Un lugar en el mundo
"El lugar en el mundo es el que uno construye. Adoro mi país y no puedo cantar el himno brasileño si llorar, pero por algo vivo aquí. En esta tierra construí muchísimas cosas: amores, gente a la que quiero tanto como a mis hermanos, mi propia casa que levantamos de la nada. Brasil es mi lugar, pero también La Pampa", define Heloísa Becerra Lima, que partió hace 21 años de Manaos, una ciudad de dos millones de habitantes enclavada en el corazón de la selva amazónica.
Como Heloísa, son muchos los extranjeros que han dejado su país para instalarse en La Pampa, dejando atrás su cultura, su gente, su tierra. Según la Dirección Nacional de Migraciones, en la provincia se han registrado 4.297 extranjeros, si se suman los 3.386 contabilizados en el censo de 2001, más los trámites de residencia realizados hasta mediados del año pasado.
Miles y miles.
La Delegación La Pampa de Migraciones no cuenta con los resultados del censo realizado en octubre del año pasado, pero aún así, se sabe que las cifras no reflejan la situación local porque muchos extranjeros migran de una provincia a otra en busca de mejores trabajos, y otros no realizan los trámites para radicarse aquí en forma regular.
Más allá de las cifras, son miles y miles las personas que han llegado de los lugares más alejados del planeta y han quedado encantados con La Pampa, su cielo interminable, sus campos y caldenes, la hospitalidad de su gente y la calidad de vida.
Cada persona que llega de otro país encierra una historia de vida distinta, pero en todas se siente la nostalgia por la familia y el país lejano, la necesidad de recordar su música y sus comidas, de mantener parte de su cultura para que en el hogar que construyeron aquí haya un rincón donde guardar el amor intacto que sienten por su país.
Desde Taiwán.
Ching-Yuh Lee tenía 32 años, una mujer y tres hijos pequeños cuando decidió cambiar su vida en un pequeño pueblo de montaña de Taiwán para llegar a esta tierra. "Hace 26 años que vine a Argentina. En ese entonces trabajaba 16 horas por día y no había fines de semana ni feriados", cuenta Ching, que era propietario de una vidriería, un negocio de comida y otro de muebles.
"Salimos de ahí para cambiar la forma de vida. Ahora es diferente allá, pero en esa época se trabajaba muchísimo; se ganaba plata pero no queríamos vivir así", reflexiona.
La decisión de venir a Argentina surgió a través de un conocido que ya había venido. "Aquí si uno quiere baja la cortina del negocio y se olvida. Allá no, aunque sea medianoche si te tocan la puerta, hay que levantarse; son costumbres distintas", cuenta.
Después de estudiar español durante dos meses y medio, Ching y su familia llegaron a Argentina cuando corría el año 1984 y se instalaron en Buenos Aires, donde tuvieron un supermercado durante diez años. En todo ese tiempo, no lograron acostumbrarse a la gran ciudad y salieron a recorrer medio país en busca de un lugar mejor para vivir. "Un día vinimos acá, nos gustó el lugar y fue una sorpresa la limpieza de la ciudad, por eso mi señora y yo decidimos quedarnos a vivir. Los porteños enseñan que La Pampa es desierta, entonces cuando le comentamos a los chicos 'vamos a vivir en La Pampa', nos decían '¿cómo vamos a vivir en el desierto?' Pero cuando vinieron, les gustó la ciudad", recuerda con una sonrisa.
Para quedarse.
Desde 1995, Ching y su familia viven en Santa Rosa, un lugar ideal para que él pueda sobrellevar su asma sin medicación, aunque demasiado seco para los cultivos de verduras orientales que crecen en la huerta de su casa. "En Taiwán hay más del triple de verduras y frutas de las que tienen acá", cuenta.
En sus comienzos, Ching instaló el restaurant chino que funcionó en la avenida Roca, después en el Club Español hasta su etapa final en la avenida Spinetto, y ahora tiene remises. "Cuando tenía el restaurant iban a comer coreanos que viven aquí y trabajaba conmigo un laoseano. Nosotros conservamos la mayoría de las comidas, la mayoría a base de arroz y verduras, pero también comemos asado", aclara.
Aquellos pequeños hijos que vinieron con 4, 6 y 8 años a Argentina hoy ya están recibidos de la universidad y han elegido seguir viviendo en nuestro país y construir su familia aquí. El mayor es papá de una niña de casi dos años -que entiende español, taiwanés y chino mandarín- y se dedica a la mecánica electrónica de autos, el segundo hijo de Ching es abogado y trabaja en los Tribunales de Mar del Plata y la menor es licenciada en Matemática y trabaja en la universidad.
