Viernes 11 de julio 2025

Tres historias mínimas

Redacción 27/07/2014 - 03.40.hs
José Depetris*
Se está cumpliendo el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. El recuerdo de quienes combatieron en esa contienda y luego vivieron en La Pampa. Un periplo desde Francia y pasando por Italia hasta la lejana Letonia.
Las batallas y masacres rodadas en simultáneo al tiempo en que se desarrollan, son en la actualidad el componente rutinario del incesante caudal de "entretenimiento" doméstico de la pantalla chica. El conocimiento de la guerra entre quienes nunca la han vivido es el producto del impacto de estas imágenes. Algo que se vuelve real, siguiéndolo como "noticia" desde el otro lado del mundo.
En la Primera Guerra Mundial, el combate mismo estaba aún fuera del alcance de las cámaras, o al menos no era masivo. Las noticias escritas eran épicas y contabilizaban bajas con asepsia de estrategas. Las fotografías presentaban solo las secuelas posteriores: el paisaje lunar que dejaba la metralla en la "tierra de nadie", los cadáveres esparcidos en las trincheras o los destripados pueblos por los que había pasado el conflicto. El horror de la intimidad de la muerte en el fragor de la batalla, el salvajismo contra los civiles y las imágenes de tiznados soldados enloquecidos de terror, solo quedaban en las retinas de los propios protagonistas de por vida, que ya no sería la misma en adelante. Algunos de aquellos combatientes, tras el infierno, se afincaron en La Pampa.

El bearnés.
Ancianos ya, conocimos algunos de ellos en nuestra adolescencia. Consultados, solían expresar como sobrevivientes a la catástrofe su nula asimilación desde largo plazo a lo que hubieron de sufrir. "Aquello fue como un sueño y una pesadilla de por vida", se excusaba educadamente Romain Andrimons eludiendo brindar los detalles escabrosos de la prolongada guerra trincheras para bifurcarse en relatos más generales. Bearnés de nacimiento, su juventud transcurrió apaciblemente en la campiña francesa de Navarrenx. Convocado al servicio militar en el frente, sirvió durante tres años en un cuerpo de artillería. Terminada la guerra, emigró casi inmediatamente a La Pampa. Nunca volvió a su tierra, trasmitiendo la nostalgia a sus descendientes.

 

Los paisanos.
Corría el año 1920 y -altre tempi- Alessio Bertolini tomó el tren en Santa Rosa con destino a Toay. Había llegado poco antes para hacer unas compras. Si el convoy no se atrasaba, calculaba que le daría tiempo para llegar al sulky que había dejado el día antes en la fonda "El Verdún" y para la noche estaría nuevamente en la chacra distante apenas tres leguas de Toay.
Se acomodó en un asiento junto a un joven de llamativo traje verde quien contestó al saludo en italiano. Cuando movió el tren, ya estaban conversando. Luego de las consabidas frases de ocasión, de comentar el estado del tiempo y otras vaguedades con las que se empieza una charla con los ocasionales compañeros de viaje, el de traje verde, explicó que estaba llegando de Italia en busca de parientes que no conocía. "Son los Bertolini, ¿osté los conoce ?", disparó de pronto. "Si, yo soy uno de ellos", le contestó Alessio con mezcla de hilaridad, sorpresa y emoción que selló para siempre la relación entre los primos que no se conocían hasta entonces. Un tiempo de aclimatación en la chacra familiar para habituarse al nuevo medio fue suficiente para que, hombre de siete oficios y mecánico de apuro, montara con sus ahorros un galpón con cuatro chapas en las afueras del pueblo.

 

El italiano.
Luigi Bertolini era un gringo bonachón. Solía gastar, pero también recibir inocentes bromas de sus amigos de Toay que concurrían al taller de herrería y carpintería. Siempre dispuesto a sacrificar su descanso o su mesa para reparar de apuro una pieza rota o enllantar una rueda de chata, lugar que en las tardes pueblerinas era parada obligada de los chacareros del lugar para la ronda del sempiterno mate calentado en el braserío de la fragua. Ocurrente y gracioso en sus dichos y anécdotas relatadas en ese castellano expresado trabajosamente que nunca pudo hablar correctamente, mechaba recuerdos tristes comenzando la historia con el consabido "io ho fatto due guerre, che".
Claro, su historia de inmigrante, obedecía a otras circunstancias. De relativo buen pasar en su Luzzara natal, no habría optado por emigrar si la trama de su vida no hubiera sido rota por la locura de la guerra. Tanto, que toda la documentación referida a esta etapa la resguardó celosamente y hoy nos permiten reconstruir casi minuciosamente cada capítulo de aquellos años arrojados a la hoguera del horror.
Reclutado en 1910 por el estallido de la Guerra Italo-Turca en el Regimiento 68 de Fusileros que ataca en junio de 1911 las provincias otomanas de Tripolitania y Cirenaica, que juntas constituyen la Libia actual. Participa en las primeras conquistas italianas: Derna, Bengasi y Horns. Y luego en la resistencia a la guerrilla tribal y religiosa de la guerra santa contra los italianos hasta el final de la campaña en 1912, repugnado por la carnicería que generaba aquella contienda desigual en armamento y tecnología moderna de guerra contra las cargas de caballería libias.
Tras un breve periodo, es puesto nuevamente bajo bandera al inicio de las campañas de la Gran Guerra a partir de 1915. Destinado al frente italiano en Trieste, participa de las batallas de Gorizia, y luego en la terrible guerra de trincheras hasta 1918, donde la metralla y gases mortales hacen estragos en ambos bandos.
Su baja y separación absoluta del servicio militar le fue concedida en 1919, según consta en el amarillento Foglio di Congedo Illimitato Per Smobilisazione, del Distrito militar de Reggio Emilia.

