Víctima y ejemplo
Hoy, 16 de agosto, se cumplen 3.500 días de la prisión de Milagro Sala, la dirigente y activista política jujeña que tuviera una muy destacada actuación al frente de la organización barrial Tupac Amaru al ayudar a los más desposeídos, reclamando y ejecutando programas sociales que incluían la concreción de beneficios tales como apertura de fábricas, establecimientos educativos y lugares de esparcimiento para los más humildes, casi todos en los barrios marginales de la ciudad. Esas y otras acciones la llevaron a una diputación en el Mercosur.
Sala es dueña de una singular personalidad, forjada en una infancia triste y pobre que incluyó ser abandonada en una caja al nacer y criada por una familia sustituta. Según sus propias palabras, un temprano conocimiento de la cárcel la llevó a cuestionar la equidad de la justicia y empezar a ejercer la solidaridad con los pobres y una militancia política y social a través de centros comunitarios y en la defensa de los más humildes, pueblos indígenas especialmente. Su rebeldía la llevó a reconocer como guías a Tupac Amaru (José Gabriel Condorcanqui, patriota revolucionario peruano del siglo XVIII, bárbaramente reprimido por el gobierno colonial español), el Che Guevara, Eva Perón y Evo Morales.
Con semejantes orientaciones, es fácil comprender que se ganó la desconfianza de algunos políticos –especialmente el gobernador de la provincia-- que no dudaron en acusarla de malversar los fondos oficiales que conseguía para su movimiento. Pese a la resistencia popular y a su trascendencia, fue detenida en 2016 y condenada a prisión por participar en una manifestación, acusada por el Gobierno de la provincia de Jujuy de «instigación a cometer delitos», «tumultos» y «sedición» debido a un acampe de protesta contra el gobernador de la provincia Gerardo Morales. Tres años después, un tribunal jujeño de muy sospechosa imparcialidad la condenó a 13 años de prisión por malversación de fondos. La opinión pública vio en esas acciones una clara advertencia por parte de las autoridades provinciales respecto a que no se aceptarían cuestionamientos ni disidencias políticas para con la conducción del gobernador, a quien buena parte del periodismo nacional calificaba, y califica, como autócrata, inserto en las políticas nacionales de alto nivel.
Según sus defensores, las críticas a Sala contienen un «fuerte componente racista, machista, clasista y xenófobo». Resulta notable ver que, además de sus partidarios, la defensa de Sala fue ejercida por organizaciones insospechadas de partidismo, como lo son la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y Amnistía Internacional, cuyo apoyo influyó para que la Corte Suprema de Justicia interviniera para preservar su estado de salud pero también –lo más sugestivo— su vida, ya que había sido objeto de amenazas y un atentado. Curiosamente, la misma Corte Suprema ratificó dos años y medio atrás la condena a trece años.
La conclusión que se desprende de lo expuesto, además de la miseria jujeña, todavía vigente, es que esta mujer es víctima y ejemplo de lo que significa oponerse a algunos gobiernos de las provincias tradicionales, donde hay límites que no se pueden pasar y el contubernio político-judicial es evidente. Las condenas con pruebas dudosas son una forma efectiva de aleccionar a los rebeldes. Estos tres mil quinientos días de cautiverio lo demuestran.
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