Sabado 27 de abril 2024

El criminal menos pensado

Redaccion Avances 31/12/2023 - 09.00.hs

La trilogía de cuentos de fantasía épica, “El libro mágico”, de Alexis Daurelio llega a su fin. ¿Quién es el asesino de las zapatillas con relojes de arena? Descubrilo en esta tercera y última parte del cuento.

 

Alexis Daurelio *

 

Luna y el elfo Manuel se sentaron a desayunar. Pasaron varios días del inicio de la investigación para descubrir al asesino de la niña cuyo cadáver permanecía enterrado en el patio del habitante del Mundo Celestial.

 

Ambos lograron dar con una fuerte hipótesis fundamentada en la figura de Mauricio Pablo, un periodista local que publicó una novela cuyo protagonista mataba niñas y, a modo de psicótico mensaje, les colocaba zapatillas blancas con dibujos estampados de relojes de arena.

 

“Y lo curioso es que la niña tenía colocadas zapatillas blancas con dibujos estampados de relojes de arena”, comparó Luna ante un elfo cada vez más convencido por la coincidencia.

 

“Como si la ficción se convirtiera en realidad”, dijo Manuel.

 

“Como si la ficción se convirtiera en realidad”, copió Luna.

 

Al terminar el desayuno, Manuel le reveló a la joven un extraño sueño que tuvo la noche anterior. “Al principio, no lo consideré importante, pero ahora creo que puede aportar cierta información de precisión para nuestra búsqueda”, sostuvo.

 

“¿Qué soñaste?”, preguntó Luna al hueso.

 

“Era una noche de verano, muy calurosa, estaba en mi habitación, dándole pitadas a mi pipa cuando, de repente, una lechuza se posó en mi ventana, hurgó entre sus plumas y dejó caer al vacío un papel blanco escrito.

 

“¿Una lechuza?”, preguntó la joven.

 

“Cuando fui a leer el papel, tenía escritos dos nombres: Gandalf y Lucas”, recordó el elfo.

 

“¿Gandalf y Lucas?”.

 

“Intenté ver si la lechuza tenía otro papel, la toqué, me miró fijo, atinó a agredirme, y me desperté enseguida del sueño”, rememoró.

 

“Esta mañana, al hacer memoria, pude concluir que ambas palabras no son nombres, sino apellidos, y apellidos que pertenecen a nuestro Mundo Celestial”, agregó.

 

“¿A la vida real?”

 

“Así es, cuando me puse a pensar con detenimiento llegué a la conclusión que son los apellidos de los dueños de las dos librerías de la ciudad”, precisó el elfo.

 

“¿Y eso qué quiere decir?, preguntó la joven.

 

“Qué debemos ir a las librerías”.

 

“¿Pero para qué?”.

 

“Para consultar los registros de los compradores de la novela”.

 

“¿Qué novela?”, preguntó Luna.

 

“El reloj de arena, Luna, de qué estamos hablando”, se enojó Manuel.

 

“¿Y para qué necesitás esos registros?”

 

“Si nos dan un listado con las identidades y los datos de los compradores de la novela podemos tener un perfil”.

 

“¿Un perfil?”.

 

“Claro, un perfil o una identidad de alguna persona que podamos considerar sospechosa de cometer el crimen de nuestra niña”.

 

“¿Vos pensás que el asesino puede ser un lector de la novela?”.

 

“Es factible”.

 

Luna pensó que la deducción tenía un cierto sentido.

 

Una hora después, ambos abandonaron la casa y se dirigieron a “El Palacio”, la librería más grande de la localidad, cuyo dueño, Arístides Gandalf, era amigo del elfo de toda la vida.

 

“Manuel querido, pero que sorpresa”, lo recibió.

 

“Hola Gandalf, hermano querido”.

 

“¿Qué haces por aquí y tan bien acompañado”, preguntó el mago de barba larga canosa entre risas y palmadas afectuosas.

 

“Gandalf, investigamos un hecho, ciertamente terrible, y necesitamos de tu ayuda”.

 

“Aha”.

 

“Necesito saber los reportes de todos los compradores de la novela ‘El reloj de arena’ de Mauricio Pablo”.

