o la incapacidad sorprendente de quienes acompañan al Ejecutivo dentro de los otros poderes que gobiernan el Estado, caso de la desinhibida colusión de algunos jueces, los legisladores que se manejan con estadísticas erróneas, o directamente falsas y escriben con monstruosos errores de ortografía al tiempo que inflan su currículum con incongruentes y descalificados estudios. Lamentablemente, quizás el mejor ejemplo sea el del primer mandatario, que se atribuía un doctorado incalificable. Semejantes actos traen del recuerdo rumores previos a los comicios sobre que los posibles cargos futuros no se orientaban a capacidades sino a aportes para el partido.
Pero donde la falta de rumbo (o rumbo equivocado) se hace más evidente es en la política de Salud Pública, con la falta de apoyo a los hospitales, el establecimiento de aranceles o la limitación de accesos. En el tema se ha llegado al absurdo de que el gran público prácticamente desconozca la identidad del ministro de Salud o la incongruencia de que el mismo funcionario explique y justifique su política ante el grupo de plutócratas que apoya y sostiene al gobierno.
Por la revulsión que ya se advierte en el país se diría que la gota que colmó el vaso en la materia ha sido el cuestionamiento al personal del Hospital Garrahan, un imprescindible orgullo argentino especializado en atención de la infancia. Y por si fuera poco, esa actitud se ve refrendada por las inhumanas declaraciones del director nacional de Discapacidad, al decirle brutalmente a la madre de un niño con esa condición que “si tu hijo nació con discapacidad, la responsabilidad es de la familia”. ¿Y el Estado nada tiene que ver?
Lo dicho, hay que reiterarlo, no es más que una mínima parte de una serie de hechos y medidas gubernamentales teñidas de un neoliberalismo que acaso no tenga par entre sus similares coetáneos. Más bien, parece directamente una marcha peligrosa hacia algo bastante parecido al fascismo.
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