El reverso de las palabras
La escritora Fabiana Torres comparte con los lectores y lectoras de Caldenia, dos relatos que escribió luego de un viaje que la llevó a la reflexión. Torres tiene publicado un libro llamado “El reverso de las palabras”, escrito luego de un viaje en bicicleta por Marruecos.
Fabiana Torres *
Ella en mí
Siempre la veía tan cerca y tan lejos, única alma habitando el momento en alguna plaza o caminando por las veredas del barrio. Fueron 45 años de encuentros distantes, miradas entrelazadas de pasados, haciéndonos testigos de una vida en común. Su porte no se correspondía con el de una niña de 10 años. Vestía un saco azul, largo, tieso, con grandes botones, que no dejaba ver el resto de una vestimenta que sin elección cubría su cuerpo y era suficiente, así debía ser.
Pasé mucho tiempo sin verla. Hace un año aproximadamente, al subir a un ascensor la encontré, fue un momento de amor y ternura. Las lágrimas en mi rostro avanzaban por mis arrugas, líneas del tiempo ya de mujer grande. Me había olvidado de esa niña, qué absurdo es ir tan rápido por la vida sumando logros externos, negándome a mirar el laberinto del pasado. En una sala luminosa, nos sentamos una al lado de la otra, tomadas de las manos. Nuestras miradas se reconocieron y el silencio le dio voz al tiempo que fuimos una. Recuerdos lejanos, surcos de mi vida sin posibilidad de olvido. En el proceso de sanar heridas encontré un libro de Doctor John Bradshaw: Nuestro Niño Interior, con un prólogo muy bonito: Sé lo que realmente quiero para esta Navidad: que me devuelvan mi infancia. Sé que no tiene sentido, pero, ¿desde cuándo tiene que tener sentido la Navidad? Se trata de un niño de allá lejos y hace mucho tiempo, y se trata también del niño de ahora. En ti, en mí.
Lo sé, nadie me devolverá mi niñez. Debo entender con amorosidad que mis padres me ofrecieron lo que tenían y podían; aceptarlo. Y ahora, al cerrar este relato, siento que solita debo transitar la reconciliación: tomar de la mano a esa niña y juntas, dibujar un arco iris sobre las heridas que deja el exilio de la infancia.
La Curandera de la 24
Que absurdo pensar que no tenía nada de vos, que simplemente habías sido mi abuela, ¿no? Pero ahora comprendo que soy parte de una trama de vida donde vos también estás, retazo de otro tiempo que quiero hilvanar para no olvidar y en cada puntada recordar qué elijo tomar y qué dejar.
Los libros cuentan historias, y en ocasiones historias no escritas en ellos.
Cierto día en mis prácticas de escritura mi maestra me dio una tarea, debí acudir a la página de un libro para realizar el ejercicio consignado. Allí estaba guardado al azar un recorte de diario de la ciudad amarillento acusaba el paso del tiempo, había pertenecido a mi abuela. Ella murió hace mucho, tanto que quedó en el olvido de alguna nube pasajera, como las que regaban la magnífica huerta de su casa.
Era de porte pequeño con unos grandes ojos azules, dura como una roca, la vida la había hecho así. En las horas que compartimos actividades en la cocina, me contaba su historia de dolor y abandono; cicatrices que supo llevar en la memoria de su corazón.
Quizá Dios para remediar sus heridas le dio dones sobrenaturales, así surgió la curandera y médium de la calle 24.
Con el tiempo la noticia de sus poderes comenzó a hacerse saber entre los sentires y pesares de la gente, largas colas de personas buscando la sanación: gotas de aceite en agua para el mal de ojo, granos de arroz para los tendones, ventosas en la espalda, cura de empacho con cinta, ruda para los parásitos y tantos conjuros más que se fueron con ella.
En el escritorio tenía un cuaderno de tapas duras, negras, junto a una lapicera, fiel compañera para el registro de los datos y males de los pacientes. Sobre él yacía una cruz más grande aún, recurso divino, garantía de sanación en sus prácticas.
