Las penurias del pueblo sirio
La esperanza de Siria no está en los grupos radicalizados ni en los contratos de "reconstrucción" que comenzarán a ofrecer los vecinos poderosos. Está en la vitalidad y bonhomía de su pueblo, bien conocidas en Argentina.
JOSE ALBARRACIN
Siria nunca había sido un ejemplo de cohesión, desde que, un siglo atrás, un señorito inglés dibujó sus actuales límites sobre los despojos del Imperio Otomano. Un cóctel de etnias, nacionalidades y religiones altamente inestable, que venía arrastrando casi tres lustros de guerra civil. Pero la sorpresiva caída del la dinastía Assad, tras 53 años en el poder, abre un panorama que, si el resto de las experiencias de la "primavera árabe" -particularmente, Libia- enseñan algo, indicaría que el futuro sólo promete más inestabilidad y penurias.
Aliados.
La explicación más sencilla de lo ocurrido no hay que buscarla en Damasco, sino en los aliados que la sostenían. Rusia, Irán y sus aliados en el Líbano, Hezbollah, ya no estaban en condiciones de venir a socorrer al gobierno sirio de la nueva oleada de ataques rebeldes, un conjunto diverso de milicias, la principal de las cuales, conocida por la sigla THS (Hayat Tahrir al-Sham), es un desprendimiento de Al-Qaeda.
El líder de Hezbollah, Ismail Haniyeh, fue asesinado a fines de julio por un ataque explosivo israelí, mientras estaba de visita oficial en Teherán. La plana mayor del grupo, en tanto, fue diezmada en septiembre cuando también Israel los asesinó haciendo explotar los "pagers" con los que se comunicaban. A eso le siguió una serie de bombardeos por todo el Líbano que destruyeron su armamento y debilitaron su estructura militar, haciéndoles imposible cualquier incursión en Siria.
Por su parte, Rusia -cuya aviación había resultado crucial en el control de los rebeldes en Siria- está demasiado ocupada con la guerra en Ucrania como para distraer fuerzas en la defensa de un líder extranjero que, con su conducta errática, les había colmado la paciencia (no obstante, fueron los rusos quienes el domingo pasado extrajeron a Basher al-Assad de Siria y le dieron asilo en Moscú).
Irán.
Si los argentinos creemos que tuvimos un mal 2024, eso no es nada comparado con el año que tuvieron los iraníes, para los que la caída de al-Assad representa un fracaso muy personal. Un proceso que llevó al fortalecimiento de sus enemigos regionales como Arabia Saudita, Israel y Turquía.
En abril, Israel había bombardeado la embajada iraní en Damasco, y la respuesta de Teherán fue un masivo bombardeo con misiles y drones sobre territorio israelí, en lo que representaba una preocupante escalada en ese enfrentamiento. Pero el ataque con cientos de explosivos fue un fracaso: casi todos fueron interceptados -con ayuda logística de EEUU, pero también Arabia Saudita y Jordania- dejando al ejército iraní en situación de debilidad.
Sólo un mes después, el país sufrió la pérdida de su presidente Ebrahim Raisi, muerto en un accidente de helicóptero supuestamente debido a la niebla. El hecho provocó un vacío de poder: Raisi no sólo era presidente, sino un posible sucesor del Ayatollah Ali Khamenei.
A ello se sumó el bochorno del atentado que mató al líder de Hezbollah en un edificio gubernamental de Irán, y la posterior caída en combate del líder de Hamas, Yahya Sinwar. Ambas milicias han aceptado, o están en camino a hacerlo, un cese del fuego con Israel.
Trump.
Por si estas desgracias no fueran suficientes, el mes próximo asumirá como presidente en EEUU un presidente -Donald Trump- cuya visión de Siria es, en el mejor de los casos, de desprecio. En un raro momento poético se limitó a calificar a ese país de Medio Oriente como "un montón de arena y muerte".
Su posición sobre la caída de al-Assad la fijó, como es habitual, como un posteo en internet, declarando con mayúsculas fijas que Damasco "no es nuestro amigo" y que "no tenemos que dejar que nos arrastren" a ese conflicto. Alguien deberá informarle a Trump que los EEUU ya están en ese conflicto, con casi un millar de tropas destacadas en el este de Siria, cerca del límite con Irak, donde intentan controlar el avance de ISIS. Y que el nuevo gobierno sirio, si llega a consolidarse, tiene un pasado común con Al-Qaeda, responsable de los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Washington y Nueva York.
Desde Israel tienen las cosas más claras: Benjamin Netanyahu, quien por estos días desfila por tribunales -finalmente- para responder por sus actos de corrupción, salió rápidamente a anotarse la caída de Damasco como un triunfo personal, obtenido incluso -dijo- gracias a ignorar los "consejos" de Washington. Ni lerdos ni perezosos, y en otra (¿y van?) violación al derecho internacional, procedió prolijamente a atacar objetivos militares y navales sirios, dejando diezmada esa flota, con el pretexto de impedir que esos recursos caigan en manos de grupos extremistas.
Mientras tanto, los pobres sirios de a pie la tienen complicada. Los refugiados que ahora querrán regresar -sólo en Turquía y Líbano hay unos cuatro millones de ellos- y las familias que buscan reencontrarse con los presos políticos, muchos de los cuales comienzan a declararse muertos o desaparecidos. La guerra civil está lejos de haber terminado, y el nuevo gobierno -si es que llega a consolidarse- no parece muy propenso a las libertades civiles y religiosas.
La esperanza de Siria no está, se ve, en estos grupos radicalizados, ni en los contratos de "reconstrucción" que comenzarán a ofrecer los vecinos poderosos. Está en la vitalidad y bonhomía de su pueblo, bien conocidas en Argentina, que en su momento acogió a miles de ellos y les dio cobijo.
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