Domingo 26 de octubre 2025

No subestimar a la estupidez

Redacción 26/10/2025 - 00.16.hs

Cada vez que -como hoy- hay elecciones, se reaviva un debate que parece no tener final. ¿Qué lleva a algunas personas a votar en contra de sus propios intereses? Entendiendo por intereses, desde luego, no sólo los económicos, sino también los culturales, los políticos, los derechos en general. La explicación de moda por estos tiempos tiene que ver con lo que se ha dado en llamar "política identitaria": esto es, quien vota en contra de sus intereses lo hace por defender una identidad, una autopercepción de su persona. Por ejemplo, el pobre que vota a la derecha que lo va a sumergir aún más en la indigencia, lo haría porque se autopercibe como miembro de una elite superior en la que se cree bienvenido. Sin embargo, estos análisis sesudos a veces olvidan una explicación bastante más sencilla, la favorita de nuestras abuelas, que nunca debería descartarse como explicación de la conducta humana: la estupidez.

 

Filosofía.

 

Créalo o no el lector, la estupidez ha sido objeto de estudio por parte de la filosofía, y ha motivado sesudas elucubraciones. Una particularmente conmovedora es la del teólogo alemán Dietricht Bonhoeffer, quien escribió su tesis al respecto mientras disfrutaba de la "hospitalidad" de la cárcel nazi, donde permaneció desde 1943 hasta 1945, cuando fue ejecutado en la horca, pocos días antes del fin de la guerra.

 

Hay algo especialmente conmovedor en estas obras escritas en la gayola. Algo esperanzador en la tragedia, algo que habla de lo sublime del espíritu humano y su libertad inquebrantable. El ejemplo más famoso sería, desde luego, "El Quijote", escrito por Miguel de Cervantes Saavedra mientras permanecía preso en Sevilla. Pero hay muchos otros: los "Diarios" de Antonio Gramsci, el "De Profundis" de Oscar Wilde, o "Justine" del Marqués de Sade.

 

Bonhoeffer aprovechó su "tiempo libre" y su notable intelecto para reflexionar sobre la triste realidad de su país, y llegó a la conclusión de que, en buena medida, lo que había llevado a la tiranía que azotaba a Alemania era la estupidez. Es más: estaba convencido de que esta tara era mucho más peligrosa y dañina que la mera maldad.

 

Y tenía su punto: la maldad es detectable, se la ve venir, es racional e intencional, y por ende puede ser combatida. En cambio, la estupidez es caótica, impredecible, ya que el estúpido no es consciente del daño que causa. Eso sí, la estupidez -que es una plaga social, no una enfermedad individual- siempre encuentra justificativo moral en la pertenencia a un sistema colonizador de conciencias.

 

Poder.

 

Para Bonhoeffer, siempre que se produce una gran concentración de poder, una ola de estupidez le sigue como las moscas a la miel. Y la estupidez consiste, precisamente, en la actitud de renunciar a la propia conciencia crítica, y dejarse llevar por los eslóganes y lugares comunes. Lo cual hace imposible discutir con un estúpido, o tratar de convencerlo de que Clarín miente. Sólo él mismo puede liberarse de su necedad.

 

Estas ideas fueron luego retomadas por Carlo Cipolla, un filósofo italiano (no debe ser casualidad que este desarrollo provenga de los dos principales focos del fascismo europeo). Pero el enfoque de Cipolla tiene más que ver con la lógica que con la moral. Desde esa atalaya, acierta con una clara definición de lo que es la estupidez, esto es, la conducta de quien produce un daño a otros sin que de ello derive un beneficio propio. De hecho, el idiota a veces también termina dañado por su propia estulticia.

 

Más agudo aún es su señalamiento de que la estupidez no tiene relación alguna con la inteligencia, la educación o la condición social: incluso los sectores más privilegiados de la sociedad pueden ser caldo de cultivo para la estupidez, y miren si no el caso de los sojeros argentinos que, por supuestas razones ideológicas, reniegan de China, su principal cliente y benefactor.

 

Cipolla denuncia que quienes presumen de un comportamiento racional y un pensamiento crítico, subestiman constantemente la cantidad de estúpidos que los rodean, y también su poder destructivo. No la ven venir, porque la estupidez no tiene lógica ni límites, no se puede anticipar. El error de las personas racionales es, precisamente, esperar que el resto de comporte racionalmente. Y ese error puede derivar en la destrucción de sociedades enteras.

 

Paradoja.

 

Al lector no se le escapará, a esta altura, la paradoja que encierra la proposición anterior: la persona racional, al no percibir el fenómeno de la estupidez, la estaría avalando, y permitiendo que con su conducta caótica corroa las leyes básicas de convivencia, que tanto tiempo tardan en establecerse en la civilización. No siempre los estúpidos son los otros.

 

Es tentador pensar, por ejemplo, en la caída del Imperio Romano, que desde esta perspectiva no habría sido obra de las invasiones bárbaras, o de la corrupción moral, sino de una plaga mucho más ordinaria y pedestre: la pavada. Y toda Europa se pasó un milenio entero añorando aquel orden romano, echándole la culpa a los moros o al demonio, sin darse cuenta de que la causa era mucho más cercana.

 

Así que no queda más remedio que seguir devanándose los sesos y tratar de pensar críticamente todo el tiempo, porque todo el tiempo se nos cambia el escenario y la partitura. Es la única forma de no caer en el lugar común, aunque tampoco sea una garantía.

 

Lo que sí está claro es que cuando una cultura glorifica la irracionalidad, la creencia ciega, o la emoción destructiva, comienza a pudrirse por dentro.

 

PETRONIO

 

'
'