Aquellos que se van
MODESTO MORRAS
Uno, en su tecleo semanal, viene tratando de exponer los problemas a veces no diríamos ajenos, pero sí lejanos en el tiempo y espacio y omite, sin quererlo o peor aún sin advertirlo, dedicar algún renglón a aquéllos, los temas que golpean más directamente ese uno.
En este largo transitar por la vida que ya excede, largamente, el promedio de existencia de los seres de su solar, en mayor medida que arrojada por la lectura cotidiana de la sección necrológica (rincón ignorado casi, hasta no hace tantos años), le provoca cierto sentido de culpa ante la partida definitiva de gente conocida o no pero menos o mucho menos añosa, por esa tardanza propia que amenaza convertir a ese uno en calidad de sobrante.
Estos últimos días, la sensibilidad propia se ha visto sacudida por (diría Cátulo) el telón que eclipsó el corazón de dos seres; dos hombres que supieron ganar en el columnista un afecto, una estima que se hace más valorable porque, en uno y otro caso, no se trata de familiar o de amigo de frecuente contacto. Responde en cambio, a los valores personales de esos hoy ausentes aunque ellos mismos ni se preocuparon en proclamar ni declamar, ni exponerlos desde una expectable posición económica o política. Simplemente, como se diría vulgarmente, eran dos buenas personas, en una dimensión que no parecería el rasgo común de ésta o cualquier otra época.
Así, silenciosamente, se fue Victorio Vlasich. Muy de tanto en tanto sabíamos cruzarnos con él, pero desde hace casi medio siglo en cada ocasión se reproducía un encuentro en el que encontrábamos coincidencia sobre la visión del escenario político. Uno de los últimos de esos encuentros fue en un momento difícil. Sólo minutos después de irrumpir el funesto "proceso", aquella madrugada del 24 de marzo de 1976 éramos los primeros cautivos de la dictadura y así, juntos llegamos a la U4. Nos pusieron en celdas contiguas, cercanía que aprovechábamos para dialogar asomando la cabeza por la estrecha abertura de la reforzada puerta que nos separaba del mundo. Tras interminables semanas de cautiverio, el mismo día, un 14 de Abril recuperamos la libertad. Rechazamos una oferta de acercarnos a la ciudad en un patrullero y nos largamos a la ruta 5, donde un taxista amigo se alegró por vernos y nos llevó al centro sin cobrarnos el viaje. Nunca nos dijeron cuál fue la causa de la detención. En mi caso, era claro que el trabajo periodístico no agradaba a los mandones que asaltaran el poder. En el caso de Victorio, ya parecía bastante que su entonces esposa, Mireya, y su suegro, don José Aquiles, fueran secuestrados y puestos bajo rejas; seguro, algún soberbio de galón creyó bueno hacer su "un cartón lleno".
Este sábado 31, el viajero fue Rubén Pereyra. Lo conocimos de muy joven, en los años '50, cuando militaba en la Juventud Socialista de la vieja Casa del Pueblo de calle Juan B. Justo. Recordamos su emoción, su entusiasmo cuando las autoridades partidarias lo designaron para participar en una reunión nacional de loa jóvenes del PS. Era un chico de natural modestia y cordialidad, trabajador que se desempeñaba en la desaparecida Casa Torroba. Años más tarde ingresó a Obras Sanitarias, donde hizo de ese organismo su propia casa por una dedicación que no sabía de términos horarios ni de feriados. Tenía quizá como ninguno, atesorado en su cerebro el plano de aguas corrientes y cloacas de la ciudad, sapiencia que luego de su jubilación ofreció al municipio pero no fue debidamente atendido ni escuchado. Era un agente público con todas las letras, esfuerzo que no le impedía desarrollar silenciosamente una intensa actividad de solidaridad, de ayuda a los sectores más humildes. A su fallecimiento, presidía la Fundación Casa Escuela Amor y Libertad, entidad que atendió hasta el último momento de su vida.
El lector disculpará que hoy la columna no trate problemas que conmueven al mundo, al país y a nuestra provincia. Pero como ejemplo de vida, vale dedicar unas líneas a dos seres que no han ocupado cabeceras de grandes mesas, ni pronunciado lúcidos discursos en tribunas, ni ocupado altas posiciones en el complejo burocrático. Pero, como fuerte contrapeso, llevaron una existencia de sencillez, de sensibilidad por la suerte de sus congéneres, capacidad no acostumbrada en gente más "importante".
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