En el techo del mundo
*Romina Maraschio
Había leído mil historias de Nepal, la maravillosa tierra de montañas gigantes donde se levanta el Everest y donde conviven culturas y religiones tan diferentes como el budismo y el hinduismo. Sin embargo, nada le alcanzó para imaginar lo que encontraría en este país asiático, que tiene fuerte influencia de sus vecinos India y China, y que mantiene formas de vida primitivas, donde las carencias de salud y educación y las desigualdades sociales gobiernan el lugar.
Trayectoria.
Santiago Diab nació en Santa Rosa, estudió veterinaria en General Pico y, ya recibido, trabajó en Santa Rosa, Balcarce y Anguil, hasta que en junio de 2006 partió a Estados Unidos en busca de un perfeccionamiento profesional que acá no existía. Hizo la residencia en patología en la Universidad de California y después comenzó a trabajar en el laboratorio de diagnóstico veterinario de la misma universidad.
Más allá de la profesión, en sus 34 años había colaborado varias veces con la Cruz Roja, Rotary, Greenpeace y otras organizaciones. Pero esta vez decidió ayudar de otra manera, involucrándose en primera persona.
Ser voluntario.
Después de investigar por internet, se contactó con la organización Volunteers Nepal, envió una carta y su currículum vitae y rápidamente fue aceptado. "Mientras uno tenga ganas de trabajar, la organización ofrece diferentes lugares: uno puede ser albañil, plomero, arreglar escuelas, pintar orfanatos. También podés ser maestro, trabajar en orfanatos cuidando los niños, llevándolos a la escuela, jugando. No hace falta un inglés perfecto, sólo un nivel básico para comunicarse; lo fundamental son las ganas de trabajar", explica.
Los preparativos fueron intensos: durante tres meses estudió el idioma nepalés con videos y manuales que le enviaron desde la organización, se interiorizó en la forma de vida nepalesa y se puso un completo programa de vacunas, más de las necesarias según supo después. "Uno se vacuna por prevención y por desconocimiento, pero no es obligatorio", cuenta.
Bienvenida perfecta.
El 16 de febrero de este año Santiago aterrizó en Katmandú -la capital nacional- y marcó el comienzo de la inolvidable aventura. "Mis primeras dos horas en Nepal resumen lo que es el lugar. Llegué al aeropuerto a las 5 de la tarde en invierno, con una lluvia torrencial y ya oscureciendo. Después de hacer los trámites fui a buscar mi equipaje y mi valija no aparecía. Buscaba gente para reclamar y no había nadie. Después de discutir con dos o tres personas en una mezcla entre inglés y el poco nepalés que sabía, encontré una persona nada amigable para sentar el reclamo. Sin equipaje y bastante mojado, salí de la aduana. Como no hay sala de espera, salís directo a la calle, donde hay un millón de personas queriendo que subas a su taxi, un acoso total. Yo esperaba a la persona que me iba a buscar, que no apareció", recuerda.
Indefenso.
En Katmandú, Santiago se alojó en la casa de la organización Volunteers Nepal y compartió sus días con voluntarios que iban a hacer la misma experiencia que él. En esa "casa de gran hermano internacional" -según definió- conviven personas de distintos países y edades que, según sus habilidades, ayudaban en la misma capital o en otras localidades.
"Cuando recién llegás, estás una semana en Katmandú para adaptarte, conocer la ciudad, el idioma, la cultura y para aprender a manejarte solo -cuenta Santiago-. Al principio me daba un poco de miedo, no entendía nada del idioma, las calles no tienen nombre, el tráfico es espantoso y la gente en las grandes ciudades intenta engañar. Al comienzo es tal el caos y el desorden que te sentís indefenso, sólo te sentís más protegido cuando andás con un local".
En tierra hindú.
Después de una semana en Katmandú, partió rumbo a su primer destino como voluntario. Como es amante de las montañas, eligió dos lugares rodeados de picos nevados, en medio de un paisaje maravilloso. Sin embargo, la vista al Himalaya desde su ventana y la belleza de la naturaleza a su alrededor contrastaron con las precarias condiciones de vida y las desigualdades que encontró.
Acompañado de una persona de la organización, Santiago llegó a Chaturale, un pequeño pueblo hindú con unas pocas cuadras de casas de adobe, piedra, paja y madera, que tiene una canilla en una esquina como única fuente de agua para todos sus habitantes. Se alojó en una casa de una familia de casta alta -está muy marcada la división de clases en castas- y repartió su tiempo enseñando inglés en una escuela de casta baja y en otra de casta alta y ayudando en una posta sanitaria.
Desigualdades.
