Domingo 28 de abril 2024

El hechicero de fuego (Parte II)

Redaccion Avances 19/11/2023 - 09.00.hs

Compartimos en estas páginas, la segunda parte del cuento de fantasía épica “El hechicero de fuego”, escrito por el periodista pampeano Alexis Daurelio. La primera entrega de esta historia se puede leer en el segmento Caldenia, de la página web www.laarena.com.ar

 

Alexis Daurelio *

 

Amadeo de Cirilla permanecía atado dentro de la jaula. El lord Sigfred lo castigó por no aplicar su hechizo para conquistar las tres aldeas del sur del continente Alado.
La primera noche, el prisionero durmió poco y, apenas unos minutos antes de las 7 de la mañana, con el cantar de los gallos, y la nieve que caía tímida, fue despertado de manera brutal.
Simon, uno de los guerreros más fuertes de la Guardia Real, entró a la jaula y sin previo aviso le desfiguró la cara a golpes. Cerró la puerta, salió y lo bañó con una manguera que despedía una viscosa sustancia similar a la miel.
Amadeo, bañado en ese líquido espeso, suplicó clemencia a los gritos. “Detente Simon, ya es suficiente”, apareció Leticia, la prostituta que oficiaba de mujer de lord Sigfred.
“No te das cuenta que está herido, déjalo, más adelante aceptará”.
Simon, con cara de hastío, y acompañado por el fuerte sonido de su armadura, escupió al suelo y se fue.
“Quiero presentarme, usted no me conoce, Amadeo de Cirilla, pero yo se muy bien quien es usted”, le dijo Leticia.
“Hechicero de fuego, con su magia eliminó a los tres reyes de las aldeas limítrofes y a todos los parroquianos, ahora quiero que acuda al pedido de mi esposo y haga lo mismo en el sur”, agregó la bella mujer.
“Lord Sigfred quiere conquistar las tres aldeas sureñas, derrocar al rey Arthur, que reside en el continente Albano, y por eso necesitamos su ayuda”, prosiguió.
Amadeo, con la cara desfigurada, y su tapado de piel empapado por el viscoso líquido, rechinaba los dientes. Afuera el frío penetraba, las copas de los árboles nevados se movían de un lado para el otro impulsadas por un viento implacable.
“Milady, mis respetos supremos a usted, y a toda la corte, pero qué pasará conmigo, no merezco este dolor”, suplicó el prisionero.
“Te exijo, hijo del viento y de los guivernos, que aceptes el pedido de lord Sigfred, para que asesines, con tu hechizo de magia elemental, a todos los lores y pobladores del sur”, le pidió la prostituta de pelo largo rubio color ceniza y pechos prominentes a la vista.

 

Amadeo abrió un poco los ojos y se movió de un lado para el otro mientras sonaban las oxidadas cadenas que le negaban la libertad.
“Sádicos señores del mal, porqué están tan seguros que, una vez liberado, no aplicaré mi hechizo contra ustedes y contra toda su aldea”, advirtió el hechicero.
“Si aceptas, y te desatamos, parte de la custodia real te acompañará a todas partes, y cuando efectúes un raro movimiento, te ejecutarán de inmediato”, amenazó Leticia.
La mujer miró para los dos costados, se quitó el tapado y quedó desnuda. Tenía los ojos azules y la piel blanca como la piel de lobo.
Tomó las llaves de uno de los bolsillos de su tapado, abrió la puerta de la jaula y entró. Comenzó a masturbarse con su mano derecha y a besar el rostro congelado de Amadeo que, acostado boca arriba, la miraba fijo, y tiraba de las cuerdas oxidadas para desatarse.
Amadeo esquivó la tentación y al moverse, de un lado al otro, con aturdidores gritos, preguntó por qué no lo dejaba en paz.
“Te dejaremos en paz si aceptas el pedido de lord Sigfred”, le susurró al oído la mujer. El hechicero desplomó sus ojos. Leticia entendió el desinterés, tapó sus prominentes senos con el antebrazo derecho, salió de la jaula y se volvió a vestir con el costoso tapado.
“Eres un estúpido engreído, morirás de hambre, de frío y de soledad aquí encerrado”, le dijo al prisionero. “Ni los dragones podrán salvarte”.
Raymund y Estelo, dos asesinos a sueldo, contratados por lord Sigfred, arribaron una hora más tarde en sus caballos blancos.
Ambos se bajaron, y entraron a la jaula donde desataron y desvistieron con violencia al hechicero.
“Por favor señores, se los suplico”, gritó desgarrado Amadeo. Ambos sicarios reían a carcajadas.
Raymund le aplicó un golpe de puño certero en la cara y lo dio vuelta boca abajo.
“Ahora sabrás”, le dijo el hombre quitándose la ropa.
Amadeo sintió el más terrorífico pánico.
Raymund, desnudo, se acostó encima del hechicero que comenzó a llorar de manera desconsolada. “Tengan piedad tengan piedad tengan piedad”.