Aunque ya no piensan en volver a vivir en Taiwán, en su casa hablan en taiwanés, tienen adornos orientales y hasta en el zaguán de su casa hay un cartel de buen augurio en su idioma. "Conservamos algunas de las costumbres, pero no tanto", dice, mientras cuenta que han regresado a su país muchas veces, "pero siempre de paseo". Y continúa: "nos adaptamos muy bien aquí, nunca sufrimos discriminación, el lugar es muy bueno para nuestra salud y además venimos de un país de inmigrantes porque en Taiwán hay cultura y construcciones europeas, japonesas, americanas, chinas, es una mezcla total".
En Santa Rosa, sólo viven dos familias oriundas de Taiwán, "nosotros y los que tienen el negocio al lado de la Clínica Modelo", cuenta Ching, que también conoce a los orientales de otros países instalados aquí: una familia de japoneses, tres familias coreanas (dedicadas al rubro textil), cinco chinas (tienen supermercados) y dos familias de laoseanos.
El sueño de embarcar.
Pilar Boto tenía 8 años cuando empezó a soñar con partir de la pequeña aldea asturiana Páramo de Teverga, en España. Y puso tanto empeño, que pudo cumplir su sueño. "Vengo de un pueblito muy pintoresco, de sólo 30 casas, con un paisaje como el de Bariloche. Es lindo, pero ¡tan aburrido! Por eso cuando era chica yo decía 'voy a embarcar' y mi mamá me respondía 'de acá no se va ninguno'", recuerda.
Una noche escuchó hablar de una tía que vivía en Argentina. Le preguntó a sus abuelos la dirección y le contaron que vivía en Miguel Riglos, una localidad pampeana donde tenía un hotel. Pilar le escribió a su tía y su respuesta fue inmediata. Eso la entusiasmó aún más. Una carta y luego otra y otra terminaron de decidirla para comenzar a tramitar los papeles, toda una odisea para una niña que vivía en un pueblo pequeño y trabajaba en el campo con sus padres de sol a sol.
Sola.
Recién cuando Pilar tenía 20 años completó toda la documentación necesaria para venir. Llegó el gran día y con valentía y decisión embarcó sola para Argentina. Después tomó un tren que hizo un recorrido interminable hasta llegar a Riglos. "Yo estaba acostumbrada a recorrer los pueblos europeos separados por distancias muy cortas", explica.
Eso ocurrió hace 53 años. Los primeros meses transcurrieron en el Hotel 12 de Octubre de sus tíos y, al poco tiempo, llegó a Santa Rosa para no irse nunca más. Trabajó cinco años y medio en el Molino Werner, donde se ocupaba de poner en cajas los paquetes de fideos y allí conoció a quien luego se convertiría en su marido. Para ese entonces, ya se había instalado aquí su hermano, que la ayudaba a no extrañar los afectos que había dejado del otro lado del océano.
Una estadía en Bariloche le dio la idea de instalar una lanera, que abrió hace 40 años en el garage de su casa. Después, la trasladó a la esquina de Villegas y Juan B. Justo, donde funciona hasta hoy.
Viaje inverso.
Recién después de veinte años de haber partido, Pilar volvió a España. Sin embargo, el tiempo transcurrido no aquietó su nostalgia. Cuando sus dos hijos ya estaban avanzados en sus carreras universitarias y podían tener un futuro próspero en el Primer Mundo -el varón como analista programador de sistemas y la hija como odontóloga-, Pilar les propuso hacer el viaje inverso al que había hecho ella en su juventud. Ellos fueron terminantes. "Me dijeron 'si querés andá vos', pero yo pensé 'más repartidos no vamos a estar'. Es horrible tener la familia lejos. Yo extrañé mucho, me andaba escondiendo por los rincones. Después me adapté y empecé a trabajar, porque vine a ganarme la vida.
Al mirar a la distancia aquella decisión que tomó en plena juventud, Pilar reflexiona: "Si tuviera que decidir de nuevo, lo pensaría más. Después que vine, España estaba tan bien, que daban ganas de volver. Además allá quedó toda mi gente, las amigas, cinco hermanos... Cuando yo llego, es como una fiesta".
La similitud entre las costumbres españolas y argentinas acortaron las distancias y, más allá de la nostalgia, Pilar pudo adaptarse bien a este país. "Ahora sé que mi lugar en el mundo es éste porque aquí tengo mis hijos. Donde están ellos quiero estar yo", afirma, con el acento español intacto.
