El mito del tapicero
Entre cuerinas de varios estilos y telas de numerosos colores, se esconde el trabajador. Pelo con canas, ojos marrones, lentes de gran marco y una postura segura y envidiable, Víctor se aposta detrás de su mesa de atención al público para contar su vida. Un pequeño espacio, de paredes amarillas, identificado como "Impacto", ubicado en la esquina de Coronel Gil y O´ Higgins, y entre sillones, sillas, máquinas de coser y herramientas, es el lugar donde el tapicero suspira de emoción por un día más de trabajo. Un equipo musical de mediano tamaño, y sus manos ásperas describen su fisonomía: transparente como el mar y movediza como la arena.
Autodefinido como un "enfermo del detalle", Víctor nació el 9 de junio de 1937 en Pehuajó, provincia de Buenos Aires.
Hijo de campesinos, dedicados a la agricultura y a la ganadería, - ambos descendientes de inmigrantes españoles- el niño se crió en el campo, aunque los días hábiles de la semana acudía a la localidad cercana para cumplir con
sus estudios primarios.
"En Pehuajó, vivía con mi abuela paterna mientras que los sábados y domingos volvía a mi casa natal", resume. A los 12 años, una vez terminado sexto grado, su padre le preguntó qué realizaría de su vida. Y la respuesta fue inmediata: Víctor no seguiría estudiando sino que se dedicaría, como hasta el día de hoy, a trabajar hora tras hora. Los primeros años estuvo junto a sus padres, en el crudo campo bonaerense, donde los ayudaba con las tareas típicas. Dos años más tarde, cambiaría su destino...para siempre.
Vocación.
Para algunas personas, el descubrimiento de la vocación suele darse en épocas adultas o de madurez intelectual y espiritual. Walter fue la excepción a la regla debido a que a los 14 años encontró su misión en el mundo, un oficio
que lo ató de por vida, jamás lo soltó, ni le permitió abandonarlo todo en los momentos más tristes y desolados.
Su tío, hermano de su madre, era el tapicero de Pehuajó. En los días de viento y campo, le preguntó a su sobrino si lo podía ayudar hasta que le propuso trabajar con él. El muchachito, inundado de ansiedad y emociones encontradas, aceptó y comenzó a crear su propio sendero en la tierra. "Comencé a trabajar con mi tío, en esa época no existía el poliéster, y realizábamos todo en cuero y algodones", describe.
Tras pasar interminables horas de aprendizaje familiar, Walter decidió independizarse y buscar nuevos horizontes.
Más allá de su pasión por la tapicería, el joven tenía además una enorme adicción al ciclismo y el deporte. En 1962, corriendo en bicicleta un torneo desarrollado en Trenque Lauquen, se encontró con un hombre que amablemente lo llevaba hasta la parada del hotel de la ciudad mencionada donde pasaba sus noches aguardando la vuelta a Pehuajó.
Inesperadamente, su compañero convenció al adolescente de mudarse a Trenque Lauquen para poner un local por su cuenta e iniciar su camino como tapicero autónomo.
"Hablé con mi tío, le dije que tenía ganas de progresar, de dejar de ser empleado, y él me compró una máquina, me regaló cuerina, y otras herramientas para empezar a trabajar", dice. El muchacho se independizó, luego contrajo matrimonio con Susana y tuvo tres hijos. La vida parecía sonreírle: su trabajo crecía y su familia se estabilizaba. No obstante, la muerte espiritual y material tocó la puerta de su tiempo, cargado de casualidades.
Tragedia.
"Tenía mi casa, donde estaba la tapicería familiar, y por otra parte una fábrica de juegos de living con nueve empleados", afirma Walter. Y amplía: "La fábrica estaba en un galpón de diez metros por veinte; en un sector estaba la recepción y venta, y en el otro la carpintería".
Corría 1981, años de dictadura en Argentina, cuando la tragedia se apoderó del alma de un trabajador disciplinado y todos sus proyectos conjuntos.
Uno de los días de ese año, el compresor del sector de ventas, que trabajaba largas horas, provocó el recalentamiento de los cables que causó la quema del cielo raso y la formación de brasa que posteriormente cayó dentro de los 120 sillones, recientemente restaurados, y preparados para cargar al día siguiente. "Todo empezó a arder, los sillones se quemaron por completo, y las vidrieras estallaron", recuerda. Los empleados y su jefe salvaron su vida pero perdieron todas sus cosas, sumergiéndose en la profunda resignación.
"No tenía seguro, tuve que pagarle a mis empleados para que dejaran de trabajar, y perdí hasta mi casa", se entristece Walter. Sostiene que fue una especie de muerte, ya que tenía que mantener a una familia y todos sus proyectos logrados con esfuerzo se evaporaron con el humo del fuego.
"Fue un momento muy duro, nada fácil, pero tenía que empezar de nuevo, no me podía entregar", indica.
A su vez, las fuertes inundaciones de la época y la falta de trabajo particular sumergieron a Walter en un difícil momento económico.
"Estábamos realmente muy bien, con mi mujer y mis hijos, y de repente todo se fue, me quedé sin nada", agrega.
Indignado y con una mochila cargada de pocas esperanzas más que de entusiasmo, el hombre empacó los bolsos para enfrentar su destino, tan inciertamente oscuro. Les dio unos pocos pesos a Susana, para que cuidara de sus hijos, y se fue al sur, a probar suerte otra vez.
Renacer.
Walter recorrió la desolada Patagonia. Pasó por Comodoro Rivadavia y Trelew, entre otros sitios, pero la tapicería era innecesaria para esos tiempos, caracterizados por la debacle política, económica y social.
Con sus pocas telas al hombro, y su modesta máquina de coser, el tapicero decidió pasar por Santa Rosa. Algo premeditaba su mejor fortuna en la capital pampeana aunque no conocía ni personas ni lugares. El 29 de abril de 1982 decidió radicarse en la capital pampeana y, un día después, empezó a trabajar.
Ayudado por conocidos esporádicos, en la esquina de Garibaldi y Alem, el trabajador alquiló un pequeño espacio de cuatro paredes húmedas y resurgió de sus propias cenizas, que quedaron amontonadas en su recordada
fábrica de Trenque Lauquen.
"Una vez instalado, pude hacer mis primeros pesos, y a fines de año mi mujer y mis hijos se vinieron conmigo", señala. Y reconoce: "No aflojé nunca, pese a todo, en esos días trabajar fue durísimo, pero metí horas y horas y de a poco la gente empezó a conocerme".
Los años '80 tampoco fueron fáciles para el tapicero. Resultado de la hiperinflación, el hombre no fue ajeno a la problemática de esos días. No obstante, y a fuerza de perseverante sacrificio, Walter pudo mejorar su condición económica y hasta llegó a comprarse su auto. Y añade que, años más tarde, se mudó hasta el lugar que ocupa en la actualidad.
"Había levantado, pero me volví a caer, en la década del 90, donde reformaba un juego de sillas en todo un mes", aclara.
La crítica época menemista, de neoliberalismo, afectó también a Walter. "Desde los '90, y por los siguientes diez años, estuvimos inestables económicamente", dice.
Pero el trabajo constante, el fiel cumplimiento con sus clientes, y la responsabilidad diaria, pudo revertir su situación. Todo cambió, hasta el día de hoy, donde tiene su taller, dividido en dos, con Víctor, su empleado de confianza, y su pequeño equipo que musicaliza suavemente sus días felices.
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