Sabado 04 de mayo 2024

Úselo en mi nombre, compadre…

Redaccion Avances 08/10/2023 - 12.00.hs

El Makuñ es una prenda simbólica, mucho más el poncho pampa tejido por Tripaimanñ, que anuda dos universos, el de Mariano Rosas y el de Lucio V. Mansilla. Otra trama de la historia.

 

José Depetris *

 

Releyendo el Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación del 24 de agosto de 1885, encontramos que un diputado se preguntaba a sí mismo y al resto de los integrantes de la comisión que trataba la posible ciudadanización de los indios vencidos: “¿Qué se hace con estos hombres? Creo que ningún diputado pedirá que se les mate!”, coronaba con cierta tilinguería la supuesta ingeniosa frase. Entonces el diputado Lucio V. Mansilla, a su turno, responde: “Yo no diría eso, pero sí que se les elimine por el mismo procedimiento seguido hasta acá y se los obligue a trabajar con un fusil en el pecho”.

 

Ese debate pasaba por dos ejes: si los indios debían mezclarse con el resto de la población civil, y si debía dárseles el status de ciudadanos. Lucio V. Mansilla se pronuncia por la negativa en ambas, argumentando que se trata de argentinos, sí, pero rebeldes. Cuyos valores culturales son decididamente opuestos e inasimilables a los de la civilización cristiana.

 

¿Aludía con esa “desaparición” de los indios pampeanos a las pésimas políticas de pauperización y acorralamiento, ejemplificadas con el final de las “reducciones modelo franciscanas” fundadas bajo su propia égida en la Frontera Sur?, ¿acaso pretendía evidenciar la hipocresía del poder roquista, del que se hallaba por entonces distanciado, tras una escandalosa disidencia pública con el presidente Julio A. Roca que le valió un corto arresto y breve prisión que lo convirtieron en el “hombre del día” y foco de la atención y halagos en la prensa? ¿O simplemente se burlaba de lo que él mismo intentó llevar a cabo en otros momentos, por estar convencido ahora de su inutilidad y de su necesario fracaso?

 

Mansilla, causeur.

 

El cinismo mansillista con sus obras, hechos, locuras, aciertos, desaciertos y desastres, conlleva no obstante, una verdad palmaria: resultaba imprescindible atender a la alteridad. Y lo manifiesta en la espectacularidad y dandysmo de su discurso y pluma de causeur, que también es una estudiada afectación. Como lo fue la aplicada coreografía de su caminar escorado, quepi ladeado, capa argelina y monóculo en la lejana, polvorienta y silvestre frontera del Río Quinto en 1870.

 

La espectacularidad de Mansilla ya era un tópico: desafío con guante en cara a Mármol, trincheras paraguayas, dados y baraja entre compinches que se despluman en “la carpeta” y retórica de las causeries. Fregolismo como circularidad del fogón, del club del progreso y del parlamento nacional. Y claro, el riesgo en su envés, de que el causeur se degrade en “latero”.

 

Pero cabe preguntarse si olvidó realmente el Mansilla político, devenido ahora en diputado y luego muy a su gusto como diplomático itinerante por el ancho mundo de las cortes europeas, de aquellos propósitos y proyectos humanitarios que lo inspiraban al escribir “Una excursión...” quince años antes. ¿Se despreocupó para siempre de los caciques ranqueles. Se desligó emocionalmente de sus compadres y comadres logrados en las ranchadas del caldenar, y de los ahijados con los que había contraído obligaciones durante su viaje a las tolderías?

 

Podemos inferir que no totalmente en lo íntimo. Pero que sí claramente optó por seguir siendo un bon vivant con privilegios y mimos de clase.

 

Un viaje memorable.

 

Entre el 30 de marzo y el 18 de abril de 1870, el escenario de Leuvuco es según su propia descripción “un paraje tristísimo, yermo y estéril, con una soledad ideal…”. Contaba sí, con un variopinto de personajes circundantes que surgían de improviso en la chata monotonía del paisaje, sólo alterada por la presencia voluptuosa del coqueto hombre mundano ante la crispada espectacularidad mediante la que se va construyendo “Una excursión a los indios ranqueles” como hito y jalón literario en la narrativa de fronteras. Hablo de los demás, cuando -tan Narciso- en realidad hablaba todo el tiempo de sí mismo. “Los ranqueles existen desde que los invento Lucio”, se comentaba en las mesas del club del progreso.