 

Tras simular penetrarlo, el asesino se levantó y comenzó a reírse mientras se vestía. “No temáis, hijo del viento, esta vez, te salvaste, pero no creas que será para siempre así”, le dijo al salir de la jaula.
Ambos malhechores se fueron en sus caballos riendo sin parar.
Amadeo quedó adormecido y, unas horas más tarde, recobró la conciencia.
Al abrir sus ojos vio el rostro de su mujer, Beatriz de Cándido, que estaba dentro de la jaula en cuclillas. “Dime que no te hicieron nada”, dijo el mago, al tratar de reincorporarse. Beatriz le respondió.
“Voy a ser directa contigo Amadeo, por todos los años que estuvimos juntos, necesito que accedas al pedido de lord Sigfred, porque sus caballeros y sus escuderos me siguen a todas partes, envían palomas con recados a mi casa y están dispuestos a matarme”, le informó.
“Te lo pido por favor, Amadeo, si no quieres hacerlo por ti, hazlo por mi, me hicieron venir hasta aquí para rogarte”, le suplicó entre lágrimas.
“Beatriz, mi amada inmortal, la mujer de los pies dorados, porqué te involucraron en todo este infierno”, le dijo con palabras doloridas.
“Voy aceptar por ti y por todo el dolor que te causan y que te causaron”.
Al llegar el mediodía invernal, con la nieve que caía intensa, Aristófano, el minotauro, fiel ladero de lord Sigfred, arribó a la jaula y cortó con una pesada sierra las cadenas que ataban al hechicero que estuvo dos días encerrado.
Aristófano le convidó un cuerno con cerveza de barril y le pidió caminar en paz.
Enseguida una columna de diez caballeros lo escoltaron por detrás. “Amadeo, no te conviene hacer ningún escándalo aquí”, le aconsejó, en tono amable el minotauro.

 

Una semana después.
La plaza central de Sanaloa estaba repleta de gente para recibir a Sigfred. El lord logró, a través del hechizo de Amadeo, que provocaba una llovizna tóxica letal, conquistar en una semana también las tres pequeñas aldeas sureñas de Tara, Xiome y Siena.
Fue una masacre y no quedó nadie vivo, ni los lores, ni los clérigos, ni los caballeros ni los campesinos. Todos fueron enterrados en una fosa común junto a los muertos del norte. Eran, en total, más de dos mil cadáveres.
Amadeo, muy a su pesar, logró concretar una terrible matanza de personas y estaba dispuesto a todo para que lo liberarán de este trabajo.
El lord Sigfred, sin embargo, rebosaba de felicidad al estar cada vez más cerca de ser el nuevo rey del continente Alado.
“Sigfred, Sigfred, Sigfred”.
La multitud lo vitoreaba en la plaza de su aldea natal.
El señor se subió a la tarima principal y habló.
“Su eminencia, Arthur de Cristalora, junto a sus guerreros, gobiernan el continente Alado pero viven en el Continente Albano, es algo que no podemos permitir más, el rey debe vivir en el territorio”, dijo ante la ovación.
“Sigfred, Sigfred, Sigfred”.
Amadeo observaba el acto escoltado por dos aprendices de escuderos.
“Por este motivo, es necesario derrocarlo, y fundar una nueva tierra y una nueva raza”, resaltó el lord. “Y, para eso, vamos a necesitar de nuestros mejores hombres”.
“Viva el lord Sigfred, viva nuestro señor soberano”.
Amadeo de Cirilla permanecía a un costado con su rostro serio y su postura sólida.
“Como hicimos en las tres aldeas sureñas, gracias a nuestro bienaventurado hechicero de fuego, ahora vamos a ir a la aldea capital del continente Albano para matar al rey y a toda su Guardia Real”.
“Sigfred, Sigfred, Sigfred, viva el lord Sigfred”.
“Viajaremos, la semana próxima, a la abadía, donde se refugian y los mataremos a todos, vamos a conquistar el continente” anunció, para cerrar, el único orador.
La fiesta continuó con los bardos medievales que, con sus flautas dulces, y su festiva música, le dieron color a la celebración.
Bufones saltarines, amantes infieles y un sinfín de mujeres y de hombres desnudos correteaban con cuernos de cerveza fría, platones de frutas y dulces por las céntricas calles de tierra de Sanaloa.
Amadeo logró escindirse de los aprendices de escuderos que lo vigilaban y se dirigió a la habitación real del castillo para hablar con Sigfred.
Tocó la puerta y lo atendió Leticia, vestida con un tapado largo de piel de lobo, iluminada por candelabros y círculos enormes de velas encendidas. Tenía, en una de sus manos, una copa dorada con vino de miel.

