La cámara lunática
No ha de ser casualidad que en una semana donde la cuestión del federalismo ha sido central en la agenda informativa, la aparición súbita de la famosa foto del cadáver de Justo José de Urquiza haya detenido de golpe el vertiginoso desfile de imágenes (dumbscrolling) a que nos han acostumbrado las pantallas de teléfono. No fue el morbo, seguro: si algo abunda en esa catarata de fotos en redes sociales, son escenas de víctimas de guerras y ataques terroristas, producidas con exquisita crueldad. Hay algo en aquel tosco fotograma de los restos del caudillo federal, que obliga a la pausa y la reflexión.
Karma.
Por alguna extraña fijación infantil, uno siempre asocia la muerte de Urquiza con el karma. Ha de ser la pasión por la historia contrafáctica, pero siempre flota esa idea de que lo mataron por traicionar a la causa federal cuando, teniendo aparentemente a su merced en Pavón a los ejércitos de Mitre, se retiró del campo de batalla sin reclamar el día que era suyo (Enrique V dixit).
Ah! qué tentador es pensar cómo sería Argentina si, en lugar de arrugar como un gusano, el entrerriano hubiera rematado la faena, y avanzado sobre Buenos Aires para violar a todos los hombres y matar a todas las mujeres, o lo que fuere que se estila en estos casos. ¿Hubieran desaparecido para siempre los exorbitantes privilegios de esa ciudad fundada por contrabandistas paraguayos? ¿Nos hubiéramos librado del diario La Nación? O, para no pedir tanto, ¿se les habría dificultado inferirnos esta seguidilla de tres presidentes, a cual más impresentable?
La verdad es que ni siquiera sabremos jamás qué pasó realmente aquel 16 de setiembre de 1861. Hay quien sostiene que lo de Urquiza no fue una traición, sino que se retiró a Rosario por la enfermedad renal que lo aquejaba. ¿Resignar un triunfo histórico sólo porque tenía que mear? No parece plausible, pero bueno, cosas más extrañas han ocurrido.
Tampoco hay claridad en los motivos concretos de Ricardo López Jordán, responsable de mandar al medio centenar de hombres que acabó con la vida del entonces gobernador de Entre Ríos. Toda la escena es caótica, incluyendo la presencia en el lugar de la esposa y dos hijas de Urquiza, que intentaron protegerlo mientras lo ultimaban a puntazo limpio, luego de herirlo en la boca con un escopetazo.
Muerte.
Tal parece que lo primero que se le ocurrió a la gente con el advenimiento de la fotografía fue esta idea de perpetuar la imagen real de los muertos, antes de que los gusanos hicieran su trabajo ecológico. Así es como en la segunda mitad del siglo XIX hay más fotos de muertos que de vivos, desde los campos de batalla de la Guerra de Prusia, hasta los supuestos homenajes como la foto de Domingo Faustino Sarmiento muerto, en su casa de Asunción del Paraguay: se dice que el fotógrafo tardó tanto en llegar y armar su equipo, que la fetidez era insoportable. Un héroe de su oficio, y no hay una calle que lo recuerde.
La foto de Urquiza se inscribe en esta tradición, que continuó luego cuando, durante la agonía de su archienemigo Bartolomé Mitre, el diario de su creación publicaba diariamente sus fotos de agonizante en una suerte de boletín macabro. Pocas décadas después, cuando la revista Gente hizo lo mismo con el caudillo radical Ricardo Balbín, la Corte Suprema argentina condenó la "innoble brutalidad" de esas fotos. Los tiempos, se ve, habían cambiado. O hay gente que no estudió historia.
Hay múltiples ejemplos de fotos de familia, donde padres e hijos posan junto al cadáver de un niño que acaba de fallecer, como era habitual en el siglo XIX, antes de que los progresos de la ciencia hicieran disminuir sensiblemente la mortandad infantil. Hay algo muy inquietante en esas fotos: como los tiempos de exposición eran necesariamente prolongados, los cuerpos de los vivos, que no podía evitar moverse durante la toma, se ven algo borrosos. El único que está en foco es el muerto, que por alguna convención cinematográfica, nos parece hoy el más vivo de todos.
Barthes.
En cuanto la fotografía lidia con "lo que ha sido", necesariamente debería seguir hoy asociada a la muerte. Incluso cuando las técnicas han hecho estallar todo el oficio que rodeaba a esta forma de producción de imágenes, y la cantidad de tomas diarias, ubicuas desde la irrupción de la tecnología digital, alcanza números trillonarios que sólo pueden provocarnos náuseas.
En "La cámara lúcida", su humilde intento de inventar una ciencia sólo aplicable a la fotografía, el francés Roland Barthes (ninguna relación con el pelado que luego fungiría como arquero de esa selección de fútbol) se preocupa especialmente por estos problemas. Y ya en aquellos tiempos lejanos (fines de la década de 1970, antes de Reagan, de Thatcher, de Juan Pablo II) se angustiaba por la creciente proliferación en la producción de imágenes.
¿Se puede vivir en un mar de fotografías que nos asaltan? Tal parece que si, pero el costo es alto: hay que practicar el cinismo en escala olímpica. Porque, como decía el personaje de Luis Brandoni en "Esperando la carroza", lo único que se puede hacer por esta gente es no pensar.
La imagen, se ve, ha perdido todo carácter sagrado. Hasta ha perdido credibilidad. Ni siquiera la imagen de un muerto nos evoca ya la muerte. Ni siquiera la de un niño muerto. Ni siquiera la de un niño asesinado cuando iba a rogar que le den comida. En alguna parte, nos dice nuestra coraza intelectual, hay alguna falsedad, alguna inteligencia artificial, alguna forma de antisemitismo que está tratando de enfermarnos.
PETRONIO
Artículos relacionados