 

El coronel narrador funciona en el texto como el protagonista privilegiado, Mariano Rosas actúa como la figura antagónica y complementaria. En ese marco, Mansilla y el cacique se espían, se miden, intercambian abrazos, brindis, reticencias y estratagemas. La teatralidad con sus apartes, bruscos mutis por el foro y fingimientos que no son monopolios únicamente del cristiano. Entre los dos no sólo instauran un paralelo de edificante pedagogía, sino un vertiginoso juego coreográfico.

 

Mansilla es obstinado en sus interrogatorios administrativistas para lograr el tratado de paz, con su incontrolable curiosidad. Mariano, por su parte, repele con sus réplicas sagaces o insolentemente vagas e imprecisas. Pero ese cuerpo a cuerpo, culmina simbólicamente con un intercambio no pautado. Inesperado. Fue momentos antes del bautismo a sus dos hijitas por parte de los franciscanos que acompañaban a Mansilla, en el toldo del sargento Arellano. Un refugiado político con ciertas pellejerías que purgaba en aquel peculiar aguantadero pampeano.

 

Positivismo vs artesanía.

 

En ese intercambio inesperado, Mansilla entre sorprendido y turbado, le retribuye de apuro ante la circunstancia a Mariano Rosas un poncho de goma de confección europea, luego que el cacique ranquelino espontáneamente lo obsequiara con un formidable poncho pampa tejido a mano por su mujer principal: “úselo en mi nombre compadre, si un día no hay paces, mis indios no lo matarán viéndole este poncho”. Fue un arrebato de integridad y muestra de buena fe que caló hondo en el coronel, demoliendo su arrogancia de clase. La gran significación que el poncho de Mariano Rosas tenía, no era que pudiera servirle de escudo en un peligro, sino que el poncho tejido por la mujer principal, era entre los ranqueles un gaje de amor, era como el anillo nupcial entre los cristianos. “...cuando salí del toldo y me vieron con el poncho del cacique, una expresión de sorpresa se pintó en todas las fisonomías. La gente de palacio se mostró más atenta y solícita que nunca. ¡Pobre humanidad!”.

 

A su regreso de la excursión a Río Cuarto, Mansilla se encuentra con malas noticias. Debe afrontar un sumario que lo lleva rápidamente a la destitución de la comandancia y le quitan el mando de tropas por no haber respetado las formalidades necesarias en el fusilamiento de un soldado desertor. La ley de la frontera estaba lejos de ser piadosa con los desertores y en la decisión tomada por Mansilla poco importaba realmente la vida del soldado Avelino Acosta. Porque, más que el acto cruento en sí mismo, lo pierde su manera irreverente con que se dirige a quien debe juzgar su conducta: nada menos que el Ministro de Guerra, el encumbrado y orgulloso coronel Martín de Gainza. Pariente de uno de los Mitre.

 

Cierta adversidad se encarniza entonces con él. Se dedica al periodismo e intenta volver oficialmente a la política. El ocio forzoso no lo aparta de la literatura.

 

Mientras tanto, “Una excursión a los indios ranqueles”, que lo consagraría como clásico de las letras argentinas, comienza a publicarse por entregas en las páginas del diario La Tribuna. Ya llegarían las sucesivas ediciones que se reimprimen una tras otra.

 

Morir en París.

 

Así presagiaba él mismo su deseo por el lugar de su final, lo que realmente ocurrió en París años mas tarde. En 1913. Puesto que afirmaba que esa era la única ciudad del mundo donde era posible vivir sin hacer nada. Y lo atraía como un imán por su oferta social y cultural. Se instala en 1892 con su nueva esposa, Mónica Torronte. Es asiduo concurrente a los salones y eventos sociales, culturales y mundanos.

