Miércoles 14 de mayo 2025

La ciudad crece y crece su imperio

Redacción 17/05/2011 - 04.29.hs

Señor Director:
El caminar la ciudad fue algo natural cuando las distancias eran mínimas. Cuando nació Santa Rosa el medio eran el caballo y los vehículos de tracción a sangre. Quedan por ahí, en viejas veredas, algunos de esos aros que se ponían para atar, pero ya no hay portadores del recuerdo de ese paisaje.
Ahora vivimos la era del automotor y esto significa, cada vez más, omitir la mirada a la ciudad. Tal como se plantean las exigencias del tránsito, ni siquiera es cabal decir que el automotor señorea la actualidad, porque el señorío es del tránsito. Quiero explicar esto y se me ocurre decir que ahora es inapropiado anunciar que se sale "a dar una vuelta", porque lo que se hace al salir y durante todo el andar, es estar prisionero de ese monstruo: regular la velocidad, ver quien viene y cómo viene, echar una mirada al semáforo, ver de tomar posición para cualquier cambio (de carril para doblar o parar) y obligarse a avisar a los demás pasajeros del tránsito, tan cautivos como uno. Dado que uno no es una máquina, apenas si una pieza de la gran maquinaria, lo que resta de capacidad de atención debe dirigirse a sí mismo, para controlar los humores. Terminado este proceso del cual lo correcto es decir que somos viajados, ingresamos en otra celda aislada del conjunto: la casa, la oficina, la escuela, el mercado.
Esa ciudad que se borra como conjunto nos desaloja como protagonistas. Entonces es cuando aparecen los viajeros de la ciudad, los pocos que andan por sus pies, liberados de la presión del tiempo y del espacio. O los que caminan por razones de salud o porque han comprendido que el cuerpo comienza a sobrar y tiende a convertirse en una cosa amorfa, porque es también un producto de la adaptación a ambientes de larga duración que han estado desapareciendo. Como aquellos viajeros que recorrieron América en los siglos XVII y XVIII y que contaban en Europa las maravillas naturales del nuevo mundo, los actuales viajeros de la ciudad comunican a sus contemporáneos que las casas crecen para arriba, que ya no queda manzana sin una o más torres, que en las calles se ven filas continuas de vehículos estacionados y cadenas de movimiento cuyos eslabones son también automotores; que los semáforos reproducen la odisea de los trífidos, pero en movimiento; que misteriosamente ha sobrevivido una casa (o su fachada) de los años territorianos; que también quedan de entonces algunos eucaliptos y pocos caldenes... Maravillas que no serán equivalentes al relato sobre la selva amazónica y sus moradores o de las ciudades mayas devoradas por la selva, o los testimonios de aztecas y de incas... tantas cosas que llenaban de asombro al europeo olvidado de sus orígenes y que lo llevaron a pensar que el salvaje de estas tierras era un hombre distinto y naturalmente bueno (de ahí el argumento de Rousseau: que el hombre nace bueno y la sociedad lo malea). Cosas que hoy sorprenden al americano también olvidado de esos orígenes de la tierra que aun lo sustenta. Tal vez conviene que aclare algo sobre los semáforos trífidos. Este es el nombre que creó John Wyndham, allá por 1950, para unos árboles que resultaron del manipuleo genético y que se liberaron de sus científicos y comenzaron a multiplicarse en las ciudades. Aparecían en todos lados. Parecían árboles, con tres raíces sobresalientes, pero tenían capacidad de movimiento y podían usar una de sus ramas para pinchar e inyectar un líquido mortal para los humanos. Estos se refugiaban en reductos cada vez más pequeños, pero los trífidos se multiplicaban y salvaban todos los obstáculos (hubo una mala película basada en El Día de los Trífidos, con el mismo título). Los semáforos actuales no dejan ver sus raíces, pero se las ingenian para multiplicarse, y es posible que hayan encargado el mortal aguijón a los llamados controladores municipales.
La ciudad, cuando rebasa un límite, se independiza del habitante y lo subordina.
Atentamente:
JOTAVE

 


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