Jueves 23 de octubre 2025

Plata quemada

Redacción 23/10/2025 - 00.50.hs

Desde el siglo XIX, la emisión monetaria y sus efectos inflacionarios son tema de discusión en la gestión gubernamental y económica argentina. Mientras en la actualidad los efectos de la emisión de pesos sobre los precios buscan controlarse a través de diferentes mecanismos de “esterilización” (suba de tasas, bonos, pases) que sólo llevan el problema hacia adelante, en el siglo XIX se procedía a la quema del papel moneda.

 

En la década de 1850, Buenos Aires era un estado autónomo, separado del resto de las provincias que conformaban la Confederación Argentina. Enfrentados, política, económica y militarmente durante esos años, el Estado bonaerense contaba con un “arma” fundamental: la existencia de un Banco Provincial con varias décadas como emisor de papel moneda reconocido y aceptado como medio de pago por su población, institución de la que carecía su par de la Confederación.

 

Los conductores del Estado porteño (Alsina, Pinto y Mitre, entre otros) adscribían explícitamente al credo liberal de que la inflación es un fenómeno monetario, por ende condenaban la emisión, asociada además a la gestión rosista de la provincia (1829-1852). Sin embargo, como han demostrado historiadores de la talla de Juan Carlos Garavaglia, la provincia emitió papel moneda por más de 225 millones de pesos durante esos años para solventar los gastos de guerra tras las batallas de Caseros (1852) Cepeda (1859) y Pavón (1861).

 

La depreciación del papel moneda fue mucho menor de la que podría suponerse ante tamaño aumento de la base monetaria, afectando mucho menos los precios relativos de la economía porteña. Es que en plena década de 1850 se recurría a la llamada “amortización de billetes” que consistía en retirar de la circulación una parte del circulante y quemarlo. Sí, el Estado literalmente quemaba billetes. El fuego era durante estos años una importante política monetaria.

 

El gobierno rosista también había implementado durante los años anteriores la amortización, a través de emitir deuda pública cuya colocación en el mercado permitía retirar el equivalente en billetes. Sin embargo su éxito fue muy limitado.

 

La diferencia con el Estado de Buenos Aires fue que el gobierno porteño durante los años cincuenta retiró y quemó esos billetes a partir de ampliar la base fiscal del Estado: asignó un 10% de los ingresos por comercio exterior para amortizar el papel moneda emitido y, en 1861, sumó un arancel adicional de 2,5% sobre exportaciones, cuya recaudación permitiría recuperar y quemar buena parte de la emisión anterior.

 

Los ecos de esta historia resuenan hoy, cuando el gobierno de Javier Milei y Luis Caputo buscan “secar la plaza de pesos” para evitar que aumente la cotización del dólar e impacte en la inflación. Pero en lugar de afrontar una reforma fiscal progresiva, el gobierno recurrió a un aumento gigantesco de tasas de interés en pesos, los pases pasivos, los bonos en dólares con tasas siderales, entre otros mecanismos que sólo patearon el problema hacia adelante: el pago de intereses por estos instrumentos aumenta cada mes el stock de deuda del Estado, acumulando una presión inflacionaria futura, algo que el propio Milei criticaba antes de asumir como primer mandatario.

 

La posibilidad de hacer frente a un stock de deuda cada vez mayor con una economía real deprimida hace que el riesgo país aumente sostenidamente: los agentes económicos tienen cada vez más dudas acerca de la capacidad del gobierno de hacer frente a la gigantesca deuda así generada.

 

La historia económica y fiscal argentina es contundente en el resultado de estos ensayos que no resuelven el problema de fondo. Nunca se pudo contener la inflación sin una base sólida de ingresos fiscales. La única solución efectiva que logró contener los efectos inflacionarios de la emisión monetaria fue el aumento del peso fiscal sobre los sectores más favorecidos por la estructura económica argentina.

 

Los mecanismos de “esterilización” actual que alimentan súper ganancias especulativas sólo agravan el problema a futuro, deprimen la actividad económica real y hacen recaer las consecuencias negativas sobre los sectores más vulnerables de la población. (Por Antonio Facundo Galarza, doctor en Historia)

 

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