 

Cuenta Miguel Ángel Cárcano que siendo joven, con sus padres, lo tratan asiduamente en París donde vivían también ellos, y recordaba que allá por 1906, entusiasmado, indaga en una de sus habituales visitas al general acerca de la vida en las fronteras que parece haber olvidado. Pero que un día, sin embargo, decide romper el silencio: “hoy te contaré cosas que no he referido en mi excursión, cosas que no pueden contarse a nadie, aunque sean reales y hayan sucedido, cosas que demostrarían la incapacidad y la temible crueldad de nuestros militares para dominar al indio. Cosas increíbles que echarían por tierra la reputación de nuestros grandes hombres”. Es entonces cuando Mansilla pide a su mujer que vaya a buscar el poncho pampa regalado, en aquella época, por Mariano Rosas. Lo llama su “compadre” y señala que “es el único objeto que me queda de aquella gran amistad y extraordinaria empresa”.

 

Sin embargo, pese a hallarse cuidadosamente embalado, el poncho ha sido perforado por las polillas. Mansilla desespera al verlo. Se desploma y llora en su sillón. Con ese regalo-salvoconducto desaparecía también “él único recuerdo que aún me quedaba de mis pasadas hazañas”.

 

Los sollozos, acaso elegía por su propia gloria pasada y por una época en la que algunas tragedias en La Pampa se estaban consumando en toda su violencia, son la otra cara del silencio que Mansilla guardará sobre los nombres propios de aquellos que llevaron a cabo un horror inefable. Las cosas que “no pueden contarse a nadie” y que preferirá callarlas. Aquello que no dijo de las campañas punitivas de Julio Argentino Roca, sigue siendo su deuda con la historia. También con la memoria y con la verdad.

 

Poco después de este episodio, en 1909, decide donar la prenda al museo Histórico Nacional para que sea depositado en la casona de Parque Lezama, según le comunica el reciente despacho de la encomienda a su director Adolfo Carranza, advirtiéndole que “el ribete de la boca y de lo demás, como verá no es obra pampa. Sino que se lo hice colocar para evitar que se desflecara”.

 

La mujer de carne y hueso.

 

¿Pero qué se sabe de la exquisita tejendera autora de la pieza? Poco menos que nada. Es que cuando hacemos historia de pueblos o culturas ágrafas, cuando intentamos entrarle a través de documentos escritos por amanuenses, secretarios, escribas o cagatintas, predominan las menciones y referencias a varones, adultos, siempre mas públicos, expuestos y referenciales que las mujeres que están siempre mas diseminadas, matizadas y trazadas su presencia con esfumino. Tal es el caso de Tripaimán, nombre de la mujer principal del gran paisano ranquel. Años de búsqueda del mínimo dato de su presencia, se pueden condensar en pocos renglones de esta página.

 

Su rango de mujer principal entre las siete con las que Mariano Rosas tuvo numerosa descendencia, barruntan la idea de un arreglo clánico entre el linaje de los Gnerre (zorros) con los Lauquenñ (laguna), en aquella década de 1850, cuando Tripailao disparando de Calfucurá, pide lugar en Luan Toro, campos de Painé, padre del entonces joven Mariano Rosas. Hijo pródigo recién escapado del poder y cautiverio por parte de Juan Manuel de Rosas. Tripaimanñ era de la parentela cercana a Tripailao, como el mismo lo asevera en un documento fechado en 1901 en la entonces capital del territorio de La Pampa Central; pero claro, esa es otra historia...

 

Alguien dirá que estas son minucias, pero de esta excursión al pasado no tan remoto guardamos para el final la desprolija cartita de la china Tripaimán a su compadre Lucio Mansilla, fechada en Leubuco meses después de su partida. Luego de los saludos de “Namunbí, Quetruané y todos los de casa”, se sucede inagotable la copiosa lista de pedidos: “Almidón, hilo pa’ coser, añil, espejo dorado, agujas y dedales. Pañuelo de rebozo, chamantos y peine de marfil”, que nos dejan un inefable resplandor femenino con indefinible aroma de eternidad. Va en la despedida también un pedido de visita “de Martinita” -al parecer, enferma-, “que con solo verlo nuevamente, sanará”.

 

Y de la postdata, nuestro corazón guarda cariñosamente el humilde real de plata, enviado con el portador para el envío “de una flautita de música para su ahijada Venancia. Vale”. Esta cartita nos deja una sensible delicadeza que ademas refleja la vida íntima y cotidiana del núcleo familiar cacical ranquelino a 150 años de distancia. Sin lugar a dudas, el poncho nunca fue de Mansilla aunque lo haya paseado por París, siempre siguió siendo una prenda de amor de Tripaiman a su esposo.

 

* Investigador

 

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