Sabado 27 de abril 2024

La Maga: Fijate bien

Redaccion Avances 18/02/2024 - 12.00.hs

La Maga trae hoy a su columna un texto del escritor cordobés Nato López. En noviembre del 2022, obtuvo el Premio Literario Provincia de Córdoba de letras 2022, género Novela Breve.

 

 

Gisela Colombo *

 

 

Joaquín lo largó así, de repente, sin que viniera a cuenta y Fede miró para otro lado. En torno a la fuente de la plaza, y recostados sobre las mochilas, tomaban Coca-Cola y hacían planes sobre el viaje de fin de curso a Carlos Paz. Se quedaron en silencio. Fede rechazó la botella cuando le llegó el turno y siguió jugando con las piedritas blancas del ripio que cubría la veredita perimetral de la fuente.

 

Tiene razón la Antonia, insistió Joaquín. Yo sospechaba. Pobre Darío.

 

Fede se levantó y salió de la plaza. Se apoyó en uno de los aromos de la vereda de enfrente y simuló atarse los cordones. Espió a sus amigos en búsqueda de gestos, una señal que le confirmara que lo dicho sobre el Guti era un bolazo.

 

¿Y si Antonia miente?

 

Seguro.

 

Los chicos sí, los chicos están jodiendo, se consoló cuando los descubrió jugando con la botella de Coca.

 

Una cuadra después llegó a la manzana de su casa, su íntima geografía: el cartel de ofertas de la verdulería; el olor agrio de la pollería; la estanciera abandonada, dos ruedas en la calle, dos ruedas en la vereda. Todo en la seguridad de su sitio, del paisaje como siempre. Aceleró el paso después de acariciar a Cartucho, el perro manco. Perro de todos. Al llegar a lo de Gutiérrez bajó la cabeza. Vio el revoque descascarado de la verja, la parte trasera del Renault 12 que asomaba desde la cochera, el paragolpes cromado, la patente oxidada. Detuvo la mirada en la goma negra que colgaba del chasis como una víbora moribunda.

 

Para qué esa goma, Guti, le había preguntado en uno de los viajes de pesca.

 

Una descarga de estática, para que no te patee el auto, respondió el maestro antes de descargar las cañas. A él le parecía una anguila de la acequia, un bicho sucio de película de terror; de esos que invaden cuerpos.

 

Cruzó la vereda y escuchó a Gutiérrez que le hablaba desde la puerta del garaje.

 

Fede, mañana a las ocho. Mariela no va.

 

Sin frenar ni darse vuelta levantó la mano en señal de asentimiento. Aceleró, un trote hasta la esquina, y un pique hasta su casa. Entró en la pieza, se tiró sobre la cama y abrazó a su Match 5 de chapa. Mariela, la hija de Gutiérrez, era su amiga y compañera de séptimo grado. Una amiga que se parecía a un amigo, una chica con la que podías compartir casi todas las cosas de varones.

 

No puede ser, le dijo al autito blanco con una enorme M en el capot. El Guti, no.

 

Se durmió y soñó que ganaba una carrera. Llegaba a la meta a la par de Meteoro, pero su Renault 12 se adelantaba por milímetros. Los chicos de séptimo aplaudían en boxes. Frente a gradas repletas, el maestro Gutiérrez le entregaba el trofeo. Al descorrer el lienzo que lo cubría, aparecía una víbora moribunda de goma negra. Despertó transpirado, con la lengua pastosa. Se sacó el guardapolvo y, en el baño, se enjuagó la boca. Preparó un vaso de jugo y colocó los cuadernos sobre la mesa de la cocina. Le gustaba terminar con los deberes el mismo viernes y olvidarse de la escuela hasta la mañana del lunes. Pensó en el viaje del día siguiente. Ya tenía el permiso de sus padres para ir a pescar al arroyo con Gutiérrez y su hija. Lo del permiso era una formalidad, sus padres jamás le negarían un viaje con su maestro de educación física.

 

Antonia miente, repitió un par de veces mientras coloreaba el contorno de la provincia de Córdoba.

 

Antonia odia a Mariela, dijo apretando el lápiz.

 

Dejó de pintar cuando sintió el dolor en los dedos. Había quebrado la punta roja sobre el papel. Guardó los útiles y se sirvió más jugo. Se cuidó de no hacer ruido, sus papás dormían la siesta, los esperaba una larga tarde en el mercadito.

 

En el patio jugó un rato con su perro y luego subió a la terraza. El paseo por los techos vecinos le daba aire, lo ayudaba a pensar. Se sentía dueño de ese espacio, su otra geografía. De no ser por el baldío que daba a la calle España, podría dar vuelta a la manzana por los techos.

