De mal en peor
El accidente fatal del domingo, en el que fallecieron dos jóvenes en la rotonda norte de esta capital, era algo previsible. Diciéndolo de otra manera: parece un milagro que en Santa Rosa no haya más víctimas del tránsito, si observamos cómo se maneja.
Los límites de los conductores parecen cada vez más flexibles. Si desde hace tiempo es una conducta habitual de muchos ciclistas cruzar semáforos en rojo y circular en contramano, en los últimos años se ha sumado a esa práctica imprudente un sinnúmero de motociclistas, que suelen conducir sin casco y transportar varios niños en el mismo vehículo. Pero eso no es todo. Ahora hasta puede verse a automovilistas no respetar las señales con absoluta naturalidad.
Cada fin de semana los controles municipales de tránsito constatan cientos de infracciones. Falta de luces y licencias, ruidos molestos, maniobras peligrosas, mal estacionamiento, hablar por celular mientras se conduce, etcétera. Como se dice: "hay para todos los gustos". Pero los operativos tampoco alcanzan, e incluso es moneda corriente las burlas hacia los empleados comunales de parte de jóvenes que aceleran las motos a metros de los inspectores para intentar eludirlos.
Un abogado santarroseño concurrió esta semana a una comisión del Senado a exponer acerca de un proyecto de ley que estipula la incorporación de un capítulo específico sobre seguridad vial en el Código Penal. El borrador del texto prevé el agravamiento de las penas para quienes conduzcan con niveles de alcohol en sangre que dupliquen el permitido, corran picadas, realicen infracciones graves en forma simultánea, no socorran a la víctima, no avisen inmediatamente a las autoridades de un siniestro o se fuguen. Parece increíble pero la legislación municipal prevé el secuestro del automóvil cuando se constata que el conductor está alcoholizado, pero desde el punto de vista penal ese castigo no existe.
Las estadísticas oficiales de la Policía provincial, en los últimos tres años, muestran que, paradójicamente, disminuyeron los accidentes pero aumentó proporcionalmente el número de víctimas; y que, en promedio, se producen diez choques por día. También que la mayoría de los muertos son motociclistas sin casco.
Este último dato puede constatarse cotidianamente con sólo caminar por la ciudad, y más allá de que haya sectores que opinan que se trata de un derecho individual, las consecuencias sociales de una eventual muerte van más allá de ese derecho, porque involucran a un conductor que pudo actuar culposamente y que termina imputado en una causa judicial con todas las consecuencias personales y familiares que ello conlleva.
Tampoco es cuestión de poner todo el énfasis sólo en los motociclistas, porque tanto los peatones -por su desatención en no respetar el cruce de calles en las esquinas-, como los automovilistas -que ignoran sistemáticamente que en el tránsito la prioridad de paso debe ser para el más "débil"-, son actores importantes de la problemática.
Más allá de las víctimas fatales, también existe otro aspecto del que poco y nada se habla. Los desmesurados costos que tiene que afrontar el Estado -es decir, toda la sociedad- por la atención de los heridos graves en accidentes de tránsito.
Una encuesta de una conocida organización no gubernamental concluyó que casi ocho de cada diez personas creen que la medida más importante para disminuir los accidentes es fomentar campañas de educación vial. Seis, en cambio, priorizaron los controles, y cinco de cada diez hablaron de endurecer las sanciones.
En verdad, se trata de medidas complementarias y no excluyentes. Es decir, los tres aspectos deben ser abordados simultáneamente para lograr resultados positivos. Lo que se viene demorando hasta ahora, y se nota en los resultados, es la implementación de una intensa campaña de educación que involucre al Estado en sus tres niveles: municipal, provincial y nacional. Cuanto más se tarde en su concreción, más peligrosas seguirán siendo las calles y las rutas.
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