Un descenso a los infiernos
Sin llegar a ser un lugar común, es conocida –y justificada— la afirmación de que el periodismo puede ser un oficio muy peligroso. Un ejemplo elocuente lo podrían dar los más 150 reporteros (con mayoría de árabes y palestinos) que por una u otra causa han muerto en los enfrentamientos entre palestinos y el ejército israelí.
Hay, sin embargo, otra fase que influye sobre lo peligroso de la actividad: se refiere al aspecto intelectual y el constante deterioro que surge del contacto con las miserias humanas que la gente de los medios de difusión (las honestas al menos) deben recibir, analizar y difundir después en términos, digamos, aceptables. Porque los periodistas son –somos— seres humanos y como tales sensibles a las mentiras, la injusticia y el horror.
Los ejemplos son innumerables de este desgaste. Se dieron y siguen dando en todas las épocas. Sin embargo, hace unos días se recordaron un par de ejemplos que sacudieron la memoria de algunos colegas, tanto locales como extraprovinciales que quizás por juventud no los conocían o por madurez los habían sepultado en lo profundo del subconsciente. Son algunos concretados en la última dictadura, aquella empujada por la geopolítica norteamericana y asesorada en sus técnicas de tortura por las formas que los franceses aplicaron en la Argelia que bregaba por su independencia.
La enorme amplitud de la conmemoración de los 49 años del golpe militar, obligó a muchos medios a evocar los horrores de aquel tiempo cuando -si bien es sabido que “el hombre es el lobo del hombre”- se dio a pleno que los argentinos resultaron fieras para con otros argentinos, sin piedad alguna. A este respecto algunos medios rescataron un testimonio del juicio a las juntas militares de la última dictadura, cuando un ex detenido describe las torturas a las que eran sometidos con una maldad inconcebible. Entre ellos, relató el de una joven madre que estaba embarazada y parió a su hija en el suelo y, al ver que comenzaba la apropiación de la criatura por parte de los militares que –es un decir— la habían asistido, en un desesperado reclamo que fue ignorado decía entre gritos y llantos “¡dénmela…!! ¡No me la lleven..!!”.
De aquella criatura no se supo más nada; la madre yacerá quizás en una tumba anónima o habrá sido arrojada al mar desde un avión. Quienes fueron capaces de semejante espanto son los mismos que hoy, bajo la imagen de inofensivos adultos de avanzada edad, reclaman que sus condenas -que muchos de ellos cumplen en cárceles con excepcionales comodidades— se concreten en prisión domiciliaria.
Convivir intelectualmente con esta clase de noticias y con muchas similares, por otra parte, desgastan el espíritu de cualquier persona y poco a poco pueden llevarlo a una alienación dentro del oficio periodístico, un riesgo proporcional a su sensibilidad. Hace medio siglo, al finalizar una de las audiencias del juicio a los genocidas, con la obligada declaración de ex prisioneros, uno de los jueces dio una síntesis más elocuente que cualquier comentario: “Ha sido —dijo— un descenso a los infiernos”.
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