 

El hachero.
Carlos Freiman murió en Loventuel ya anciano. Todos en el lugar lo asociaban a su oficio de hachero durante años en los diversos obrajes de la zona, cuando la explotación industrial del caldenal y la presencia del ferrocarril motorizaban pueblos enteros.
Había entrado a La Pampa por los obrajes del sur en 1920, trabajando en varios de ellos que se ubicaban sobre la línea del ferrocarril a Bahía Blanca. Estación Gamay, General San Martín, Cotita, Epupel y Perú, habían sido el derrotero durante las dos décadas siguientes, jalonadas de esforzadas jornadas en el monte y privaciones para criar a su familia. Con el cierre de los obrajes de esa línea y tras una breve estadía en General Acha, su condición de zafrero ambulante lo lleva a Loventuel, donde se radicó definitivamente.
Ya retirado del oficio por su edad, vivió sus últimos años en el pueblo. Propios y ajenos que lo conocieron lo recuerdan como reservado y austero. Cierta afición a los libros y a la lectura en general señalan un grado de instrucción que denotaba un origen y formación que no era común a los de aquel oficio. Conservaba algunos detalles de buen gusto en su casa, que aunque humilde todo era orden alrededor con maceteros de extrañas flores para el lugar y vistosos colores en sus paredes y el trillet de la galería.

 

Desde Letonia.
Tras su muerte, su historia quedó en barbecho con más interrogantes que certezas. En espera de la ocasión para exhumar los retazos de información en media docena de amarillentas fotos con breves noticias familiares escritas al dorso en letón y otras en ruso y el ajado pasaporte de ingreso a la Argentina. Fueron suficientes para que sus descendientes engarzaran la secuencia de algunos hechos transcendentales de su juventud que posiblemente determinaran su ostracismo en La Pampa y la amputación con su pasado. Lo demás fue paciente búsqueda por Internet y el hallazgo de algunas precisiones necesarias.
Krisch Freiman, alias Freiberg, tal su nombre completo, era de Letonia. Había nacido en 1892 en Talsi, pequeña localidad de agricultores descendientes de un masivo poblamiento germano emigrado a la región báltica en el siglo XVI, que con el paso del tiempo evolucionan en una burguesía local ascendente.
Este enclave de remoto origen alemán en las llanuras y bosques aunque adaptado cultural y lingüísticamente al medio báltico, a partir de principios del siglo XVIII paulatinamente se fue apropiando del control de la tierra, el comercio y la economía, desplazando a la burguesía y campesinado originario letón que fueron excluidos de hecho en su propia patria ancestral . Tal situación social generó tensiones extremas entre ambos grupos étnicos. Sumado a que el control despótico del gobierno y territorio patrio letón dependía del zar de Rusia, determinaron el bando donde se ubicará Letonia aquel verano de 1914 en que estalla la guerra.

 

Dado de alta.
El inicial avance del ejército alemán hacia Riga, la capital de Letonia, fue resistido con la creación de una fuerza militarizada de obreros y campesinos comandada por oficiales zaristas que no lograron rechazan al invasor. Pero rápidamente tomó un fuerte enfoque nacionalista y popular que devino en la revolución que logró la independencia letona de la Rusia bolchevique mediante el Tratado de Brest-Litovsk tras la caída del zar en 1917. Acontecimientos que se dan en paralelo durante el transcurso de la Gran Guerra.
Freiman, según lo grafica una fotografía atesorada por familiares, fue dado de alta ese año en uno de los ocho Regimientos de Rifleros que resistieron en el Frente Oriental el avance alemán hasta la derrota en la batalla de Lemberg.

 

Al exilio.
Claro que en medio de semejante caos mundial que involucraba 32 estados o naciones en una conflagración mundial nunca vista antes, con más de 9 millones de combatientes muertos y los imperios ruso, otomano, austro-húngaro y alemán que se derrumbaban estrepitosamente, en Letonia -y en la vida de Freiman- hubo lugar aún para mayores calamidades. Su familia inmediata y su joven esposa fueron muertos en una de las violentísimas razias étnicas contra la población de origen alemán que grupos irregulares de nacionalistas letones emprendieron con la quema de haciendas y propiedades, confiscación de bienes y desplazamiento de aldeas enteras que llegó a ser una cosa común hasta 1920. Ese mismo año, con desconcierto, pone sus ojos en América. Y le nacía otro dolor, el del exilio.

 

Tres protagonistas.
Hasta aquí, tres mínimas historias, entresacadas casi a hurtadillas del obstinado silencio de los protagonistas, enviados a matar por unos o a morir a manos de otros.
¿Qué podrían decirnos hoy, a cien años de esos acontecimientos? Nosotros, y este nosotros es todo aquel que nunca ha vivido lo padecido por ellos, no entenderíamos cómo fue aquello. Lo aterradora que fue esa guerra y cómo se convirtió en normalidad. Eso es lo que estos viejos soldados que pasaron tiempo bajo fuego eludiendo la muerte que fulminó a otros a su lado sintieron con terquedad. Y tenían razón. Porque a la Primera, le siguió la Segunda Guerra y después otras tantas.
*HISTORIADOR

 


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