Del Líbano.
"Lo digo por experiencia/ el inmigrante es muy sufrido/ pierde donde ha nacido/ pierde a su propia madre/ y por supuesto a su padre/ y a los amigos que ha tenido./ A cualquier parte que llegue/ en el tren del destino/ no conoce ningún camino/ ni es capaz de preguntar/ ni siquiera sabe hablar/ ni explicar de dónde vino", recita Jalil Hussein, que nació hace casi 90 años en Lagarta -un pequeño pueblo del Líbano- y llegó a Santa Rosa en 1950.
Jalil es el quinto de diez hermanos y guarda un recuerdo especial de su padre, que fue "intendente, juez de paz y autoridad religiosa durante 45 años" en el pueblo de montañas y ríos donde él nació.
Durante su adolescencia, Jalil mostró su carisma artístico en muchos escenarios y se dedicó a bailar, cantar, actuar y escribir. Hasta que decidió viajar a Argentina siguiendo los pasos de su cuñado, Alí Sulaiman Diab, más conocido en estas tierras como 'el turco rubio', que había venido a La Pampa allá por 1920.
Jalil entusiasmó a un vecino de su pueblo -Jacinto Assad- y juntos tomaron un barco que después de navegar 28 días llegó a Argentina. Durante el viaje, Jalil dejó atrás su alfabeto árabe y estudió francés para familiarizarse con las nuevas letras que encontraría en su destino final. "Cuando llegué leía los carteles en español, pero no sabía qué significaban", explica.
A La Pampa.
Ya en tierra, tomó un tren que lo trajo a Santa Rosa. Por aquel entonces, todas las calles eran de tierra y recuerda que cuando iban de la estación a la casa de su cuñado, el auto se encajó en la arena en la esquina de Pellegrini y Quintana y siguieron con el equipaje al hombro hasta llegar a la casa, ubicada junto a la histórica tienda La Moderna.
"Estuve trabajando en el campo de mi cuñado como arador, achero, parquero, pero no me gustó. Habían pasado cuatro meses y no sabía si quedarme o volver a mi Líbano. Allá tenía una vida pintoresca, linda y me costó decidirme. Cuando vine no encontré algo mejor que lo que yo tenía, lo digo honestamente. Pero mi hermana me insistió, me decía 'quedate, te va a gustar'. Finalmente decidí quedarme en esta bendita tierra argentina que me brindó todo. Y yo hice todo para cumplir con ella y no la defraudé ¡Estamos a mano!", exclama.
Con la ayuda de su cuñado y de Julio Jamad abrió una carnicería en Toay en la que trabajó doce años y durante ese tiempo construyó también su propia familia. "Me casé con la hija de Jamad, formamos un sagrado hogar y vinieron tres chicos", cuenta.
Después de la carnicería, abrió la famosa casa de repuestos Rolandito -el nombre de su segundo hijo- y cuando cerró el negocio, instaló la academia de danza e idioma árabe "Almanam", que significa "sueño". "Venía sembrando semillas de cultura árabe por toda La Pampa. Mi sueño era abrir una academia y hacer crecer mi cultura aquí -explica-. En el año 97 inauguramos la academia y no paramos más; salieron alrededor de mil alumnas de danzas árabes".
Costumbre intactas.
En plena pampa argentina, Jalil siempre ha mantenido intactas sus costumbres nativas: tres veces por semana come comida árabe, a base de verdura y legumbres, escucha permanentemente música árabe, baila con una vitalidad envidiable para su edad y aún en sus palabras españolas mantiene el acento de su idioma. Además, fue presidente de la Asociación Árabe de La Pampa y un activo difusor de su colectividad.
"Vine en el año 50 y volví al Líbano recién después de 43 años -cuenta-. Fue como un sueño ese viaje, no podía creer que amigos y compañeros estaban tan ansiosos de verme. Pasé tres meses viajando y fuimos al pueblo donde yo nací, que ahora se usa para casas de fin de semana. Viajé por lugares hermosos, lo que no conocí antes, lo visité cuando volví".
Aunque fue un viaje de ensueño, Jalil ya no se plantea volver a vivir en el Líbano. "No puedo dejar mis hijos para quedarme allá. Mi lugar en el mundo es Argentina, aquí pude trabajar, hacer lo que yo quiero, cosechar amigos. Llevo 61 años en el país. Lo único que lamento es que no hay patriotas que la defiendan como corresponda", asevera.
