Todos somos el Líbano
Al menos seis personas murieron, y treinta fueron heridas, en combates armados ocurridos en Beirut, capital del Líbano, esta semana. La noticia prácticamente pasó desapercibida entre la marea de informaciones internacionales, generalmente concentradas en la pandemia y la crisis económica mundial. Pero desde estos lares haríamos bien en fijarnos qué pasa en el Líbano, por muchas razones.
Paisanos.
Para empezar, porque existen miles de libaneses, sirio-libaneses o descendientes de esas etnias, viviendo entre nosotros. Solemos llamarlos, equivocadamente, «turcos». Un error que probablemente tenga origen en que hasta la caída del Imperio Otomano, tras la Primera Guerra Mundial, muchos de estos territorios estaban bajo esa órbita, y al llegar a nuestro país aquellos inmigrantes portarían pasaportes turcos.
Otro motivo de atención debería ser el hecho de que una de las hipótesis que se estudian en la investigación penal por el atentado contra la sede de AMIA en Buenos Aires, involucra a la agrupación Hezbolá, un numeroso grupo militarizado, con sede en Líbano, apoyado por Irán, al que EEUU e Israel califican como terrorista. Aparentemente, el grupo posee unos 100.000 cohetes en la frontera, apuntando contra territorio israelí, y es conocida su capacidad de movilizar soldados de a miles, para participar en conflictos en países vecinos como Siria o Irak.
Pero existe otra conexión no tan conocida: a comienzos de los años noventa, el Líbano fue, como Argentina, considerado un «milagro económico» por la estabilidad monetaria lograda, cuando ató su moneda local (la lira) al dólar, como se hizo aquí con la infame «convertibilidad». Como ocurrió aquí, el banco central del Líbano declaró que un dólar equivalía a 1.507 liras, y prometió que todos los bancos estarían obligados a intercambiar ambas monedas a ese tipo de cambio.
Ponzi.
Luego de quince años de guerra civil, el país necesitaba estabilidad, y este sistema se la brindó por un tiempo considerable. Hay que hacer notar que, lamentablemente, el Líbano depende de las importaciones, ya que produce un muy bajo porcentaje de los alimentos y demás bienes que consume su población. Cuando en 2011 estalló la guerra en Siria, se detuvo el flujo de dólares a la región, y con ello se hizo más complicado para el sistema garantizar la paridad monetaria.
Para atraer dólares al sistema bancario, entonces, el banco central libanés dispuso que los depositantes de esa moneda fueran compensados con generosos intereses, que hasta llegaban al 20% anual, algo impensado en el mercado internacional. Desde luego, para devolver ese dinero hacía falta acudir a los dólares de los nuevos depositantes, y se dio así una situación de espiral conocida como el «esquema Ponzi» (o, entre nosotros, la estafa de Curatola). Con la particularidad que, en este caso, el promotor de la estafa era el propio estado.
Y así fue como en 2019 los libaneses tuvieron su propio «corralito»: los bancos dejaron de devolver los depósitos, generando lo que el Banco Mundial calificó como una de las peores crisis económicas en siglos. La lira se devaluó un 90% y hoy la gente necesita meses de sueldo para pagar el almacén de una semana. Muchas casas carecen de electricidad, escasean medicinas básicas, y hay colas de cuadras enteras para cargar combustible.
Bomba.
Para continuar con las similitudes, el Líbano es un país profundamente desigual, con una elite económica de fuerte influencia política y prácticas corruptas, que acaba de designar como presidente a un empresario multimillonario. Una de las primeras medidas fue, por supuesto, subir los impuestos a los menos pudientes, en particular, gravando las llamadas por Whatsapp -hablar por teléfono es prohibitivo- lo cual generó enormes protestas populares el año pasado.
Para completar el cuadro -agravado por la pandemia y la caída del turismo- en agosto del año pasado estalló otra bomba, esta vez en sentido literal. Como fruto de años de mal gobierno y corrupción, en los depósitos del puerto de Beirut se acumulaban casi tres mil toneladas de material volátil (fuegos artificiales, bidones de kerosén y ácido, nitrato de amonio, etcétera), lo cual sólo podía terminar en una explosión. Cuando ésta se produjo, el puerto quedó destruido, y murieron unas doscientas personas.
A más de un año del desastre, la investigación no ha avanzado gran cosa (otra similitud con Argentina). De hecho, los incidentes de esta semana se originaron en una marcha de protesta, convocada por Hezbolá y y el Movimiento Amal, en contra de la gestión que está realizando el juez de la causa. Cuando fueron atacados por francotiradores desde los edificios cercanos, los manifestantes respondieron con fuego de fusiles automáticos y lanza granadas. No está claro quién inició la agresión, en un país con decenas de sectas shiítas, sunitas y cristianas, que mantienen sus propias milicias, como en los tiempos de la guerra civil.
Afortunadamente, Argentina no tiene milicias armadas, ni fuertes tensiones raciales o religiosas. También por fortuna, Argentina produce alimentos y bienes suficientes para abastecer a su población (que estén mal distribuidos o artificialmente caros, es otro problema). Pero si fuera por las elites gobernantes, nuestro destino no sería muy diferente de los pobres libaneses, que por estos días la están pasando muy mal. Como se ve, tenemos muchas razones para ser solidarios con ellos.
PETRONIO
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