Sabado 27 de abril 2024

El encuentro

Redaccion Avances 21/01/2024 - 12.00.hs

Juan Carlos Pumilla *

 

El cronista acomodó su brazo en el mostrador, se inclinó y formalizó el séptimo intento por embocar el pucho en el tacho con arena que el Turco, prudentemente, había colocado en el esquinero que da a la puerta. Falló. Caminó un poco disgustado hasta la ventana y se puso a mirar el otoño que se escurría entre el aljibe y los caldenes de la entrada.

 

-Se da cuenta- dijo sin mirar al hombre que saboreaba su ginebra parsimoniosamente en el rincón opuesto, la espalda contra la pared del salón-, es una tarde definitivamente linda para hacer algo. Y yo no sé qué.

 

No hubo respuesta, no era tampoco una pregunta. El hombre siguió con los ojos puestos en los colores que Molina Campos había colocado el mes de mayo en el almanaque de Alpargatas y volvió a examinar al Turco que con movimientos lentos sacaba filo al empecinado facón que siempre guardaba bajo el mostrador, junto al Smith & Weson del 38, reluciente. Me ha reconocido pero no está temeroso -pensó Juan Bautista-; eso puede ser bueno o malo: o me tiene fe o está esperando ayuda. Ya vamos a ver.

 

Un rayo de sol se demoró sobre los aperos cobijados por la enramada y el cronista se preguntó si le convendría partir a la madrugada o esperar hasta el día siguiente. En realidad tenía mucho tiempo; iba con rumbo a La Rinconada, a encontrarse con una historia y un poema que había leído tiempo atrás en Santa Rosa. Luego regresaría por Puelches para ver qué era eso del cobre, la noche anterior el negro Paulino, el Sapito y la Calandria lo habían entusiasmado con sus relatos, sus voces y sus guitarras. ¡Lástima que se hubieran tenido que ir a buscar ese estilo que el Bardino les había prometido!. Lástima…

 

El local era espacioso, demasiado para los tres hombres silenciosos. El robusto mostrador albergaba algunos porrones y varios vasos prolijamente apilados por el Turco. Por encima, la vieja reja de madera que había contenido tantas provocaciones recogía los últimos mensajes del sol que se filtraban por la ventana. En el lado opuesto a Juan Bautista una pared y una sólida puerta de madera custodiaban el escritorio y el acceso a las piezas.

 

El cronista paseó su mirada por el interior del boliche y se detuvo en el minucioso trenzado de los lazos, en la fina arquitectura de las sillas esterilladas y en las chaquiras que el Turco atesoraba en la vitrina donde guardaba los tarros de tabaco y las largas hojas de acero templadas con la vieja sabiduría del fuego y el aceite. Quizás tenía razón Pablo cuando me despidió: “te vas a ir a otro lugar del tiempo… donde el hombre plural, unido, hermano, indispensable, se redime en la urgencia -tan malherida pero tan intacta- de edificar la historia con sus manos”. Sí, quizás tenga razón. Un imperceptible movimiento en la suave ondulación que precede al frente del boliche lo sacó de sus pensamientos y siguió mirando por la ventana, esta vez con mayor atención.

 

La figura desgarbada comenzó a recortarse con mayor nitidez sobre el horizonte. A medida que avanzaba, a paso ligero y cortito, los detalles se hacían más precisos entre las últimas reverberaciones del sol. Viene a pie, ¡qué raro!. La figura tomó un descanso en el último recodo y cambió de mano un gastado portafolios de cuero marrón. Camisa gris caqui, pantalones negros, un saco grueso de finas solapas y botines acordonados raídos y polvorientos.

 

El cronista creyó oportuno advertir:

 

-Se acerca un hombre.

 

Juan Bautista levantó la vista, atento. Bajó las manos y se recostó con mayor firmeza contra la pared de tablas y chapas. El Turco interrumpió su labor y se corrió unos pasos hacia la derecha, cosa que cuando se abriera la puerta el sol no lo encandilara de frente.