 

“Señorita Leticia, milady, le suplico por lo que más quiera que no me involucren en esta locura, ya no quiero formar parte de esto”, dijo el hechicero.
“Yo hice mi trabajo, ya corrió mucha sangre también en las aldeas del sur, por el que se me pagó muy bien, pero necesito irme a casa, necesito recuperar a mi esposa, Beatriz de Cándido”.
Leticia lo trató de calmar, cerró la puerta y lo hizo pasar a la habitación. La mujer le tomó la mano derecha a Amadeo y se la colocó despacio por debajo del tapado en su seno izquierdo. “Ahora, tu me vas a fornicar bien duro”, le dijo con ojos diabólicos.
En ese momento, de repente, la puerta principal se abrió de manera violenta. “Qué significa esto señores, qué demonios significa todo esto”, gritó lord Sigfred.

 

Un día después.
El invierno aún golpeaba la plaza central donde la nieve se posaba en el suelo, los canteros, las rosas y los árboles de Sanaloa.
La muchedumbre volvió a colmar todos los espacios de la plaza. Sigfred, sentado en un trono, en el medio de la tarima, acompañado por dos perros asesinos, aplaudió fuerte dos veces.
Dos caballeros traían al hechicero de fuego atado de manos con una soga. Los guardianes llevaron a Amadeo apenas unos metros adelante del trono sobre la misma tarima.
El prisionero estaba frente al público y de espaldas al lord.
Entre la gente, Beatriz de Cándido, lloraba sin cesar y pedía clemencia. Alrededor de ella, indiferentes, todos reían, gritaban y pedían muerte.
Uno de los caballeros, apareció por detrás, y colocó al lado de Amadeo una lanza con la cabeza de Leticia.
Sigfred reía.
Aristófano apareció y pidió silencio. “Hoy, ante la multitud de nuestra amada aldea Sanaloa, vamos a cortarle la cabeza a este adultero”, anunció el minotauro.
“La corte le dio el más preciado trabajo y, por su talento, nos dio la llave de las aldeas del continente que debemos volver a poblar”, agregó.
“Pero este hombre torció la confianza y buena voluntad de nuestro señor”.
La gente comenzó a silbar y arrojar todo tipo de objetos hacia la tarima.

 

“Antes, como indica la ley, Amadeo de Cirilla, infiel legado de nuestra corte, deberás decir unas palabras”, ordenó Aristófano, con un tono apenas un poco más suave. Todo el mundo hizo silencio.
“Solo quiero que cuiden al continente”, dijo el hechicero moribundo.
Minutos más tarde, su cabeza posó en otra lanza de hierro, junto a la de Leticia, sobre la misma tarima.
El lord Sigfred se retiró junto a sus perros mientras la música medieval comenzó a sonar en una plaza repleta de jolgorio.

 

(Continuará)

 

* Periodista

 

 

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