Una grave acusación
La imagen pública del presidente Milei -prácticamente un desconocido político hasta su promoción mediática- fue producto del aprovechamiento de las circunstancias y, principalmente, de una intensa tarea de los medios de difusión afines siguiendo un plan –ahora es evidente— con notable inversión de dinero.
Sin embargo la realidad, basada en la propia personalidad del presidente y en la mediocridad de varios de sus colaboradores principales, fue desgastando aquella imagen hasta la inquietante realidad actual, un detalle que queda demostrado por las encuestas en las que tanto confía el gobierno: ellas le evidencian que hay una franca caída en la apreciación pública. Es que la gente en general y el periodismo en particular, entre otros, parecen haberse hartado del mensaje presidencial soez y agresivo, expresado en odio manifiesto en algunos casos. Esa forma de expresión –hay que reconocerlo- en muchos casos abrió las puertas al uso de esas palabras a muchos de los propios periodistas, sacándolos de una cierta prudencia y hasta podría decirse que de una hipocresía en el manejo del idioma. Que la situación económica aportó lo suyo para tan especial ampliación del idioma no hace falta mencionarlo.
También los escándalos y torpezas en que incurrió el gobierno tuvieron una magnitud que permitieron para con la figura presidencial el uso de muy duros calificativos, algunos rayanos en el insulto de nivel popular a los que el mandatario eligió contestar en el mismo nivel, por más que los hechos hicieran aconsejable el silencio.
Las consideraciones anteriores justifican el comentario dentro de una tesitura parecida, aunque más grave. La semana que pasó, en un reportaje público que le hicieran, Elisa Carrió dijo al pasar pero con toda claridad que el Presidente era consumidor de pornografía infantil. La declaración no tuvo mayores comentarios ni réplica alguna por parte del mandatario o su equipo comunicacional pero, ciertamente, es grave.
Es que la acusación no devino de “una cualquiera” sino de una figura política de trascendencia y antecedentes que tuvo en su actividad –y tiene todavía, a menudo en condición de denunciante— presencia importante, máxime como cabeza de una agrupación a través de la cual suele desempeñarse como una suerte de fiscal de los gobiernos de turno. La índole de la acusación, además, es gravísima porque alude a una actividad repudiada y condenada por la sociedad en su conjunto, aunque se sabe de su oculta existencia.
Se diría entonces que Carrió arrojó la piedra y escondió la mano, ya que después de su tremenda imputación no dio detalle alguno. Transcurrida ya una semana de la declaración, la Presidencia, o su equipo comunicacional, que es nutrido y rápido, tendría que haber dicho al menos algo. Se trata de la más alta autoridad del país, abiertamente relacionada con una actividad abominable que la justicia reprime duramente.
En definitiva, hay dos protagonistas de la situación: por un lado el Presidente y una imagen pública que puede ser criticada bajo ciertos aspectos o limitar quienes lo denigran; por otro una referente política de nivel, que muy difícilmente haga una declaración de semejante contenido aparentando desinterés o inocencia. Si hubiera alguna prueba de lo dicho es obvio que seguiría una trayectoria imposible de prever; de lo contrario se impone una disculpa o una aclaración, que –conociendo al personaje— difícilmente se concreten. Su vigencia agregaría algún golpe más a la ya cascoteada figura del Presidente
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