 

El caminante tomó otro breve respiro. Del bolsillo superior de su saco extrajo un prolijo pañuelo con el que se secó la frente y mesó los cabellos peinados para atrás. Luego rascó su barba rala y cana y lanzó un profundo suspiro al tiempo que volvía su mirada, como para medir la distancia recorrida.

 

Largo camino el que va de Puelches al boliche. Allá quedó sepultada, al fin, el último vestigio de la niña araucana. Ya no más noches de insomnio. ¡Qué paz, ah que paz!. Bella niña araucana, un coro de pifulcas vela por ti.

 

El cronista lo reconoció. Llega en el momento exacto, la hora del atardecer bermejo, como pensado para él. La misma estampa familiar del puente de Puelches, de la escuela de Puelches; del otro boliche, el del hotel de Thomas.

 

-Es Juan, el Linyera Poeta -anunció.

 

Los otros dos hombres se distendieron.

 

La medianoche avanza sobre el oeste. El Turco dormita sobre el mostrador mientras el cronista trata de no perder detalles de la conversación susurrada entre los dos personajes del rincón, apenas recortadas sus figuras por las bondades en un Sol de Noche de leve siseo.

 

-Yo le he dedicado unas trovas, aunque no muchos las conocen -dijo Juan.

 

-Ya lo sé, tocayo, ya lo sé.

 

Juan Bautista comenzó a armar meticulosamente un cigarrillo al tiempo que ofrecía su tabaquera.

 

-No- el poeta dibujó una sonrisa-. Yo ya he elegido lo mío -dijo señalando el vaso con líquido cubierto por un plato de metal.

 

-Usted dirá, cada uno busca la mejor manera de morir. Yo quiero acabar con los ojos mirando al sol.

 

-Y yo quiero hundirme lentamente, en medio del estrellerío.

 

-Sobre gustos…

 

Juan lo miró con aire pícaro, juntando las cejas.

 

-¿Anda de paso?

 

-Pregunta zonza, claro que ando de paso. Voy en busca de algunas respuestas.

 

-¿No las encontró en su viaje por el norte?

 

-No, de la misma manera que usted no las encontró en el sur.

 

-Yo insisto, aunque esté algo cansado.

 

-Yo también.

 

Juan Bautista destapó el otro porrón que aguardaba en la mesa y ambos brindaron en silencio. Ninguno reparaba en el cronista, ni en el Turco.

 

El poeta señaló las troneras estratégicamente dispuestas en las paredes del local y se rió.

 

-Este Turco, de haber vivido en Europa, hubiera construido almenas. Precavido el hombre, ¿ya lo reconoció?

 

-Creo que sí, pero no le importa. ¿Y a usted?

 

-Sabe que no. Tengo la sospecha que usted sabía que algún día nos cruzaríamos.

 

-Sí. Somos hombres de dos tiempos distintos pero esto era inevitable. Y me gusta.

 

-Claro, a mi también, pero siempre me pareció que iba a ser difícil. Yo ando sin apuros, navegando en vinos y recuerdos. Usted, en cambio…

 

-No se engañe. Los apurados son los otros. Yo busco lentamente la leyenda.

 

-Entonces, tenemos tiempo.

 

El cronista venció el último vestigio de reserva y acomodó su silla más cerca de la mesa. Los otros dos los miraron brevemente y asintieron en silencio. Luego, las largas parrafadas sobre el vino y las distancias, detalles de recios entreveros y esa manía de modelar la historia a fuerza de presencia. El poeta desgranó coplas sobre sus amores, que al final son uno solo. Juan Bautista salpicó la charla con anécdotas, esas que el viento va agrandando hasta convertirlas en huracanes. Ninguno de los dos terminó de emborracharse.

 

El amanecer se apoderó del paisaje e inundó totalmente la fachada del boliche de Chacharramendi. Juan Bautista acabó de aprestar al lobuno y aceptó el paquete que el Turco le entregó en silencio mirándolo a los ojos.

 

-Gracias- dijo y le tendió la mano.

 

Luego se estrechó en un abrazo con el poeta.

 

-Cuídese, que el vino no le gane.

 

-Apúrese, que la muerte no lo alcance.

 

Ambos partieron con rumbos distintos.

 

* De Cuento con vos (Fondo Editorial Pampeano, 1996)

 

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