Santiago vivió casi tres semanas con una familia integrada por el jefe de la familia, su mujer, su madre y su sobrina. "Ninguno hablaba inglés, entonces la comunicación no era fluida, pero tienen una rutina fácil de aprender en horarios de trabajo y de comida -explica-. Son todos agricultores. La familia donde estuve tenía tierra, cultivos y un molino donde ventilaban arroz que después se embolsa. Ahí eran de casta alta, pero para los estándares nuestros son pobres".
"La gente de casta alta acopia todo el alimento que van a utilizar en el año y les queda para vender. Alguien de casta media cultiva para alimentar a su familia, y alguien de casta baja no tiene tierras, entonces trabaja para gente que sí la tiene y le paga con comida: vive para comer, eso si tiene la suerte de encontrar trabajo; el que no, come lo que consigue", continúa.
Las desigualdades también están marcadas en el trato entre hombres y mujeres. Para Santiago era chocante comer en la mesa con el hombre de la casa y ver comer en el piso a las mujeres. Peor aún, cuando son familias de casta baja "la mujer come si al hombre le sobra, si no, no come. Lo mismo con las niñas: si tienen muchos hijos y sólo se puede mandar a uno a la escuela, va el varón; la mujer va a trabajar la tierra y limpiar la casa".
Rutina.
Alejados completamente de la vida moderna, en Chaturale todas las labores son manuales, desde trabajar la tierra hasta cocinar a leña. "Todo lleva mucho tiempo. Empiezan a prender el fuego a las 7 de la mañana, ordeñan la vaca, y preparan la comida, que está lista a las 9 y media. Todos los días comen lo mismo: arroz con sopa de lentejas. ¡Comí 28 veces consecutivas lo mismo! -recuerda-. A las 10 terminan y la mujer va a trabajar la tierra, a veces tiene que caminar media hora para llegar al campo. Cuando se hace de noche, vuelve y empieza nuevamente el proceso de preparación de la comida".
Cada casa tiene una vaca en su patio y todos los días la ordeñan para tomar la leche en el momento. "Yo tomo poca leche y prefiero descremada y ultrapasteurizada. Al ver el estado de las vacas, y sabiendo que podían tener tuberculosis, estaba muy sugestionado y trataba de zafar, pero ofrecen todo el tiempo y queda mal decir que no a todo. Terminé tomando y tenía un gusto rarísimo", cuenta.
Un día fue invitado a comer a la casa de unos vecinos. "Esta familia es más equitativa, todos comen en el piso y lo hacen con la mano derecha porque con la izquierda se limpian cuando van al baño. Yo pedí una cuchara para comer y cuando agarraba algo con la mano izquierda me miraban mal", explica.
Voluntario.
Todas las mañanas Santiago trabajaba en una posta donde hay una enfermera y un asistente. "Tengo idea de medicina por ser veterinario y el primer día me dieron el estetoscopio y me dijeron que confiaban en lo que yo hacía. Son muy buena gente, pero poco preparados para lo que estamos acostumbrados nosotros", reconoce el joven, que atendía alrededor de 10 personas por día poniendo vacunas, haciendo pequeñas cirugías y, principalmente, atendiendo enfermedades respiratorias, producto de las precarias condiciones de vida.
Por la tarde, daba clases de inglés en dos escuelas. "No todos los chicos tienen cuaderno, las aulas no tienen ventanas, las escuelas son muy pobres. En la de casta alta tenía 60 alumnos de hasta 20 años, son grandes porque antes trabajaban, no tuvieron la oportunidad o repitieron. Fue complicado dar clases porque los niveles de inglés son muy diferentes, había chicos que no entendían una palabra, otros entendían bastante y unos pocos entendían casi todo y se aburrían. Uno tiene que inventar, improvisar, hacer juegos".
Mente abierta.
El contraste con nuestra cultura y las precarias condiciones de vida no son fáciles de sobrellevar durante tantos días. Las casas sin baño ni agua, la suciedad de los animales en los patios, los alimentos vencidos eran sólo algunas postales que enfrentó. "Yo había estado en lugares pobres, pero no así. Pensé que me iba a adaptar más fácil, pero lo sufrí. Los primeros tres días no tenía hambre, era un miedo reflejo a no comer para no enfermarme de cualquier cosa, después tuve que comer", cuenta Santiago, que bajó 10 kilos en dos meses por una afección digestiva que lo tuvo a mal traer durante varias semanas.
Aunque fue con la mente abierta y se adapta fácil a situaciones nuevas, quedó impactado con la vida primitiva y las desigualdades tan arraigadas. "Cuando no la estás pasando bien el consuelo que te queda es pensar que para vos se termina y volvés a tu realidad, para la gente del lugar sigue, es lo único que conocen. Algunos voluntarios han tenido que irse porque se enfermaron y realmente no estaban bien", cuenta.
Cultura budista.
