Sabado 27 de abril 2024

Columna literaria La Maga presenta: “Personaje”

Redaccion Avances 05/11/2023 - 15.00.hs

En una nueva entrega de La Maga, la compiladora presenta una obra literaria de Estela Smania, nacida en Paraná, Entre Ríos. Realizó estudios de periodismo y de guión cinematográfico y televisivo.

 

Gisela Colombo *

 

Busco a tu costa la gloria. No voy a negarlo. Soy de las que apuestan todavía a la inmortalidad. Justifico tu resistencia, y te aseguro que esa fuerza opuesta supone para mí un desafío digno del esfuerzo más apasionado. Vos sos mi víctima; yo, tu aparente verdugo.

 

Aparente, sí, porque ¿quién sino yo sobrelleva al mundo entero? Estoy llamada a desentrañar el alma y a ponerla en evidencia en sus fulgores y en sus miserias. Sobre todo en sus miserias, ya que es allí donde el hombre es más humano. Poco importa que no entiendas los motivos que me impulsan a vivir así, extrañada de mí misma, simultáneamente en el cielo y en el infierno, siempre estremecida de gozo y de miedo, después de todo se escribe para entender.

 

Decido que esto empiece hoy lunes veinte de diciembre, día de tu cumpleaños número cuarenta. No, esta decisión no me da un sentimiento de superioridad, pero sí de indefinible, de vaga libertad. Elijo estas circunstancias, pero evito detenerme, por razones de sobriedad formal, en la sensación de peligro que te recorre el cuerpo, y en otros detalles menores como una agenda llena de compromisos que te condenan, más que yo, a la ficción.

 

No hace falta que te ponga un nombre para forzarte a aparecer, podrías ser ésta o aquélla, no es improbable que fueras yo misma o más de una, ¿qué importa al fin y al cabo?

 

No, no me siento un dios. Su alter ego, quizá. Su titiritera. La que maneja las bridas del telón y lo levanta, la que conoce el sentido de todo, y todos los secretos, la que anuncia: que lo que tenga que suceder, suceda, puesto que hoy es el primer día.

 

Alfredo salió temprano a terminar el balance de la empresa –ya sé que no creés demasiado en la historia del balance- y prometió buscarte por la noche para que cenaran juntos. La cena te da igual. Estás a dieta y salir a comer no es, precisamente, lo que más te divierte, pero supongo que pensaste que era una buena ocasión para aclarar algunas cosas, sólo algunas, convengamos, porque sos de las que saben que a veces la ignorancia evita tener que arriesgarse más allá de las propias fuerzas.

 

Digamos que Florencia y Javier se han ido al club y que eso te da un respiro. A mí no me vengas con que te gusta tenerlos cerca ahora que ya no tienen clases, a mí no puede convencerme, lo lamento, esa vanidad exhibicionista de madraza que declama sopesar bien la cantidad y calidad de tiempo que le dedica a sus críos.

 

Francisca no llegaba y calculaste que iba a dejarte plantada como casi todos los lunes.

 

No te queda más que aceptar que Francisca te es indispensable, aunque la ingrata te pague mal todo lo que hacés por ella: la ropa usada con la que carga cada cambio de temporada, las sobras de la cena que se lleva y los aumentos que le das, de vez en cuando, a escondidas de Alfredo. No me pongo ni cáustica ni mordaz, sólo utilizo recursos propios de mi oficio y eficaces para desmoronar tus reparos.

 

Puedo verte ahora, no como un simulacro, sino como algo consistente y real, andar sola, como te gusta, semidesnuda, de una pieza a la otra, probando si la dieta ya te permite ponerte esos pantalones negros elastizados que a Florencia le quedan preciosos, escuchando los compactos que Javier esconde como un tesoro, fumando un cigarrillo, dándote un tiempito, como quien dice, antes de salir a tu sesión de gimnasia, tomar más tarde la audiencia testimonial del caso Montalbán que tu socia te endilgó a último momento, a pesar de que habías decidido tomarte el día, pagar impuestos, pedir turno al ginecólogo, pasar por la peluquería, y cumplir con el fatigoso rito del festejo. ¿Y a mí me vas a decir que cumplir cuarenta se vive como un despojo insoportable? Qué me vas a contar del tiempo que se escurre sin que nos demos cuenta, con la rapidez de un relámpago. Te diría que no sos ni linda ni fea, que sos común y corriente. No quise decir vulgar, aunque tenés razón: una es especial para sí misma.

 

Fue en ese preciso momento, cuando sonó el timbre. Siento que decir “ese preciso momento”, es, qué se yo, como poner una piedra inaugural o como darle orden al caos o a la inversa. Me imagino que te alegró pensar que era Francisca y bajaste corriendo a abrir. Pero en la puerta estaba tu madre. Oíste bien, tu madre, delgada como no la recordabas, casi transparente.