 

“Pero claro, despreocupate, Mauricio, Mauricio Pablo, vos sabés que ese nombre me suena de algún lado”, pensó en voz alta el mago librero.

 

“Es un periodista y escritor local”, acotó Luna.

 

Gandalf le dio la orden, de inmediato, a su minotauro de confianza que, en una computadora de última tecnología, revisó los archivos.

 

Un minuto más tarde, el empleado le acercó a su jefe un papel con un listado de nombres.

 

“Aquí está Manuel, eso si, necesito saber de qué se trata este hecho tan terrible que investigan”, fue curioso Gandalf.

 

“Es un trabajo que realizo para la facultad”, interrumpió Luna.

 

“¿Para la facultad?”.

 

“Así es, es una entrega de tesis referida a las ventas de libros de autores locales”, mintió.

 

“Pero Manuel, recién nomás, me hablaste de un hecho terrible”, Gandalf miró al elfo. Se hizo un leve silencio.

 

“Porque, una vez entregada la tesis, debo escribir un cuento policial, terrible según mi amigo, basado en los personajes de estos libros”, interrumpió Luna.

 

“Ahh, ¿un cuento de asesinos, pero con los personajes de los libros?, consultó el librero.

 

“Exactamente”, se relajó ella.

 

Manuel y la muchacha se retiraron de la imponente librería con el listado de nombres pero sin leerlos aún.

 

Unos quince minutos después, los dos se dirigieron a “La laguna fantástica”, la otra librería del Mundo Celestial, cuyo dueño era Juan Pablo Lucas, el cíclope, conocido pero, en este caso, no tan amigo del elfo.

 

“Buenos días señor Lucas”, se presentó Manuel.

 

“Hola, buenos días, cómo les va, ¿en qué los puedo ayudar?”.

 

“Señor, cómo le va, me llamo Luna Gutiérrez, estoy haciendo con mi amigo una tesis para la facultad de Letras y necesito los registros de los compradores de un libro en particular”, se anticipó la joven.

 

“Si, por supuesto, dígame”.

 

“Se trata del ‘El reloj de arena’ de Mauricio Pablo”.

 

“Por supuesto, ya mismo”.

 

“Lautaro, Lautaro”, llamó el cíclope con finos aplausos.

 

“Si señor”, respondió el empleado.

 

“Buscáme los registros de los consumidores de ‘El reloj de arena’ de Mauricio Pablo por favor”.

 

“Mauricio, Mauricio Pablo, ese nombre me suena”, dijo el dueño de la librería.

 

“Es un periodista y escritor local”.

 

Lautaro fue a la computadora y en cuestión de minutos tenía la lista de nombres de todos los compradores.

 

 

Luna y el elfo se retiraron y, sin leer una sola identidad, caminaron hasta la casa.

 

Al llegar, se prepararon un jugo de frambuesas y se sentaron en la mesa del comedor. Caía la tardecita.

 

Manuel se puso los lentes, tomó ambos papeles, y leyó en voz alta. “Son diez compradores en la librería de Gandalf y otros diez en ‘La laguna fantástica’”, informó.

 

Después leyó, en voz baja, cada uno de los nombres y al finalizar, levantó la vista, se sacó los lentes, los dejó a un costado de la mesa, se refregó el ojo derecho, y observó a Luna con la mirada triste.

 

“¿Qué dice?, preguntó la joven.

 

El elfo hizo silencio.

 

“Qué dice Manuel, por favor”.

 

El elfo leyó en voz alta uno por uno los nombres de los compradores de la novela y salió pensativo hacia el jardín donde apareció la niña muerta.

 

Luna lo siguió.

 

“Te conozco, sé que te quedaste con un nombre en la cabeza”, aventuró ella.

 

“¿Quién será ese tal Adalmiro Ríos?”, preguntó después.

 

“Es lo que debemos averiguar, dos compradores de una lista se llaman Adalmiro Ríos y dos de la otra se llaman exactamente igual”, dijo el ser inmortal. “Todo es muy raro, sospechoso y raro”, añadió.

 

“Deberíamos ir a las librerías y averiguar quién es, cómo es, aunque sea su físico”, propuso Luna.

 

“A las librerías no, debemos evitarlo”, negó el elfo.

