Metáforas vivas y muertas
Daniel Pellegrino y Jorge Warley - Una de las vigentes figuras del lenguaje, tanto para su estudio como para su empleo en los distintos niveles de la lengua, desde el llano y callejero hasta el de científicos y literatos, es la metáfora. Ya en el siglo IV antes de Cristo Aristóteles se interesó por este recurso discursivo en la Poética (tratado de las reglas de la poesía) y la Retórica (tratado sobre el "arte de hablar"). De acuerdo con su definición, la metáfora consiste en "trasladar" a una cosa un nombre que designa otra. No hay palabras que en sí mismas sean metáforas sino que se convierten en tales cuando un término que habitualmente se utiliza para designar algo de pronto migra para caracterizar otra cosa. Se convierte de ese modo en lenguaje figurado. Como cuando el título de un periódico afirma: "El abismo de la deuda externa".
Porque Aristóteles ya señalaba que las metáforas no son de propiedad exclusiva de la literatura, y que de continuo se las encuentra en el lenguaje de todos los días. Es esa evidencia la que habita buena parte de los estudios de lingüística, semiótica y análisis del discurso que en las últimas décadas han retomado y pulido el estudio y la clasificación de las metáforas en relación a una diversidad funcional que se desparrama en las múltiples esferas de la vida social.
Puras e impuras.
Se puede clasificar la metáfora de distinta manera. La más común es mencionar primero la "metáfora pura", cuando aparece el término real y se debe deducir el término imaginario. Por ejemplo si leemos "las canas del tiempo platearon mi sien", sabemos que el término imaginado es "vejez". Pero si citamos los versos de Juan Carlos Bustriazo Ortiz "Te veo.../ por la huella alazana de la oración" ("Niña del Curacó"), la traducción de la figura es más complicada: hay que imaginar un camino color canela u ocre que se tiñe con la hora del atardecer.
Otra vuelta de tuerca literaria la ofrecen ciertos poemas que, a partir de un objeto concreto, producen un encadenamiento de metáforas que siempre se refieren al mismo término. Así ocurre en la siguiente estrofa de Manuel José Castilla (1918-1980). Si se la lee sin el título, resulta difícil reponer cuál es el punto de partida de la seguidilla de metáforas:
"Rabia de Dios, goteante y roja./ Nombro tu incendio y tus enojos quietos./ Brote de guerra,/ víbora redonda/ calentando callada". El poema se titula "El ají".
Algo similar ocurriría con un poema de Bustriazo Ortiz si quitáramos algunos versos del siguiente poema: "chilca reclinada,/ albaricoque cuando se azucara,/ ojito de agua, perdicilla panda,/ brote lunado, pezoncito en alma". El poema se refiere a una niña ("Vigésima segunda palabra", Libro del Ghenpín).
En la "metáfora impura" aparecen los dos términos de la figura; es menos cerrada que la anterior y por lo tanto más accesible. Si ambos términos se unen mediante el adverbio 'como', se la denomina "comparación" y es de uso muy corriente. En los dichos de ambiente gauchesco, denominados "comparancias", se la explota muy bien: "áspero como talón de oso", "rayado como un cotín", "caliente como pava de lata", "chupa como ladrillo de segunda".
Si desaparece el adverbio "como" entonces se puede hablar de "metáfora impura" con mayor propiedad; ya no hay comparación sino semejanza: ¿Quién no llorará / aunque tenga en el pecho / un pedernal? Se entiende que aunque una persona sea recia e inquebrantable, habrá de prorrumpir en llanto ante determinadas circunstancias de la vida. Se la puede simplificar aún más: ¿Quién no llorará / aunque sea un pedernal?
Vivas y muertas.
Durante un buen tiempo se pensó que la metáfora solo era digna de estudio en las bellas letras, como si este recurso de la lengua fuera solo expresivo y estético en el territorio del arte. En la actualidad existen estudios sobre cómo la metáfora ayuda a divulgar y comunicar mejor los conceptos y experimentos de la ciencia, y los estudios lingüísticos expanden su curiosidad sobre las figuras literarias hacia todos los estratos de la lengua.
En una conocida investigación sobre la metáfora (G. Lakoff y M. Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, 1995) se declara: "Nosotros hemos llegado a la conclusión de que la metáfora, por el contrario, impregna la vida cotidiana, no solamente el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción. Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica".
Es en este punto que el filósofo Paul Ricoeur(1913-2005) propuso que la metáfora podía mediante su acción contextual crear una significación nueva y de tal fuerza que le permitiera alcanzar el estatuto de acontecimiento. Como si a fuerza de imaginación un objeto ideal de pronto brotara en el mundo y a los codazos disputara su lugar en la realidad misma. Se trata de una novedad desde el punto de vista de su contenido, pero no tanto en cuanto a su forma lingüística; la prueba es que podemos identificarla sin dificultad, ya que su construcción suele repetirse y por lo tanto resulta familiar para cualquier hablante.