Alegría brasileña.
Heloísa Bezerra Lima viene de la tierra de la samba y el carnaval, se nota en su carácter alegre, su mirada positiva y su pronunciado acento portugués, aún en un español de amplio vocabulario.
Fue en su ciudad, Manaos, donde conoció a su actual marido. Él -oriundo de Chivilcoy- había ido a conocer la selva amazónica y ella trabajaba en una agencia de turismo. Vivieron tres años en Brasil hasta que decidieron venir a Argentina y, en busca de un lugar tranquilo, llegaron a Santa Rosa por recomendación de un amigo.
"A los 10 días de estar acá, quedé embarazada. Los dos éramos nuevos, yo no sabía español y no conocíamos nada de La Pampa, así que mi marido me dijo 'andá a la biblioteca de la Cámara de Diputados, traé libros sobre La Pampa así empezás a practicar castellano y, de paso, aprendemos sobre este lugar al que venimos a instalarnos", recuerda Heloísa.
Esa inquietud por aprender el idioma, la cultura y la historia local la mantuvo ocupada en su gran cambio de vida. "Yo venía de tener dos trabajos y de repente me convertí en ama de casa -cuenta-. Empecé a leer sobre la conquista del desierto, Mansilla, Estanislao Zeballos... todo lo que leía tenía que contárselo a mi marido cuando llegaba de trabajar. Y después viajábamos por su trabajo -es ingeniero agrónomo- y así conocimos Puelches, Lihuel Calel y muchos lugares más sobre los que había leído".
"La gente natural de este lugar fue desplazada y La Pampa se formó en gran parte con gente de otros lados. Yo también vengo de alguna manera a ayudar a formar este lugar, porque elegí tener mi hijos aquí, que fueran pampeanos, concientes de que tienen que valorar su tierra", reflexiona la brasileña.
Aún hoy la gente le pregunta '¿venís de Brasil? ¿Por qué dejaste un lugar tan lindo para vivir acá?'. "Esa curiosidad en un principio me molestaba un poco, pero era un tema de conversación y me sirvió para conocer mucha gente. Igual, no estoy de acuerdo con eso, cada lugar tiene sus cosas bellas", sostiene.
Estudios.
Su personalidad abierta y sociable, sus inquietudes por aprender del lugar, su experiencia en turismo y el conocimiento del inglés, francés y portugués, más el español que aprendió rápidamente, le abrieron puertas para trabajar en Turismo, tanto en el ámbito estatal como privado.
Además, aquí se recibió de profesora en Ciencia Política, ahora está haciendo la licenciatura en Gestión de Instituciones Educativas, da clases de portugués y es profesora en el secundario y el terciario. Además, es voluntaria del Hospital Lucio Molas. "Estar con la mente y el cuerpo ocupados me mantiene el espíritu -asegura-. Como profesora no puedo transmitir sólo la parte de la lengua, es imposible que no se cuele lo ideológico y cultural, me sale la forma de ser típica del brasileño, charleta, más despreocupado. El argentino siempre está preocupado por algo, es medio extremista, como en el tango. La samba es diferente. El shock cultural también está en casa, yo digo 'Dios va a ayudar' y mi marido empieza 'no me parece, hay que ponerse a trabajar y mejorar esto...' ¡Es un contraste! Hay muchas cosas buenas del argentino que trato de tomar: el empuje, la inquietud de hacer cosas, no esperar que venga otro a hacerlo, el brasileño es más tranquilo y piensa 'ya veremos', el argentino es más ejecutivo".
Cada tanto, la vuelta.
Heloísa vuelve a Brasil cada tanto porque siente la lejanía de su gente y recuerda: "El último viaje fue muy emocionante porque fue cuando mi mamá se descompuso del corazón y se murió. Lloré durante las doce horas de viaje, pasaba de un vuelo a otro llorando, pero cuando el avión iba bajando en mi ciudad, respiré hondo y algo en mi cabeza dijo 'basta o venís a ayudar o te volvés'".
Fue duro llegar y ver a su mamá en coma, pero durante todos los días que estuvo junto a ella le pudo decir todo lo que no le había dicho antes por estar lejos. "Con mis hermanos le hablamos mucho y le agradecimos la forma en que nos dejó parados en la vida como personas, siempre con la certeza de que ella escuchaba todo. Desde esa vez, no volví más", recuerda emocionada.
Romina Maraschio
LICENCIADA en Comunicación Social
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