Después de la dura experiencia en Chaturale, Santiago volvió a Katmandú y se sumó con otros voluntarios a la tarea de arreglar y pintar orfanatos, atender a perros callejeros y otras obras de servicio durante 10 días. Luego, partió rumbo a su nuevo destino: viajó cuatro días y caminó otros dos días hasta llegar a Bigú, un pueblo budista. "También es un lugar pobre pero la cultura es muy diferente, hay menos diferencia de clases y de género, trabajan todos por igual. Yo viví en un convento donde había 60 monjas de entre 7 y 80 años. Viven dedicadas a la religión, aunque en realidad muchas están ahí porque tienen asegurada casa y comida, entonces las familias numerosas envían uno de sus hijas si no la pueden mantener. Pueden irse, pero después no pueden volver si se arrepienten -explica-. Acá la vida es muchísimo mejor. Las monjas son súper simpáticas, me trataron muy bien y eran mucho más limpias".
En el convento, Santiago aprendió una nueva rutina: de 5 a 7 de la mañana hay ceremonia religiosa, después desayunan y empiezan las tareas diarias, como cuidar la huerta.
"Meditar es complejo, no es sentarse, mirar a la pared y no pensar en nada. Si bien no soy religioso, simpatizo bastante con la filosofía budista y quería ir a las bases a ver si me interiorizaba más, pero rápido me di cuenta de que no iba a aprender mucho porque el idioma era una barrera importante. Después llegaron familiares del lama -como si fuera un sacerdote jefe- que hablaban muy bien inglés y tuve muy lindas charlas con el lama, que había trabajado con el Dalai Lama", explica.
Mientras que en los monasterios están los varones, en los conventos están las mujeres. Con sus cabezas rapadas y unas sonrisas de dientes perfectos, las monjas recibieron con mucha hospitalidad a Santiago, que disfrutó de la estadía, a pesar de convivir con ratas y arañas en su habitación.
Orfanatos.
La última etapa del voluntariado fue en Katmandú, donde hay muchos orfanatos que cuidan a los bebés que son abandonados en las calles. Según explicó el joven, "muchos orfanatos fueron inventados para el negocio de la adopción. Estados Unidos era el país que más adoptaba en Nepal, entonces prohibió la adopción de niños nepaleses en su país hasta que no se blanqueara la situación de los orfanatos. Con esa medida muchos han cerrado y otros están sufriendo una gran crisis económica".
Movilizado por la dramática situación que conoció, Santiago y tres amigos de Estados Unidos crearon la organización no gubernamental Sunsar Maya que quiere decir 'mundo de amor'. "Nuestra misión es brindar apoyo económico a orfanatos para darle buena educación a los niños. Empezamos por Nepal, el sueño es expandirnos por otros países, incluyendo Argentina", dice, mientras muestra fotos junto a niños que la flamante ONG viste y envía a la escuela.
De regreso.
Después de ser voluntario durante más de dos meses, Santiago se convirtió en un turista más. En junio regresó a Santa Rosa y, después del emotivo reencuentro con su familia, se prepara para volver a trabajar en el mismo laboratorio de Estados Unidos donde estaba.
Más allá de sus planes para el futuro, aún disfruta de su experiencia en Oriente y, a la distancia, siente que quedó marcado a fuego por todo lo vivido. "En el lugar me sentía fuerte para sobrevivir, pero ahora me emociono al ver a mis sobrinas y pensar en la vida de aquellas nenas nepalesas. Moviliza mucho todo lo que viví, me volvió más sensible y solidario", concluye.
*LICENCIADA en Comunicación Social
EPIGRAFE
Diab junto a los alumnos de la escuela en la que dio clases en Chaturale.
EPIGRAFE
El santarroseño junto a dos monjes. Estuvo dos meses de voluntario en Nepal.
PARA
En el convento, Santiago aprendió una nueva rutina: de 5 a 7 de la mañana hay ceremonia religiosa, después desayunan y empiezan las tareas diarias, como cuidar la huerta.
RECUADRO
Emociones
"Es una experiencia muy intensa. Es un país en el que todo es desorden y caos, pero viví tantas cosas lindas, que si no me tuviera que preocupar por trabajar y pudiera elegir un lugar, creo que volvería a Nepal. Hay mucha gente en la misma sintonía, queriendo ayudar y se crean vínculos maravillosos", reflexiona Diab. Y continúa: "Ojalá no sea demasiado tarde para ayudar. Ya se han contaminado todos los ríos, se han talado todos los árboles, está instalada la cultura de que las mujeres son las que más trabajan y menos ganan, el grande se aprovecha del chico y el país está estancado en la pobreza y el subdesarrollo total. Pero hay muchos voluntarios. Una persona puede hacer solo un poquito, el secreto está en que un montón de personas hagan un poquito en el lugar donde vivan, no sólo en Nepal".
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