Domingo 28 de abril 2024

Aquellos años felices

Redacción 21/01/2024 - 00.25.hs

Durante aquellos días perfumados por los paraísos, frente a mi casa anduve de vagabundo, sin nada que hacer, solo en mis correrías, vacaciones forzadas y a los campitos del Señor, con hamacas oxidadas que lloraban como becerros cuando las usaban y las zanjas repletas de ranas para cazar, delinquir en la piel de los animalitos metidos en bolsas de arpillera y llevar comida “para las casas”.

 

No sé si fue la doña de la esquina o alguien que al verme como un fugitivo montuno, callado y desconfiando del mundo entendió que lo que me estaba pasando era que sentía una fiereza inaudita y no hacía más que matar, pescar, frotarme contra las chicas, ser odiado, yo que era tan bueno.

 

–Este chico necesita aprender algo, un instrumento, algo que lo calme.-Si, un buen par de azotes, decía Don Campana que realmente me odiaba a fondo. ¿Motivos? Todos y cada uno con su enumeración perfecta: siestas donde lo martirizaba con la pelota, frente ensuciado con mis orines, su autito embarrado con bosta de perro y demás etcéteras.

 

La suerte me llamó un día y me hizo entrar a la casa de la profe de música. Enseñaba “por música” que significaba todo un blasón de prestigio. Dejé de lado las andanzas, me obligué a bañarme todos los días y perfumado como un sufí aparecía tres veces por semana en la casa de la profe a leer esos pajaritos colgando de una ropa, las partituras que me distraían de las bellaquerías y me ponían reconcentrado: tenía un destino en la vida ahora, me decía mientras que bajo la planta de naranjas y su media sombra intentaba entrarle con fe a esos vericuetos de líneas, negras, blancas y grises.

 

Estudiaba y había abandonado mis armas de criminal doméstico para cambiarlas por el mástil de la guitarrita manchada que alguien me había conseguido como la garante de mi excarcelación. Dio resultado y al año estaba rindiendo en una academia que me otorgaba el primer y único título que obtuve. Un año “por música” y el certificado. Después no fui más. Un día abandoné esas horas de confianza en el futuro por el presente inmediato que me llamaba desde la pelota, desde los campitos, desde las siestas entre fotos prohibidas y acordes siempre nuevos. Tenía que desenterrar los tesoros escondidos en las voces, en las orquestas que propalaba la radio. Ese era el secreto y aquello me hizo fuerte: al fin tenía algo, al fin había capturado al pajarito azul de las montañas que rara vez se dejaba ver. Y era mío. Aún era muy chiquito. Pero mío. Vinieron como de atropello los primeros aromas del río invisible que me estaba llamando: los bailes en los clubes y mi profesión en ciernes. La de convertirme en músico y ver el mundo pero desde el lugar privilegiado que otorga el escenario. Desde allí imitando la voz del cantante de Credence o Deep Purple podía ejercer un dominio territorial que se me hacía difícil con los pies en tierra. Uno, al tocar en una banda, vuela y se deja llevar. Empecé con los clubes, abandoné los entrenamientos futboleros y me sumergí en la bohemia por cincuenta pesos, ausencia de drogas y alcohol barato mezclado con coca cola. Las redadas pasaban cerca de las chatas donde cargábamos los equipos y a veces nos paraban para comprobar que los pies de micrófonos no eran Fals ni los estuches de guitarra escondían molotovs. Atravesábamos los campos minados, los retenes con una sinceridad y un sentido de humor que nos tornaba imbatibles y bastante inconscientes. Yo fui un herido pero no de balas. Una chica gordita más grande que yo me conmovió cuando me enteré que quería estar conmigo. Yo que estaba lejos ni la atendí, solo la saludaba en la puerta del colegio y nada más. Hoy la retendría en unos besos para calmar el ánima sola, el ánima vieja que anhela caricias de la gente sola. Yo era gente sola pero no me daba cuenta porque me creía fuerte, exalto aquellos años en que era feliz y no me daba cuenta. diferente y casual.

 

Hoy que hasta el presidente actual anticipa que “habrá muchos caídos”. Que ha habido tantísimos golpes de estado que ya ni recuerdo, que la ignominia y la traición son moneda corriente, veo aquello como figuritas de un álbum incompleto, gastado pero mío, donde siempre faltaba “la difícil” pero me bastaba con jugar a encontrarla. Era un salvaje, era libre y era muy chico. Hoy estoy civilizado, preso de un sistema carcelario cuyas rejas son las tarjetas de crédito, el anhelar un descanso pago y bien merecido; un sueldo digno, unos mayores cercanos o lejanos que puedan vivir decentemente, medicamentos accesibles y un aire sano de envenenamientos propios de la torpeza para elegir a quienes nos representan. Hoy que soy mayor exalto aquellos años en que era feliz y no me daba cuenta.

 

ADRIAN ABONIZIO

 

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