Si una parte influyente de una comunidad la adopta, pude convertirse en una significación usual y pasar a formar parte de la polisemia de las entidades léxicas contribuyendo así a la historia de la lengua. Pero cuando la impresión de sentido que llamamos metáfora se codifica, se sistematiza, la metáfora ya no es metáfora viva, sino muerta, dice Ricoeur y remata: "Solo las metáforas auténticas, las metáforas vivas, son al mismo tiempo acontecimiento y sentido". Dicho de otra manera, nadie escribiría una carta a su amada describiendo sus labios como fresas, salvo que lo que busca como resultado es desatar la risa.
Es decir, algunas de las 'comparancias' no servirían porque son antiguas, pasaron de moda o ya no se entiende su sentido. O bien metáforas al estilo de "el tiempo vuela", "al mundo le falta un tornillo", "meter cizaña", "la oportunidad la pintan calva", resultan tan comunes o antiguas que ya no la pensamos como metáforas sino como parte del lenguaje natural.
Ernesto Sábato (1911-2011), al igual que el filósofo de la historia Giambattista Vico, pensaba que la metáfora era parte central de todas las lenguas: "Es imposible hablar o escribir sin metáforas y cuando parece que no lo hacemos es porque se han hecho familiares hasta el punto de hacerse invisibles: nadie advierte que nos expresamos figuradamente cuando decimos 'los años corren' o 'el valle se inclina'".
También opinaba que las metáforas perdían eficacia con el uso porque el lenguaje se renueva incesantemente, "eso explica que las metáforas se desgasten, pierdan su vigor expresivo y de convicción -aunque sigan siendo verdaderas-. Y que lo que alguna vez fue brillante hallazgo hoy nos haga sonreír: el cieno del pecado".
Por su parte, el catedrático español José Luis Martínez Dueñas ("La metáfora", 1993) ofrece otra perspectiva sobre la "metáfora muerta". Esta idea se origina en considerar como si fueran distintas la metáfora lingüística y la metáfora poética. La diferenciación "parece basarse en un criterio de antigüedad, que vale para eliminar lo conocido como algo que meramente reconoce un rasgo, frente a lo novedoso como un fenómeno de innovación total". Se identifica a la metáfora lingüística con los usos lexicalizados ("pata de la mesa", "trompa de Eustaquio", "brazo de la ley", etc.): "lo lingüístico se asocia con lo pasado, lo falto de vida, mientras que lo estético es todo lo contrario, la innovación, la vida nueva, siempre según los exegetas biológicos del lenguaje, que más bien hacen anatomía patológica y en este caso establecen una separación entre lo lingüístico y lo estético, cuando en principio todo uso es lingüístico y lo que varía es la contextualización y los niveles interpretativos. Lo que algunos llaman metáforas lingüísticas o metáforas muertas no son más que metáforas tradicionales y fijadas por la lengua".
Vuelta pampeana.
Puede resultar interesante reformular y jugar con el pensamiento de Ricoeur citado más arriba. Imaginemos palabras y sentidos creativos de los poetas que fueran lo suficientemente difundidos, aceptados y, sobre todo, usados por una comunidad lingüística, como la nuestra, hasta volverse comunes. Si se acepta la conjetura se debe convenir que el título del poema de Bustriazo Ortiz "tan huesolita que te ibas", el verso de Julio Domínguez "en las cuerdas celestes de mi guitarra", o en la reactualizada frase (imagen) de Edgar Morisoli: "La diuca no canta porque esté por amanecer. Canta para que amanezca", se convertirían en fórmulas que a diario se podrían intercambiar en la oficina, en la despensa o en la cola del banco.
El uso comunitario frecuente de tales expresiones podría llegar a codificarse de tal manera que se transformaran en metáforas muertas o, quizás sea mejor decir, en expresiones naturales, materia y piezas de un estilo, de una identidad cultural. Cabría preguntarse, finalmente, si a lo mejor eso es imposible. Si no hay formas del lenguaje poético que se caracterizan por su irreductibilidad.
Recuadro: Extremistas
En 1930 el poeta francés André Bretón publicó el Segundo manifiesto surrealista, donde intenta caracterizar en profundidad la corriente estética que lideró. Para los surrealistas la metáfora roza la trascendencia al hacer colisionar dos "realidades" que la lógica impide siquiera acercar, ese choque alimenta lo mejor y más potente de la creación artística. Así, en el manifiesto mencionado se insiste en la conjunción de polos opuestos que la figura metafórica expresa de manera más acabada: "Todo induce a creer que en el espíritu humano existe un cierto punto desde el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser vistos como contradicciones. De nada servirá hallar en la actividad surrealista un móvil que no sea el de la esperanza de hallar este punto".
Unas décadas más tarde, en el Río de la Plata, Jorge Luis Borges publicó "La metáfora" (breve escrito incluido en 1952 en la segunda edición de Historia de la eternidad). En el ensayo, el vanguardista criollo se aleja de la apreciación de su colega europeo, y de paso borronea la distinción entre metáforas vivas y muertas. Lejos de asombrarse por la novedad disruptiva que debería imantar el quehacer de los poetas, Borges más bien sostiene que, aunque a veces no se advierta de inmediato, la potencia de las imágenes se mide en los términos de la recreación de un fondo de metáforas ancestrales. Dice: "El primer monumento de las literaturas occidentales, la Ilíada, fue compuesto hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren) fueron advertidas y escritas alguna vez".
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