Europa, una vieja sin dientes
Nada garantiza que 2030 no encuentre a Europa con muchos más gobiernos de ultraderecha. Para colmo, tendrán allanado el camino con la división y la militarización de sus sociedades.
JOSE ALBARRACIN
Después de haber pagado un costo altísimo por su postura ante la guerra entre Rusia y Ucrania, los principales líderes europeos no están sentados a la mesa que negocia un eventual fin a ese conflicto bélico, que se encamina a cumplir cuatro años. Las conversaciones se mantienen exclusivamente entre Washington y Moscú, con alguno que otro guiño a Kiev, más que nada para convencer a los ucranianos de cuánto territorio perderán a cambio de la paz. No puede haber una demostración más acabada de la completa irrelevancia política de Europa y su liderazgo centrista, que supuestamente venía a salvar el continente del auge de la extrema derecha, y no está haciendo otra cosa que cumplir con el trabajo sucio, en materia de inmigración y militarización, que el fascismo en ciernes venía reclamando.
Paranoia.
Habrá que otorgar el beneficio de la duda a la honestidad con que los líderes europeos se convencieron al unísono de que Rusia representaba una amenaza existencial para el viejo continente. Si se leen las señales políticas con objetividad, lo cierto es que han recibido muchos más desaires, agresiones y groserías de parte de Washington que de Moscú.
Al fin del día hay que contar los centavos, y desde ese punto de vista, es obvio que han perdido con esa apuesta: dejaron de comprar el gas y el petróleo ruso, a precios más que convenientes, para pasar a depender del gas licuado norteamericano, que les cuesta más del doble. Eso ha colocado a la industria europea -y en particular, la alemana- en una situación de muy baja competitividad. Y para colmo, Estados Unidos se está desentendiendo de su rol en la OTAN, forzando a los gobiernos europeos a incrementar sensiblemente su gasto militar.
Cuesta creer que sus expertos militares no les hayan explicado a estos gobernantes que si Rusia a duras penas pudo ganar algunos kilómetros cuadrados en su invasión a la pequeña Ucrania, resultaría impensable un conflicto con naciones de larga tradición guerrera como los alemanes o los franceses. Ni hablar de Europa entera, que para eso cuenta con un tratado de defensa recíproca.
Pero el pretexto les viene como anillo al dedo, sobre todo, a los alemanes, cuya poderosa industria automotriz venía flaqueando mucho antes del aumento de los precios de la energía -la competencia china y el avance incontenible de los vehículos eléctricos hicieron lo suyo- y ahora están reconvirtiendo todo ese potencial industrial hacia una nueva carrera armamentista.
Gobierno.
Lo que hace apenas una década parecía impensable, está comenzando a ocurrir. La ultraderecha es gobierno en Italia y en Hungría, y casi seguramente llegará pronto al poder en República Checa. Y los tres principales líderes centristas del continente enfrentan serias amenazas de partidos de ese signo, mientras dan muestras de graves debilidades en sus respectivos gobiernos. Penurias éstas, en buena medida autoprovocadas por sus propias medidas anti populares.
En Alemania, el debutante demócrata cristiano Friedrich Mertz enfrenta la amenaza de Alternativa por Alemania, una fuerza fascista que capitaliza el descontento popular con el costoso apoyo a Ucrania. En Francia, el reelecto presidente Emmanuel Macron ha cambiado de primer ministro cinco veces en los últimos dos años, mientras la ultraderechista Marine Le Pen se frota las manos esperando su caída. Casi ni necesita fogonear el descontento del pueblo francés, enfadado por los recortes de impuestos a los ricos, la atroz reforma jubilatoria, la represión en las calles y la propuesta de reinstaurar el servicio militar.
El "laborista" Keir Starmer en el Reino Unido no la pasa mejor, con el infame populista de derecha Nigel Farage (¿cuándo le cobrarán los ingleses su rol en el ruinoso Brexit?) mordiéndole los talones. Después de una contundente victoria parlamentaria el año pasado, Starmer sólo puede culparse a sí mismo y su tibieza por el descontento popular, fogoneado por el quite de asistencia a jubilados y personas con discapacidad, tan impopular que debió ser abandonado al poco tiempo.
Todo esto, mientras los gobiernos de Alemania, Francia e Inglaterra se esmeran en seguir la receta fascista en varios campos, incluyendo el combate a los inmigrantes, a los movimientos sindicales, y hasta a las protestas populares, en la supuesta meca de la libertad de expresión. Muy especialmente cuando esas protestas se refieren a la situación del pueblo palestino; he aquí otra curiosa unanimidad europea: el apoyo irrestricto al gobierno israelí, aunque toda su plana mayor esté siendo buscada por la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra.
Excepción.
Con todas las reservas del caso, corresponde aquí hacer una excepción en el caso del vapuleado gobierno socialdemócrata en España, que comanda el reelecto Pedro Sánchez, en el poder desde 2018. El hombre que se animó a sacar el cadáver del dictador Francisco Franco de un monumento nacional, no por nada mantiene un sólido caudal electoral del 30%. Sus medidas de gobierno, con todos sus claroscuros, guardan un sesgo popular.
En la pandemia se encargó de bajar el precio de la energía, y de incrementar los derechos laborales, en particular para trabajadores informales como los de aplicaciones de delivery. Ha aumentado sustancialmente el salario mínimo vital, imponiendo impuestos a las grandes fortunas. Y todo eso, mientras mantiene una política migratoria humanista y amplia, que debería servir de ejemplo a todos los ex imperios europeos. ¡Ah! y mientras mantiene una postura crítica hacia los crímenes de guerra en Palestina.
La prensa porteña hegemónica se regodea en publicar encuestas sobre la popularidad de la dictadura franquista entre las nuevas generaciones, y en resaltar los logros electorales de partidos de ultraderecha como Vox, o el aún más bizarro "Se acabó la fiesta", una verdadera usina de teorías conspirativas. Pero esa coalición ultramontana ya fue derrotada por el PSOE y sus aliados, con la simple fórmula de preocuparse por el bienestar del español de a pie, y fomentar su participación electoral.
Nada garantiza que 2030 no encuentre a Europa con muchos más gobiernos de ultraderecha que, para colmo, tendrán allanado el camino con la división y la militarización de sus sociedades. Pero nada en la historia es inevitable, sobre todo si se tiene el coraje de atender a las genuinas demandas populares.
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