Azucena Villaflor, la Madre Mártir
Un 30 de abril de 1977, catorce mujeres se reunieron frente a la Casa Rosada para exigir información a la Junta Militar sobre sus hijos e hijas que habían sufrido secuestro y desaparición forzada.
IRINA SANTESTEBAN
Esas madres ya no tenían adónde recurrir, pues habían recorrido comisarías, hospitales, obispados, etcétera, sin lograr respuesta. Empezaron a reconocerse y a darse cuenta que no eran las únicas, que había muchas madres y padres que buscaban a sus hijos e hijas, muchas de ellas embarazadas.
“Hay que ir a la plaza”.
Azucena Villaflor fue una de las fundadoras y primera presidenta de lo que luego sería la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Ella impulsó a ese grupo de mujeres, amas de casa la mayoría, a llevar el reclamo por sus hijas e hijos desaparecidos desde las dependencias oficiales de la dictadura, adonde nadie las escuchaba, hacia la Plaza de Mayo.
Ella comenzó a hablarles con claridad al grupo de madres que se juntaban diariamente en el Ministerio del Interior, buscando datos sobre lo que les había sucedido a sus hijos. “Tenemos que ir a Plaza de Mayo porque allí se produjeron, a través de los años, las más grandes concentraciones y los hechos políticos y sociales significativos”, dijo Azucena, un día que esperaban en la Iglesia Stella Maris.
Ella había ingresado muy jovencita a trabajar como telefonista en Siam; se casó con Pedro Devicentis, obrero peronista, y tuvieron cuatro hijos: Pedro, Néstor, Adrián y Cecilia. La familia la recuerda como una “madraza”, que como era habitual en las mujeres en esa época y clase social, se dedicaba de lleno a las tareas de la casa y la crianza de los hijos.
Ella formó parte de esas catorce mujeres que, no sin temor, comenzaron un jueves de 1977 a escribir la historia de una organización que pondría en jaque a la mismísima dictadura del general Jorge R. Videla.
A Azucena esa lucha iba a costarle la vida.
“Circulen”.
Los militares no les prestaron demasiada atención a ese grupo de mujeres que querían saber sobre sus hijos, pero al verlas reunidas mandaron policías para impedir que manifestaran, invocando el estado de sitio que impedía el derecho de reunión. “Circulen”, les dijeron los policías y ellas obedecieron. Desde entonces, todos los jueves, las Madres marcharon alrededor de la Pirámide de Mayo, en una ceremonia silenciosa pero imponente, que recorrería el mundo a pesar del cerco de la dictadura.
Los primeros encuentros fueron tímidos, con mucho miedo, pues ninguna de ellas tenía militancia ni experiencia política, salvo algunas conversaciones y discusiones que habían presenciado en silencio cuando sus hijos, que eran militantes de la Generación del ‘70, hacían reuniones en sus casas.
Hebe de Bonafini, quien sucedió a Azucena en la presidencia de Madres hasta su muerte, decía que ellas eran “hijas del pueblo”, pues la mayoría era de extracción humilde o amas de casa de clase media, algunas eran maestras. En ese camino de búsqueda, fueron aprendiendo: se juntaban a tejer en los bancos de la plaza; simulaban festejar el cumpleaños de alguna de ellas en una confitería e intercambiaban regalitos donde ocultaban papeles con datos, trámites, cartas o petitorios, etcétera.
La Santa Cruz.
Ya iniciado el camino de los jueves, comenzaron a unirse algunos militantes de derechos humanos, que se reunían en parroquias. Ese movimiento no pasó desapercibido para los servicios de inteligencia del gobierno, que decidió infiltrarlo. El marino Alfredo Astiz cumplió la abyecta tarea de introducirse en la organización, fingiendo ser hermano de un desaparecido, bajo el nombre de Gustavo Niño. En esa simulación utilizó a una secuestrada de la ESMA, Silvia Labayrú. Astiz no se equivocó cuando, desde el comienzo de su infiltración, se pegó a Azucena, intuyendo que era la líder natural de ese grupo de “locas de la Plaza”, como las había bautizado el gobierno militar.
A fines de 1977, comenzaron a organizar la recolección de fondos y firmas para publicar una solicitada en el diario La Nación el 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos. Para impedirlo, la dictadura montó un operativo represivo el 8 de diciembre, Día de la Virgen, a la salida del grupo de la iglesia de la Santa Cruz.
Ese día, Astiz fue “marcando” a quienes había que secuestrar con un beso. Cayeron ocho personas: la monja francesa Alice Domon, Julio Fondovilla, Remo Berardo y los militantes de Vanguardia Comunista (hoy Partido de la Liberación) Ángela Auad, Raquel Bulit, Horacio Elbert, Gabriel Horane y Patricia Oviedo. Luego caerían la otra religiosa francesa Leonie Duquet y tres Madres: Mary Ponce de Blanco, Esther Ballestrino de Careaga y la propia Azucena, secuestrada cuando iba a comprar el diario para ver la publicación de la tan ansiada solicitada. A un altísimo precio, las Madres obtenían su primer triunfo: la primera denuncia pública con los nombres de personas detenidas-desaparecidas, rompiendo el muro de silencio.
Secuestro y tortura.
Secuestrada a metros de su casa en Avellaneda, Azucena fue llevada a la ESMA, donde fue brutalmente torturada. Los sobrevivientes que pudieron verla, la recuerdan como una mujer que aún en el estado en que se encontraba, buscaba saber y recordar los nombres de todos los que veía en ese centro clandestino de detención, para luego informar a los familiares de aquellas personas a las que había podido ver con vida. Los marinos fotografiaron a las dos monjas en la ESMA con un cartel de Montoneros atrás, para mentir que esta organización las había secuestrado. Azucena fue arrojada al mar en los “vuelos de la muerte” que el ex represor Adolfo Scilingo denunció como la metodología de exterminio que utilizaba la Marina.
Antes de fin de año, su cadáver fue hallado en las playas de Santa Teresita y fue enterrado como N.N. hasta que en 2005 el Equipo de Antropología Forense, pudo identificar sus restos, los de las otras dos Madres y de Auad.
Los secuestrados en ese operativo se conocen como “Los 12 de la Iglesia de la Santa Cruz”, y los restos de algunos de ellos se encuentran en ese lugar; los de Azucena reposan en la Plaza de Mayo.
Un ejemplo de lucha.
Las Madres nos van dejando. Las que quedan, la mayoría de más de 90 años, siguen luchando para que continúen y se aceleren los juicios contra los genocidas. También para encontrar a tantos nietos y nietas que faltan.
En estas épocas, cuando nos gobierna un presidente de ultra derecha, y una vicepresidenta que pretende reivindicar a esos militares genocidas, alegando una mentirosa “Memoria Completa”, es más necesario que nunca reivindicar a esas valientes mujeres del pañuelo blanco.
Es un gran desafío para las nuevas generaciones tomar este enorme legado para continuar sin descanso este camino de lucha contra la impunidad. Madres de la Plaza, el pueblo trabajador las abraza. Siempre.
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