Acciones planificadas
El ejercicio del periodismo requiere de ciertas condiciones, no siempre vigentes en quienes ejercen el oficio: honestidad y claridad de ideas. Y también -¿por qué no?- una cierta dosis de valentía para enfrentar los poderes del momento, que pueden variar en su intensidad represiva. Esas son condiciones imprescindibles, al menos para el que podríamos considerar como “periodismo honesto”, es decir, aquél que no recibe “sobres por debajo de la mesa” para orientar su opinión según se lo indique el viento político.
La reflexión viene a cuento al observar el panorama informativo y opinante de los medios nacionales que, por parte del gobierno, descargan carradas de mentiras sobre quienes llevan adelante el oficio, y que llegan hasta un odio expreso por parte de las máximas autoridades, tal cual lo expresara recientemente el Presidente de la república, quien no perdona, ni mucho menos, a los pocos programas firmemente opositores, denigrándolos con los insultos que le son propios.
Esos periodistas -y no solamente de los grandes medios, tal como lo sufriera La Arena años atrás- están sujetos a la prepotencia o la ira del gobierno de turno que muy a menudo llega a la acción violenta porque le es imposible desmentir la verdad. Cómo no necesitar una cierta dosis de valentía cuando se tiene enfrente a un montón de escribas -trolls- dispuestos a escribir lo que les manden, o a un ministro con cara de perro y acción ilegal o, en última instancia, a la patota para quien la violencia es un hábito.
Pero no debe creerse que esos hábitos y temores se dan únicamente en estas tierras. Un vistazo al torturado Medio Oriente, a la franja de Gaza, allí donde el gobierno de Israel ejerce un genocidio sistemático y arroja bombas de fósforo, prohibidas en las contiendas por su crueldad, donde hasta el Papa no vacila en comprometerse ante el asesinato en masa, el temor periodístico acaso tenga motivos más intensos como para desempeñarse. La reflexión surge ante la aterradora cantidad de periodistas muertos mientras cumplían en informar sobre el conflicto. Y no es que se trate de un “gaje del oficio”; es, evidentemente, una acción planificada y dirigida para con los informadores de índole árabe o palestina. Que la casualidad está muy lejos de los resultados lo dice el hecho que en tres meses, y en variadas circunstancias, el ejército israelí mató unos ciento cincuenta periodistas de aquel origen: un promedio de uno por día, esto según la denuncia del organismo internacional que los agrupa, Reporteros Sin Fronteras. La cifra se agranda mucho más si se contabilizan los heridos.
Al igual que por estos lares, aunque con mucho más odio e intensidad, los periodistas representan un obstáculo para una verdad que se quiere establecida, inamovible y olvidable. Impiden olvidar los cuarenta y tres mil civiles muertos en “una guerra que pinta como interminable” según algunos de los propios analistas israelíes, que no coinciden con la política de Netanyahu.
Sorprende que en apenas seis meses después de iniciada la guerra los periodistas muertos fueron nada menos que 107, casi como si hubieran sido un objetivo.
La gente de prensa que sobrevivió asegura que estaban perfectamente identificados en sus personas y en sus vehículos y que resultaba imposible confundirlos con combatientes.
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