 

Ropa colgada en lo de la Gallega, gallinas enjauladas en el techo de los Bridadolli, la chacharita en los Gómez. Le gustaba el techo de los Gómez; revolver y encontrar tesoros, como el timbre que rescató para la bici. Trepó a una pared y lo distrajo el reflejo del sol sobre una lata de dulce de batata. Fue a ver. Eran rulemanes. Algunos oxidados, otros desarmados. Eligió cinco bolitas de acero para usarlas de tinques.

 

Siguió hasta la esquina. Dos casas más y quedaría enfrentado a la de los Gutiérrez. Se sentó con los pies colgando hacia el patio de los Ponzio. Arrancó algunas nueces de las ramas que invadían el techo. Eligió las más negras, les sacó la primera cáscara y las puso a tomar aire sobre la pintura refractaria. Esperó un rato y las metió al bolsillo del buzo. Miró hacia la casa de los Gutiérrez y vio la mitad trasera del Renault 12 sobre la calle, un balde naranja y la manguera sobre la vereda. En el resto de la cuadra, hacia la esquina contraria, la estanciera abandonada de los Echenique y Cartucho. Agarró más nueces y repitió los pasos del aireado. El silencio de la siesta quedó allí, suspendido entre las ramas, los patios, los tanques de agua, los cables de teléfono, las torres de antenas. Con los talones golpeando apenas el revoque repasó las conversaciones de la última excursión al arroyo. Nada raro, se dijo al recordar la caminata hacia la acequia de las anguilas. Mariela se había quedado al cuidado de las cañas. Él llevaba la chuza para bagres y el maestro la carabina. Gutiérrez le palmeó la espalda y preguntó si ya se le paraba.

 

Fede se levantó y encaró para su casa. Se frenó en el techo de la esquina, el de la agencia de quiniela. Dio la vuelta y, de un tirón, caminó hasta quedar frente a los Gutiérrez. Apenas le llegaba el sonido de la radio: cuarteto de la siesta. Se acomodó detrás de la pared de un tanque de agua y espió. Mariela enjuagaba el baúl del Renault 12; el agua chorreaba hacia le vereda por la goma negra de la estática. Debajo de las ruedas traseras, sobre el cordón cuneta, un charco oscuro, con espuma en los extremos, se desarmaba contra la arenisca de la calle.

 

Sentado en la verja, Gutiérrez tomaba mate. Tomaba mate y reía. Tenía puesto un pantalón corto, zapatillas y una remera. Fede observó las fuertes piernas, las manos peludas, la espalda recta, la pelada incipiente. Después vio la sonrisa que su amiga le devolvía a su papá y se estremeció. Sacó los tinques del bolsillo del buzo y los sopesó. Se apoyó en la pared y volvió a revisar la actividad en la casa. El maestro se levantó y cerró la canilla. Mariela dejó la manguera y cebó un mate para su padre, que le hizo señas para que lo tomara ella. Su amiga apoyó los labios sobre la bombilla y se rascó la cadera con un movimiento distraído. ¿Cuántas veces le había visto correrse el pelo de los ojos, levantarse la remera desde los hombros, acomodarse el puente de los lentes con ese gesto? Cayó en la cuenta de que eran ademanes heredados de Gutiérrez y se le endureció el estómago. Cerró los ojos y respiró. Una, dos, tres veces. La película apareció nítida, fotogramas de precisión. En la hora de gimnasia, esa mañana. Gutiérrez ayudaba a Darío con el rondó. Él, junto a su compañera, esperaban su turno a unos metros de la colchoneta. Antonia le puso la mano en la cara y se la dio vuelta despacito. Para que prestara atención a los movimientos de Gutiérrez sobre el cuerpo de su compañero.

 

Fijate bien, le dijo.

 

Cambió los tinques a la mano derecha. El cuarteto dejó de sonar, y un viento repentino trajo el olor a mierda desde el gallinero de Bridadolli. Se asomó con precaución: Mariela no estaba y el maestro enrollaba la manguera en una llanta colgada en la pared. Fede adelantó el pie izquierdo y flexionó la rodilla. Gutiérrez se subió al auto y lo terminó de entrar. Cuando se bajó, Fede ya balanceaba el brazo de los tinques. Se secó las lágrimas con el puño izquierdo y descargó los proyectiles.

 

 

Nato López (Las Higueras, Córdoba.) Es profesor de historia. Editorial Cartografías (Río Cuarto, Argentina) editó su primer libro de cuentos A veces, otra vida, en el año 2020. En septiembre de 2022, la editorial Modesto Rimba (Bs. As) editó su segundo libro de cuentos: La mitad que me gusta.

 

En noviembre del 2022, obtuvo el Premio Literario Provincia de Córdoba de letras 2022 Género Novela Breve. Dicho premio incluyó la publicación de la novela ganadora: El combustible necesario.

 

 

* Escritora y docente

 

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