Historias que mezclan las máscaras griegas
Señor Director:
Laura Bonaparte, una de las Madres de Plaza de Mayo, falleció días atrás, a los 88 años de edad.
Al leer datos de su biografía no pude menos que emocionarme, primero, y luego entrar en uno de esos procesos de reflexión que se hacen necesarios toda vez que sentimos haber tomado contacto con el acontecimiento, si llamamos así al hecho que propone una significación que aparece como yendo más allá de lo que es corriente ante un fallecimiento. Cuando esto sucede se debe procurar entender el suceso como perteneciente a una dimensión o instalación diferente. Digo esto sin creer que en tal caso la muerte nos haría diferentes, pues lo diferente es algo anterior a ese final, algo que la persona adquiere durante su existencia.
Las Madres y las Abuelas tienen hoy un reconocimiento internacional y han estado propuestas para el Nobel de la Paz. Estudiosos y escritores de distintas lenguas les han dado un estatuto mundial que comenzó a configurarse cuando tuvieron el gesto de reunirse los jueves en la Plaza de Mayo, en pleno terror de la dictadura, para manifestar silenciosamente su reclamo por los hijos y por los nietos desaparecidos. Laura Bonaparte fue una mujer muy bella y mantuvo esa apariencia a pesar de haber perdido a tres hijos (desaparecidos) y haber logrado salir del país con su hijo mayor, salvándolo. Regresó ya convertida en psicóloga y psicoanalista, profesiones en las que sobresalió. Sin embargo, ella, la hija de un juez socialista, a los trece años iba a la cárcel de mujeres, en Paraná, para alfabetizarlas. Siguió participando de estos quehaceres junto con la tarea más relacionada con su profesión. Y se sentía convocada a cuanta protesta pública entendía justa y razonable. Recibió golpes de la represión y en algún caso golpeó para rescatar a otra mujer agredida. Ella es la historia de las Madres, las "viejas locas" que inventó la dictadura para desvalorizarlas ante la imposibilidad de desaparecerlas porque las organizaciones internacionales de derechos humanos tenían puestos los ojos en esas mujeres.
Quienes han hablado de ella en estos días destacan que era mujer que reía y sonreía. Nunca creyó necesario poner el gesto grave ni apesadumbrado. Había conocido las profundidades del dolor, pero no se dejó abatir por el dolor y emergió con mayor decisión. En su profesión eso se suele llamar resiliencia: esa capacidad de emerger del dolor con una resolución definitiva, con fuerza renovada y aún mayor. Como el resorte, que se deja comprimir, pero madura la fuerza necesaria para recobrar su forma. La Real Academia ha aceptado esta palabra en su edición por aparecer.
Mi reflexión sobre el caso me llevó a la memoria de las máscaras del teatro griego, conservadas hasta ahora en dos de sus expresiones: el gesto festivo para la comedia, el rostro sufriente para la tragedia. Francisco Romero (en Filosofía de la persona) dice que la máscara era necesaria en aquel teatro, porque expresaba las situaciones límite representadas por el personaje. Añade que las máscaras griegas hacían también de amplificador de la voz, dándole una tonalidad apropiada al papel, para que el espectador no pensase en el actor, sino en lo que éste representaba. El personaje "resonaba a través". Resonar se dice personare, en latín: de ahí vendría la voz "persona", según Romero: algo que sobreviene al individuo, lo que el individuo hace consigo mismo para no ser uno más, sino alguien.
Las Madres y Abuelas emergieron desde su individualidad y personifican la capacidad de rehusarse a la injusticia y hacer de su propio dolor una personalidad pública, esta vez representada por pañuelos blancos y no por máscaras. Así las vio el mundo antes que muchos argentinos. Laura Bonaparte, con su aire animoso, representó el ascenso de todas ellas a la condición de personas y, como tales, en símbolo del mensaje que comunica un más allá del sufrimiento.
Atentamente:
JOTAVE
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