De la pared de la sala devenida en consultorio colgaban los cuadros de Pancho Sierra, Mama Antula y el Sagrado Corazón de Jesús. Y para completar la seguidilla de sus ayudantes del más allá, Allan Kardec. Por cierto una foto que me animaba a jugar con la mirada de ese señor de bigotes raros: yo me agachaba, me acercaba despacito, me alejaba y su mirada, puedo asegurarlo, me seguía. Era de los pocos que frenaban mi picardía y sed de aventuras exacerbada venidas vaya una a saber de qué rama del árbol de mi vida.
Para reforzar la divinidad de la sala, había imágenes religiosas de yeso sobre los muebles, la Virgen de Luján era su favorita. Un lugar donde los familiares podían entrar sólo si eran pacientes. Y sobre todo un lugar prohibido para mí. Sin medir penitencias, yo entraba igual.
Allí se entremezclaban el poder que le otorgaba Dios con sus atributos paganos. En el pueblo sabían de su medicina para el cuerpo y el alma. Y le creían.
En algún tiempo fui la responsable de abrir la puerta para que la gente que asistía a su consulta se ubicara en las sillas de una sala de espera improvisada. Lugar de silencio, solo interrumpido por su voz seca y determinante: Que pase el que sigue.
La contribución por la atención era voluntaria, y los regalos un plus a la excelencia de sus resultados.
En esos años de infancia rodeada de misticismo, descubrí los bombones garotos que eran regalo habitual de sus fieles, y lo confieso, tenían que ver con mis manifiestos empachos.
Yo había descubierto dónde ella guardaba las cajas de dulces, con sigilo robaba el preciado botín y corriendo me iba muy lejos en el patio, ahora de adulta lo sé, no eran más de 100 metros.
En la parte más alta de una pila de postes de quebrachos estaba mi fortaleza, lugar donde disfrutaba del banquete mientras observaba si había “moros en la costa”. Era ciertamente peligroso, sabía que mis primos y hermana mayor no me seguirían, solo yo me atrevía a subir la montaña de palos, que si pisabas mal podían comenzar a caer uno sobre otros y quedar atrapada entre ellos. Los papeles del delito iban a parar a la estufa a leña, ¡fuera la evidencia! Hasta que el ingenio de ella, superó al mío para encontrarlos y supe de esos bombones con menos frecuencia.
Recuerdo algunas ocasiones haber estado en primer lugar sentada en sus sesiones de espiritismo. Debo confesar que no escuché a nadie del más allá, se imploraba y cada uno parecía recibir el mensaje que quería. Yo aún lejos de saber sobre los misterios de la muerte, mi curiosidad tenía un fin: entender cómo mi abuela juntaba tanta gente.
También de niña fantaseaba con tener sus poderes y los practicaba con mis primos, la imitaba: un suspiro y con mis ojos cerrados colocaba las manos extendidas sobre la zona afectada, sin llegar a tocarla. Al terminar mi actuación, cerraba la práctica, con giros de manos como directora de orquesta sin batuta, los convencía: estás mejor, ya te curé.
No me daban dinero ni regalos, por lo que mi entusiasmo por mis autoproclamados poderes fue apagándose y los guardé en algún lugar muy profundo de mi adentro, hasta ahora, que comienzan a asomar en recuerdos.
El tocadiscos de la abuela era un entretenido pasatiempo, me daba curiosidad una perilla que me permitía cambiar la velocidad, de esa manera los cantantes, en baja, frenados, parecían borrachos como que iban despacito cantando por la vida, hasta que en “75” los hacía cantar a toda velocidad. Obviamente el tocadiscos dejó de estar a mi alcance, no había púa que resistiera los repentinos cambios de ritmo.
Entre los vinilos estaban Cafrune, Julio Iglesias y la inigualable Rafaela Carrá. Sus canciones me permitían brindar presentaciones gratuitas arriba de la mesa como en un gran escenario, a pedido de mi público. Bastaba un ¡bailá Fabi! y yo comenzaba la actuación. Prontamente llegaban los aplausos de mi selecto público. Bailaba para mi mamá, hermana mayor y mi abuela. Fui el gran divertimento los días en que no estaba el radioteatro. Un radioteatro apasionante: Nazareno Cruz y el Lobo. Todas sentadas escuchando la voces que cobraban vida saliendo de la radio que estaba al lado del teléfono negro, ¿lo recuerdan?, aquellos a disco.
