Conspiración del silencio
La frase, publicada por primera vez en un libro póstumo de John Lennon, hace casi cuarenta años, emergió del subconsciente como si tal cosa: "Una conspiración de silencios habla más fuerte que las palabras". Por primera vez, surgió la relación entre ese adagio y la experiencia física de haber participado, alguna vez, de las "marchas del silencio" que conmovieron a Catamarca en la década de los '90. Miles de personas marchando en silencio representaban una unanimidad tan impactante, que terminó por derrumbar muchas cosas en aquel orden establecido: una dinastía política, un sistema social de castas, y -por cierto- un buen pedazo del patriarcado. Una sumatoria de consignas, de pancartas, de gritos y cánticos, muy probablemente no lo hubieran logrado.
Ironía.
No se nos escapa que escribir sobre el silencio representa una contradicción en sus propios términos. Si el movimiento se demuestra andando, el silencio sólo se puede honrar callando. Pero como escribía Jorge Luis Borges en sus noches de insomnio literario, no era su destino el de sus (supuestamente) gloriosos antepasados militares, hombres de acción. Lo suyo sería, para siempre, "el abuso de la literatura".
Nos queda como consuelo saber que, por desagradables que nos parezcan nuestras cacofonías, lo cierto es que el silencio absoluto no existe. Es una idea atractiva, pero sólo existe en ese reino platónico y hegeliano. Los científicos han demostrado, hace no tanto tiempo, que existe en todo el universo una vibración permanente, de muy baja frecuencia, que no sería otra cosa que la reverberación eterna de aquella magnífica explosión que fue el "big bang". O acaso es el "om" con que Dios se congratula por su creación, y/o por el sufrimiento de sus criaturas.
El silencio es, entonces, una cuestión comparativa. Decimos amar la quietud del campo cuando llegamos desde la ciudad, pero a poco de estar debemos rendirnos a la evidencia de que el viento en los árboles, los mugidos de los bovinos (futuros churrascos) y el zumbar del mosquerío y demás bichos voladores, compitiendo por nuestras vituallas, se encargan de clausurar toda ilusión bucólica. Esos sonidos serán más placenteros que los de un martillo neumático en Corrientes y 9 de Julio, pero "silencio", lo que se dice silencio, no son.
Música.
Se le atribuye al húngaro Béla Bartok (y a unos cuantos más, como suele suceder) la idea de que la música no está en las notas, sino en el espacio de silencio que media entre ellas. Y que el virtuosismo del intérprete no está en sus dedos, sino en el espacio que los separa.
En 1952, el compositor experimental norteamericano John Cage presentó una pieza de su autoría, titulada "4,33", cuya partitura le indicaba al intérprete que debía permanecer sin tocar su instrumento durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. O sea, algo más de cuatro minutos y medio de silencio: todo un alarde de arte conceptual. Por algún motivo, esa invención resulta ser relevante aún hoy en día, y genera acalorados debates entre los musicólogos. El consenso más aproximado no es tanto que la pieza reivindique el silencio en sí, sino que lo que procura es forzar al público presente a escuchar el resto de los sonidos circundantes, incluyendo sus propios estornudos, carraspeos, y el irritante crepitar del papel que envuelve los caramelos.
Más recientemente, y poco antes de morir, el japonés Ryuichi Sakamoto fue convocado a aportar una pieza musical para un disco que compilaría la obra de decenas de sus colegas compositores más respetados. La consigna era que la pieza no debía durar más de 30 segundos, ya que, según los actuales estándares de la industria musical, y tal como lo impone el sistema predominante del "streaming", es que la atención del oyente debe necesariamente capturarse, antes de ese breve lapso, para que la canción tenga éxito.
La respuesta de Sakamoto fue enviar un archivo de audio con 30 segundos de silencio. Aquí la intención era distinta de la de Cage: la de protestar contra una obscena imposición del mercado, ajena por completo al arte musical. ¿Qué hubieran hecho Tolstoi o Dostoievsky si se los obligara a constreñirse a los 160 caracteres de un tweet? Probablemente algo muy parecido.
Artistas.
Desde que en las aplicaciones de mensajería que tenemos instaladas en nuestros celulares incluyen la posibilidad de enviar archivos de audio, de cuando en cuando -y sobre todo, de parte de nuestros contactos entrados en años- suelen aparecernos mensajes sonoros vacíos. Clips de audio sin sonido alguno adentro, como si por accidente nuestros vetustos amigos hubieran llegado al mismo resultado conceptual que el viejo John Cage.
Es tentador atribuir ese silencio a la sabiduría que supuestamente dan los años. Después de todo, uno de los tratados filosóficos más antiguos, el de Lao Tsé, sentencia que "El que habla no sabe, el que sabe no habla". El problema es que luego uno se junta con esos amigos y los escucha hablar.
En cualquier caso -y con esto terminamos nuestro elogio del silencio- esos archivos de audio sin contenido, que por algún motivo nos empeñamos en escuchar hasta el final -por las dudas que nos estemos perdiendo algún chiste- son infinitamente más gratificantes que esos soliloquios de cinco minutos o más, esa diarrea de palabras insoportable que sólo se basa en la impunidad de la distancia. Porque si semejante afrenta fuera presencial, el ofensor terminaría recibiendo un merecido sartenazo en la cabeza. Y eso sí que rompería el silencio.
PETRONIO
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