Martes 30 de septiembre 2025

Capos y caranchismos

Redacción 30/09/2025 - 00.19.hs

El brutal asesinato de Brenda, Morena y Lara puso el foco en las estructuras criminales dedicadas a la droga. La comparación con el resto de la región. El caranchismo político.

 

Por Ricardo Ragendorfer*

 

Ahora se sabe que el misterioso “Pequeño J” –señalado como autor intelectual del triple femicidio de Morena Verdi, Brenda del Castillo y Lara Gutiérrez– es un ciudadano peruano de sólo 20 años, con cara mofletuda, flequillo infantil y mirada gélida, quien responde al nombre de Tony Janzen Valverde Victoriano. ¿Acaso es realmente el “patrón del mal” de la Villa 1-11-14, situada en el barrio porteño del Bajo Flores, donde tendría el control absoluto del tráfico de cocaína? Suena increíble. Pero eso parece ajustarse a la verdad.

 

Claro que el hecho de que aquella orgía de sangre ocurriera en el partido bonaerense de Florencio Varela dio pie al ejercicio del “carancheo” político, un deporte muy en boga en esta temporada.

 

Tanto es así que, por ejemplo, el diputado de La Libertad Avanza (LLA), José Luis Espert, se apuró a postear en X el siguiente juicio de valor: “Buenos Aires es una cloaca a cielo abierto. El kirchnerismo la detonó”.

 

Un comentario notable, justo cuando sobre su buen nombre y honor –ya que de drogas se trata– pesa su lazo con Alfredo “Fred” Machado, el empresario neuquino que financió, en 2019, su candidatura presidencial, y que actualmente está preso, a la espera de su extradición a EEUU.

 

Al tipo lo pide un tribunal de Texas por “conspiración” –junto con otras siete personas– para “poseer, fabricar y distribuir cocaína”, además de incurrir en “el blanqueo de capitales y fraudes económicos”. Tales delitos se extendían a Belice, Guatemala, Venezuela y México, donde su flotilla de aviones prestaba servicios al Cártel de Sinaloa para ingresar la droga al territorio de los Estados Unidos. También les lavó –siempre según la acusación– 55 millones de dólares, metiéndolos en campañas electorales de candidatos peruanos, guatemaltecos y argentinos. Una situación –diríase– embarazosa para todos ellos.

 

Esta mención, lejos de pretender denostar al insigne legislador, no tiene otro propósito que establecer la diferencia entre las ligas mayores del narcotráfico a nivel global y lo que podríamos denominar la “Conexión Pampeana”.

 

A tal efecto, no está de más, primero, poner en foco el contexto regional, desde una perspectiva que abarca la historia de los últimos tres lustros.

 

En 2010, la imagen de soldados izando la bandera verde-amarela sobre la cima del Complexo Do Alemao, en Río de Janeiro, dio la vuelta al mundo como un símbolo de soberanía del Estado sobre el territorio gobernado hasta entonces por el Comando Vermelho. Lo cierto es que el hecho en sí trajo cierta reminiscencia a lo adelantado por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos acerca de cómo se desarrollarán los conflictos bélicos en el siglo XXI: “La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo”.

 

El caso brasileño se inscribía en la estrategia que aconsejaba la DEA ante los cárteles latinos con el objetivo de controlar el flujo monetario que se desliza a través de sus arcas. Su paralelismo más remoto son las Guerras del Opio, en el siglo XIX, entre Inglaterra y China, por la pretensión británica de eliminar los obstáculos que impedían el comercio de aquella pócima en el país oriental.

 

Violencia.

 

El surgimiento, a mediados de 1970, de los cárteles colombianos, el increíble volumen de su facturación y la posterior debacle por enfrentamientos entre estructuras rivales –alentadas por la DEA– no acabó con el negocio sino que lo llevó hacia una nueva tierra de promisión: México. Sus efectos no fueron edificantes. A partir de 2007, cuando presionado por Washington, el presidente Felipe Calderón lanzó su gran ofensiva contra el narco, la ola de violencia ha causado en ese país unos 120 mil muertos. Es la contabilidad de tres guerras simultáneas: la de los cárteles entre sí por el control de territorios; la de los Zetas (integrada por desertores del ejército y de la policía) y la de los militares contra los propios ciudadanos.

 

De manera que el “prohibicionismo” mata más que las sobredosis.

 

Pues bien, ¿cuál es la situación de Argentina en medio de tal escenario? En primer lugar, desde luego, no se trata de un país productor. Tampoco ofrece un mercado atractivo a los grandes cárteles internacionales, ya que la cotización de sus productos –que aumentan según la cantidad de fronteras que traspasan– determina que aquí, por la cercanía con Bolivia, cueste apenas diez dólares el mismo gramo que en Europa o en Estados Unidos se paga a más de cien. Para estas organizaciones, este sí es un país de tránsito, aunque –tal como rezan las publicidades de laxantes–, de “tránsito lento”. Y también, un excelente sitio a los efectos del lavado de dinero.

 

Por lo tanto, frente al crecimiento durante los últimos años del mercado minorista, sólo existen aquí estructuras de narcos abocadas al menudeo. Aunque con un enorme control territorial en los asentamientos periféricos a las grandes ciudades (habiendo sido, por muchos años, el clan rosarino de la familia Cantero el ejemplo más ruidoso y exprimido por la prensa).

 

Son bandas que reinan en una villa y rivalizan con los “porongas” de otra villa. Pero no son organizaciones como los cárteles de Medellín o Sinaloa. Sólo pueden abastecer a los consumidores de algunos arrabales y no inundar la plaza norteamericana con sus mercancías. Sus jefes jamás serán mencionados en la revista Forbes. Y compararlos con los grandes barones de la cocaína –quienes incluso supieron ofrecerse a pagar la deuda externa de sus países a cambio de impunidad– sería como equiparar a Leonel Messi con un muñequito de metegol.

 

Además sufren otro problema: tener que tributar a la policía para seguir existiendo. Porque el rol gerencial de las fuerzas argentinas de seguridad en el negocio de las drogas constituye una costumbre muy arraigada en el país.

 

“Pequeño J”.

 

Tal es la dimensión de la “orga” comandada por un personajillo como el tal “Pequeño J”, cuya torpeza es directamente proporcional a su crueldad, una pulsión que, a todas luces, roza la demencia. El tipo se habría adueñado –quien sabe cómo– de la estructura dejada a la intemperie en la 1-11-14 por los legendarios Marco Antonio Estrada y Rutilo Ramos Mariños “Ruti”, al caer ambos tras las rejas, donde aún permanecen. Fue el primer fotograma del thriller que ahora espanta al país.

 

La “mejicaneada” de un paquete de cocaína –no más de un kilo, según se dice– junto con algunos dólares, perpetrada con el ardid de las “viudas negras” –también según se dice– por una piba de 15 años (Lara Gutiérrez) desató esa venganza disciplinadora. El “chorlito” en cuestión habría sido nada menos que el segundo en jerarquía de la banda, Matías Agustín Ozorio, apuntado, por ahora, como uno de los autores materiales del asunto. Y que esa aterradora ceremonia fue apreciada en vivo a través de Instagram por 45 soldados de su clan.

 

¿Acaso “Pequeño J” pensó que aquella era una puesta en escena perfecta para consolidar su poder? Los resultados están a la vista. El horror de la realidad a veces supera a las pesadillas de la ficción. (*tiempoar.com.ar)

 

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