Aprendí a obedecer y a respetar reglas con coscorrones y penitencias, y los bailes de la Rafaela fueron parte de una diversión diferente a la mejor manera, la mía.
El teléfono era un atractivo inevitable. Estaba ubicado a una altura considerable para ser atendido solo por un adulto. Pero ya mi destreza me permitía trepar al mismísimo estante y apenas levantando el tubo respondía un ¡espere! y sin dejar hablar a quién llamaba disparaba con toda mi voz: ¡abuela te están llamando por un turno! Mera presunción de mi parte.
Rápidamente venía ella a atender, con una mano tomaba el tubo y con la otra un coscorrón rozaba los rulos revueltos de mi cabeza: ¡te dije que no atiendas! Caso omiso a su pedido, siempre.
Como era uno de los pocos teléfonos de la zona, ella lo facilitaba para que otras personas se pudieran comunicar. Las llamadas se pedían a la operadora y tardaba en conectar por la demora de la línea, los vecinos volvían a sus casas, ella les decía, cuando entre la llamada les aviso. Y ahí un grito: Fabita, avisá a… (tantos nombres que no recuerdo), que venga. Yo salía corriendo para un lado y para otro, les gritaba ¡teléfono!, ¡teléfono!, y ya sabían de qué se trataba. A mi grito exagerado, las mujeres con ruleros y pañuelos con un moño rematando en el centro de sus cabezas, atravesaban al trotecito las calles empolvadas y en sus delantales de cocina iban fregando las manos para tocar el tubo brillante del teléfono.
La vida me llevó por otros lugares, la vi muy poco en los últimos 30 años. El día que murió, tal vez fue un trato con Dios por sus buenas acciones: “cuando quieras y como quieras”. Y lo hizo, él cumplió, sucedió en su cama a sus 94 años. Muerte natural, como ella quería.
Fuimos con mi madre hasta la ciudad, no habría velorio, decisiones que no se cuestionan. Reunidas con mi tía en la casa de la abuela, mientras tomaban té en las tazas cachadas de loza que atravesaron sus infancias, repasaron la bitácora de vida de Doña Irma.
Ya la funeraria había retirado el cuerpo pero la curandera quedó allí, su vida había tenido tantos matices, que era imposible borrarla con la muerte.
La muerte se duela pero también como en una kermés, se dispara para ver quien se lleva lo del finado.
¿De qué me declaré heredera el último día que entré en su casa? De un recorte del diario “La Reforma”. Yo estaba convencida que ella, entre tanto más, lo había dejado para mí. Tenía fecha 12 de octubre de 1997, amarillento, reseco por el paso del tiempo, contenía un poema de Teresa de Calcuta, mujer enjuta que entregó su vida al prójimo. Salvando las diferencias, mi abuela también lo hacía.
Al desdoblar el papel, tantos años después, en el reverso un artículo con un gran título llamó mi atención: EL OJO y El poder de la poesía, de Raimon Claveríe. ¿Será que mi abuela le pidió a los dioses el don de escribir para mí y ese OJO, tan relevante, es una señal de su mirada que siento tan cerca mientras escribo? Solo especulaciones de la nieta de “Doña Irma la curandera de la calle 24”, como la llamaban.
En esa época había curanderos, ahora hay redes sociales con frases y mensajes bonitos y una varieté de terapias alternativas. Cambian los tiempos, los escenarios, pero las curanderas sobreviven.
Hace poco leí en una publicación de un curso “para reinventarse”, si no logramos los resultados esperados te devolvemos el dinero, ¡riesgo cero!
Somos buscadores incansables de un mundo afuera que satisfaga nuestras necesidades interiores, curas para nuestros males por doquier.
Decía mi abuela: Mijita adentro está todo, somos nosotros la medicina.
Ahora la entiendo, ahora comprendo las palabras de Doña Irma, en cada uno de nosotros residen las fuerzas más poderosas de la sanación: la fe y el amor. Y ella lo sabía.
Mis manos se aquietan sobre el teclado de la notebook: cierro los ojos, esbozo una sonrisa, mientras disfruto la fragancia de un té de cedrón que reposa en una taza, musa necesaria para escribir y traer a la abuela a mis emociones. La escucho susurrando en mi corazón una frase de San Agustín: “La muerte no es nada, solo he pasado a la habitación de al lado”.
* Escritora
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