 

“No entiendo”, dijo Luna.

 

“No debemos ir a las librerías, ambos dueños me conocen, levantaríamos la perdiz de la búsqueda y eso nos puede traer problemas con la Policía”.

 

“Iré al Registro de las Identidades del Mundo Celestial, soy socio, y, al ser socio, puedo acceder a la dirección actual de este personaje”, propuso el elfo.

 

Luna estuvo de acuerdo y se quedó en la casa a la espera.

 

 

Al llegar al edificio, de unas 20 plantas, paredes de cristal, y flores rojas que volaban por las inmediaciones, el elfo le preguntó al recepcionista por los datos autorizados de Adalmiro Ríos. “Como no señor, ya me fijo en la computadora”, dijo el trabajador al observar los registros en la pantalla.

 

Manuel regresó a su casa y, en la mesa del comedor, Luna lo esperaba ansiosa.

 

“¿Y?”.

 

“Según el registro, Adalmiro Ríos no es un nombre, sino un seudónimo”, dijo Manuel, con tono decepcionado.

 

“¿Un seudónimo?”.

 

“Así es, tengo la confirmación que es un seudónimo de un joven periodista y escritor local y me pasaron una dirección”.

 

“¿Qué dirección?”.

 

“Hay que atravesar el río de miel y llegar hasta la colina encantada, es la parte más desconocida del pueblo”.

 

Luna le preguntó detalles del lugar.

 

“Por lo general, es una zona apartada de todo bullicio, lo crearon los viejos Poetas de las Artes Encantadas hace miles de años, apenas se fundó el Mundo Celestial”.

 

“Osea que es como el refugio de los artistas”, analizó Luna.

 

Manuel le dijo que sí, que era una especie de espacio cerrado para lograr la inspiración de los creadores.

 

Luna le preguntó a su amigo si cualquier persona podía acceder a este sector de la comunidad.

 

 

“No, de hecho, muy pocos pueden, pero yo conozco al guardia, se llama Ricardo, es un elfo gigante, fue novio varios años de mi hermana Laura”. Luna esbozó una pícara sonrisa.

 

“Tenemos que ir en una barcaza para atravesar el río de miel y arribar al otro lado donde Ricardo se encarga de la seguridad”, dijo el elfo al anticipar que, al verlo, los dejará pasar de inmediato.

 

Una hora más tarde, Manuel y Luna embarcaron por el río dorado. El viaje duró poco más de quince minutos.

 

Y, al llegar, Ricardo estaba sentado debajo de un ciruelo repleto de flores blancas. Manuel lo saludó, de manera afectuosa, y recibió tal vez el abrazo más doloroso de su vida.

 

“Pero dime, Manu querido, qué te trae por acá, nunca esperé que vinieras, dejame decirte muchacho, sabes bastante poco”.

 

Manuel se rió. Ambos unificaron sus risas.

 

“No Ricardito, para nada, vine por ella, por Luna, mi amiga, quiere conocer a un periodista y escritor que admira y como nos conocemos nos atrevimos a venir”, mintió.

 

“¿Déjame adivinar, acaso vos viniste para pedirme permiso para entrar?”, le preguntó el guardia.

 

“No quiero molestarte ni ofenderte Ricardo, solo pensé en vos, tal vez podamos, no lo sé, mejor dejémoslo ahí, es una tontería, vámonos Luna”.

 

“Pero espera hombre, espera un poco, claro que te dejaré entrar, eso si, te indico la dirección y en una hora te quiero de vuelta”.

 

Manuel y Luna caminaron por la colina blanca hasta llegar a la catedral de San Indalo, una capilla con paredes de cristal donde se refugiaba solo Adalmiro Ríos.

 

Al llegar, ambos observaron a un joven sentado, de aspecto extraño, con una mascara de payaso, y una túnica blanca. El sujeto escribía, con una pluma, sobre un libro de páginas amarillas, en un atril de madera recién barnizada.

 

“Buenas tardes, señor, disculpe la molestia, estamos buscando a Adalmiro Ríos”, se presentó Luna mientras elevaba un poco su tono de voz.

 

El extraño se levantó de golpe de la silla y se escondió, de manera sorpresiva, debajo de una mesa.

