Monstruos, Sociedad Anónima
Una de las primeras películas de animación computarizada (Monsters, Inc.) planteaba hace ya un cuarto de siglo la idea de una empresa comercial dedicada a proveer monstruos para asustar a los niños por la noche. Y bien pensado, cuesta entender cómo nadie se había dado cuenta de que ese tema universal -el temor infantil a que algo horrible aceche debajo de la cama o dentro del ropero- era ideal para un cuento. El pensador israelí Yuval Harari postula que ese temor tendría origen en una de las tantas ficciones que le han servido a la humanidad para organizarse y combatir los peligros: y es que los primeros homo sapiens efectivamente tenían que lidiar con monstruos (grandes felinos, lobos, etcétera) bien capaces de comerse a sus niños.
Depredadores.
Esta introducción viene a cuento de un artículo recientemente publicado por Kurt Gray, un experto en neurociencias, para quien hemos vivido un siglo entero equivocados acerca de la verdadera naturaleza humana.
Todo empezó en 1924, cuando un antropólogo llamado Raymond Dart, analizando restos fósiles descubiertos por unos mineros en Taung, Sudáfrica, encontró el cráneo de un niño que resultó ser el eslabón perdido entre los simios y los humanos. Ese descubrimiento no sólo demostró que la humanidad tuvo su origen en África: como los huesos presentaban una serie de surcos, aparente resultado de un ataque con armas humanas, Dart concluyó que el niño habría sido devorado por alguien de su misma tribu. Y, por ende, postuló que nuestros ancestros no sólo eran carnívoros, sino también depredadores y hasta caníbales.
Esta conclusión, que pronto ganó consenso científico, explicaría que los humanos desarrolláramos a lo largo de los siglos la habilidad de correr largas distancias, arrojar objetos con puntería, y colaborar en grandes grupos, todo con fines de caza. Esta idea estaría también en la base de varias obras de arte, como por ejemplo, la novela "El señor de las moscas" de William Golding, en la que un grupo de niños que caen en una isla desierta, terminan por desarrollar comportamientos violentos, revelando así la verdadera naturaleza humana.
No tanto.
Es curioso que el consenso fuera tan unánime, si se tiene en cuenta que el cuerpo humano no se asemeja al de los predadores naturales: no tenemos garras, ni colmillos afilados (por el contrario, nuestras muelas evolucionaron para masticar y digerir vegetales) ni tampoco una buena visión nocturna.
Recién sobre fines del siglo pasado, un arqueólogo llamado Lee Berger volvió a estudiar los fósiles de Dart desde una perspectiva distinta: aquellos huesos humanos estaban en compañía de huesos animales, y, curiosamente, también de cáscaras de huevo de águilas. Este último detalle planteaba un enigma: ¿por qué motivo aquellos homínidos se tomarían la molestia de trepar a grandes alturas, sólo para obtener una presa tan pequeña y magra?
Berger concluyó que en realidad ese yacimiento había sido, de hecho, un nido de águilas. Y revisando las marcas en los huesos del niño de Taung, descubrió que eran consistentes con el ataque de un pico de águila. Aquellas aves predadoras habrían sido capaces de cargar en sus garras a un humano pequeño, así como sus sucesoras actuales pueden llevar en vuelo un pequeño cabrito.
Atando cabos, y comparando este hallazgo con la gran cantidad de fósiles humanos que presenta marcas proveniente de ataques por parte de tigres "diente de sable", Berger llegó a la conclusión de que aquellos antepasados nuestros, lejos de ser soberbios cazadores, en realidad la mayor parte del tiempo eran presas de otros predadores más expertos y adaptados a ese rol.
Naturaleza.
La diferencia entre depredador y presa se ha grabado a fuego en nuestra psiquis. Nuestra actitud general es de miedo y alerta, aún cuando la vida urbana contemporánea nos proporcione el más alto estándar de seguridad que haya disfrutado la humanidad en toda su historia.
Esa búsqueda de protección ante lo que percibimos como peligro es la que orienta todos nuestros actos, desde las más triviales decisiones cotidianas, hasta la forma en que votamos. Por ejemplo, quienes cultivan fobias contra los extranjeros, no es tanto porque quieran dañarlos, como porque se sienten amenazados. Esta perspectiva podría servirnos para tener más empatía entre nosotros, incluso en medio de un debate político acalorado.
Sin embargo, el capitalismo se basa precisamente en aquella concepción errónea nacida de las falsas conclusiones de Dart en 1924. Supuestamente el homo capitalista es un depredador natural, cuyas virtudes principales -tal como lo denota constantemente el discurso social en EEUU- son la competitividad y la agresividad.
Da un poco de pena, desde esta perspectiva, observar la apariencia física de los grandes billonarios actuales, los Bezos, los Zuckerberg, los Gates, los Musk: alfeñiques con cara aniñada, que soltados en el mundo salvaje serían presa fácil para cualquier oso más o menos avispado. Quién sabe incluso si sobrevivirían al ataque de un águila gigante, como esa que adorna el escudo nacional de los Estados Unidos.
Los grandes ganadores del modelo, tan seguros de su rol de predadores, en realidad deben hacerse pis encima por la noche, pensando en ese monstruo que acecha bajo la cama.
PETRONIO
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