 

No te equivocás, es un reproche (ningún crítico me convencerá de que hacer literatura no impone una actitud ética) pero lo que te salió primero no fue abrazarla, si no pensar que lo que te estaba pasando ese lunes, veinte de diciembre, día de tu cumpleaños, era una sorpresa que no te merecías. Después, inventaste tu mejor sonrisa. ¿Cómo reaccionó ella? Ella te dejó hacer sin mostrar emoción alguna. Me parece que no podías esperar otra cosa de quien supo, desde un principio, que la habías mandado a Rosario con tu hermana Edith con el pretexto de que no tenías lugar en la casa, de que eras una profesional con mucho trabajo, mientras que Edith, después de todo, no hacía otra cosa que atender a su familia, desde que decidió no estudiar ni trabajar, sino darse la gran vida. Vamos, sabés mejor que nadie que no la engañaste, aunque siempre tuvieras a mano buenas excusas para no ir a verla ni escribirle. Tu madre no se tragó gato por liebre, aceptó con elegancia, sin quejas, dejar tu casa, parte de sus cosas, muebles, plantas, canario y gato, y hasta alejarse de la tumba de tu padre.

 

La abandonaste -retomo el lunes y el hilo de la narración- sentada en un sillón de la sala y te fuiste a vestir. Al volver, ella seguía allí, inmóvil, sólo posando sobre vos, con demasiada insistencia te pareció, sus ojos fríos. Te tranquilizó pensar que sería una visita corta. Le ofreciste una taza de té porque parecía helada a pesar del calor. Te dirigiste a la cocina a prepararlo y de paso hacer todas las llamadas que te permitirían cancelar las citas. No, a Alfredo no lo hablarías, porque ya se enteraría a su tiempo de la visita, y porque te paralizaba la humillación de no encontrarlo. Ya sé que no te gusta escuchar esto.

 

Como el té no aparecía por ninguna parte, pensaste en Francisca, y decidiste ponerla mañana mismo de patitas en la calle. Cuando lo encontraste, por fin, preparaste dos y te dijiste que a la negra de mierda, o sea a Francisca, le ibas a dar una última oportunidad. Creo que la frase “negra de mierda” permite que omita otras muchas cosas que sé de vos.

 

Bebieron, mientras te interesabas por su salud, por Edith, por los chicos, por tu cuñado.

 

Tu madre como siempre, no contestaba, lo que te obligaba a mostrarte verborrágica para que no se hiciera tan pesado el silencio. Cuando se te ocurrió preguntar cómo había tenido la fabulosa idea de venir a visitarte -fabulosa, dijiste- te pareció que tu madre reaccionaba apenas, para enseguida volver a ensombrecerse. Decidiste que ocupara el cuarto de Florencia, maldiciendo interiormente a esa malcriada que deja todo tirado, ¿para que lo levante quién?

 

Sugeriste que se recostara un rato y la dejaste allí. Puedo comprender que te estremeciera de pronto la idea de que se desnudara en tu presencia, lo que te forzaría a ver, tal vez a tocar, pensaste, ese saco de huesos. Ya en el living te largaste a llorar. Tu llanto humedece, de alguna manera, ciertas zonas mías que he ocultado por instinto.

 

Te imaginás con recelo, sólo cuidando a tu madre, tan frágil, de aquí en más.

 

Descuidada por todos, por Edith que no llama, por Alfredo que viene cada vez más tarde, por Florencia enojada por haberla desplazado de su cuarto, por Javier cada día más huraño, saludando apenas al irse, quién sabe adónde. No te equivocás, son todos unos desagradecidos y egoístas. Llegado el momento es posible que tus amigas dejen de llamar y que tu socia tome las riendas del estudio. De Francisca ni hablar.

 

Acomodás a tu madre en una reposera, en la galería, frente a las rosas, que tanto le han gustado siempre, decís, y te ponés a ordenar la casa, más que nada para no pasarte el santo día sentada al lado de ella, que se ha acurrucado bajo una manta, en un silencio que juzgás empecinado y descomedido de quien llega y se instala, sin decir hasta cuándo. Después de algunas horas le insinuás que cómo la van a extrañar los chicos de Edith, y la misma Edith, sin lograr que ella salga de su mutismo. Es probable que yo pudiera abrir aquí una hendija a la esperanza, pero me temo que yo sea, a mi vez, dirigida y acorralada.

 

Cuando por fin, a eso de las siete, llamó Edith, tu alegría fue tan grande que decidiste no echarle en cara nada, y te costó caer en la cuenta de lo que decía entre sollozos.

 

“...no quise antes, justo el día de tu cumpleaños...hace una horas murió, pobre mamá...tan ocupada como estás...te nombraba en su larga agonía...no te pongas así...pobrecita...en paz”.

 

Y aquí estás en la vida por mi mano, puesta en la pendiente de fluir, como yo, como todos, pero que vayas o no a mirar si la reposera sigue allí, en la galería, si está quieta o se mece bajo la tarde que empieza a caer turbada y malva, ya es tu elección. No me pidas certezas. Ahora puedo confesarte que yo tampoco logro conocer de mí más de lo que los otros ven.

 

Estela Smania, nació en Paraná, Entre Ríos como Tely Nanni y reside en Córdoba desde 1963. Se graduó en la UNC, ha realizado estudios de periodismo y de guión cinematográfico y televisivo. Su producción literaria, que abarca diversos géneros, ha sido distinguida con importantes premios y traducida al italiano por las Universidades de Siena y Bolonia, Italia, al alemán y al portugués. El cuento que hoy publicamos pertenece al volumen “Triste Eros y otros cuentos”, Edit. Babel, Cba.

 

* Docente y escritora

 

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