 

“Señor, señor, por favor”, afirmó el elfo.

 

“Por favor señor, no vamos a lastimarlo, solo queremos hacerle unas preguntas”, dijo Luna al darse cuenta de todo.

 

En ese momento, el joven extraño salió debajo de la mesa y escapó por la puerta de entrada.

 

“Señor, no señor, regrese, por favor, regrese”, gritó Manuel.

 

El joven corrió varios metros, a toda velocidad, le dijo algo al oído a Ricardo y se lanzó de cabeza en el río de miel.

 

Manuel y Luna, atónitos por la situación, miraron a Ricardo tomarse la cabeza con las dos manos. “Este era…”, dijo el elfo. “Así es, Adalmiro Ríos, nuestro personaje tan buscado”.

 

Luna caminó hacia el atril y fue directo al libro. Abrió la primera página y alcanzó a leer el título “Mi reloj de arena”. El libro tenía 10 páginas escritas.

 

Luna repasó, a grandes rasgos, cada una de las hojas, sin poder creer lo que leía. Una lágrima cayó de su rostro pálido cuando Manuel encontró una bolsa repleta de zapatillas blancas con relojes de arena estampados y los cuatro tomos de la novela de Mauricio Pablo.

 

“Adalmiro Ríos cuenta la historia en primera persona, dice que matará a diez niñas del poblado y les colocará zapatillas blancas con relojes de arena tal como lo hizo el protagonista de la mejor novela que leyó en su vida”, dijo Luna al leer el libro.

 

 

Y leyó: “Maté a la primer niña, a las dos de la tarde del lunes, de un tiro en la cabeza, la dejé en el patio de la casa de un desconocido, y le coloqué las zapatillas estampadas con los relojes de arena. Traté de estar en todos los detalles sin dejar rastros. Luego escapé en mi auto listo para mi segunda presa. Cuando termine con las diez matanzas podré convertir la mejor novela que leí en mi vida en una experiencia real”.

 

“Esto es lo último que dice, no hay nada más escrito”. Luna quedó en absoluto silencio. “Adalmiro Ríos es un periodista y escritor fanatizado con la novela de Mauricio Pablo a tal punto que lo influyó para percibirse el protagonista”, analizó la chica. “Y matar a las niñas y ponerles las zapatillas blancas con los relojes de arena ”, ayudó Manuel.

 

El elfo dijo que debían irse rápido para atraparlo antes que cometa otro crimen.

 

“¿Qué fue lo que te dijo ese hombre encapuchado que se lanzó al río de miel?”, le preguntó Manuel a Ricardito.

 

“Me dijo su nombre, yo no lo sabía, y que ustedes no lo busquen más porque escaparía lejos”.

 

“Pero, ¿por qué no lo seguiste”?.

 

“Porque no tengo autorizado mi ingreso al río bajo ningún punto de vista, nadie de la planta lo tiene, solo los artistas y sus familiares autorizados ”, explicó el gigante.

 

“¿Cómo te dijo que se llamaba?”, preguntó Luna.

 

“Me dijo que se llamaba Luciano Pablo”.

 

Manuel y Luna, envalentonados por el dato más certero de toda la investigación, arribaron a la casa de Luciano Pablo, el sobrino de Mauricio.

 

Sin embargo, fue demasiado tarde para hallar a Adalmiro Ríos o, mejor dicho, a Luciano Pablo.

 

Al entrar al comedor vieron el cadáver de Mauricio Pablo y el de su sobrino juntos boca arriba con una carta. Al lado de los cuerpos, pegado al de Luciano, una pistola, calibre 32, permanecía quieta a la espera de ser secuestrada mientras un enorme charco de sangre dibujaba una imperfecta circunferencia que rodeaba la escena.

 

“Maté al mejor autor de la historia porque me imposibilitaron llevar su novela a la vida real, adiós amor de mi vida, mi propio tío, te veré en el cielo, o en el infierno”, decía la carta.

 

Luna se tomó la cabeza y se abrazó con su amigo elfo. Supo, en ese momento, que el libro mágico la eligió no solo para descubrir el crimen sino también para evitar una masacre de niñas inocentes.

 

 

* Periodista

 

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