Te llamarás Pedro
En su memoria "Verdad tropical", Caetano Veloso se lamenta de que su Brasil, con ese nombre tan bonito, no haya llegado a ser todavía un país. Por el contrario, él considera que los EEUU son un país sin nombre, ya que la denominación con la que se autoperciben ("América") es en realidad la que designa a todo el continente. Denuncia que esa costumbre apropiatoria también está presente en Sudáfrica, en cuyo himno se adopta como de propiedad exclusiva el nombre de "Africa". En el caso de "nuestros" EEUU, la apropiación es doble, por cuanto el nombre del continente proviene de un oscuro navegante portugués -Américo Vespucio- cuando en realidad correspondería, desde una perspectiva europea, designar a la nueva masa de tierra con el nombre de su "descubridor" en 1492, Cristóbal Colón. Pero ese nombre ya se lo apropiaron los chéberes colombianos.
Golfo.
Esto viene a cuento de cierta fiebre nombradora (o renombradora) que parece estar afectando a la nueva camada de presidentes de ultraderecha. El "americano" Donald Trump, por ejemplo, acaba de gastar papel y timbrado público en disponer que el Golfo de México pase a denominarse "Golfo de América". Y, también, que la elevación más alta de Norteamérica, un monte de Alaska que los locales conocen con el nombre indígena de "Denali" pase a llamarse "Mc Kinley".
El Golfo de México, además de ser el lugar donde los muchachos de la British Petroleum provocaron uno de los mayores desastres ecológicos de la historia, frente a las costas de Houston, es el origen de una cálida corriente marítima, que atraviesa todo el Océano Atlántico y llega hasta el norte de Europa, adonde se la responsabiliza por la niebla de Londres, que resultó ser más mexicana que el chile.
Ni lerda ni perezosa, la menuda presidenta de México, Claudia Sheinbaum, le contestó a su vecino del norte que su país, los EEUU, podrían retomar el viejo nombre de "América Mexicana" que aparece en algunos mapas coloniales. El basamento histórico no puede ser más contundente, si se tiene en cuenta que buena parte del Oeste que "conquistaron" los pistoleros cowboys fue arrebatado por la fuerza a México, y curiosamente en aquel entonces -mediados del siglo XIX- ni se molestaron en cambiar de nombre a esos lugares: los estados de California, Nuevo México, Colorado, Oregón, las ciudades de Los Angeles, San Diego, Sacramento, San Francisco.
Con ese antecedente, la pulsión de Trump por renombrar cosas sería bastante poco (norte) americana. Pero claro, para arribar a esa reflexión sería necesario que esta gente se interesara por la historia, cosa difícil si consideramos que para eso a su vez sería necesario leer.
Biblia.
Hay algo de bíblico en la actitud del nuevo presidente norteamericano: tanto en el antiguo como en el nuevo testamento, el viejo Jehová y su hijo Jesús se la pasan repitiendo: "Te llamarás Israel" o "te llamarás Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia" (cosa rara si se tiene en cuenta que Jesús no era albañil, sino carpintero).
Desde que se salvó por un pelín en aquel acto de campaña donde un disparo de francotirador lo hirió en la oreja (herida de la que, milagrosamente, no produjo ninguna cicatriz) al hombre se le ha dado por ponerse religioso. Pero no para cultivar la humildad, sino todo lo contrario. En su discurso inaugural del lunes pasado, uno de los párrafos más preocupantes fue ese donde afirmó estar convencido de que Dios le había salvado la vida para "hacer grande de nuevo" a su país.
Antes justificaba su política en la autoproclamación de su grandeza, su belleza, su éxito como empresario (que los tribunales de concursos y quiebras no parecen respaldar). Casi que uno lo prefiere cuando se pone a bailar. Para el caso -y aunque no cueste mucho hacerlo- baila mejor que el maquillado presidente argentino.
CCK.
Lo cual nos lleva a otro renombrador serial, que ha gastado más trámites burocráticos en cambiarle de nombre a las obras públicas construidas por otros, que en asegurarse la inmortalidad haciendo las suyas propias. El pretexto, claro está, es que los libertarios no creen en la obra pública, ya que son los propios vecinos quienes deberían ocuparse personalmente de menudencias tales como represas hidroeléctricas y gasoductos troncales, mientras el presidente se dedica a viajar por el mundo coleccionando tantos premios extraños que no habrá vitrina que los contenga.
Eso sí, como los libertarios "no son manada", hay algunos, sobre todo en los rangos más bajos, que tienen su propia postura y se la pasan exigiendo obras a los ejecutivos municipales y provinciales de otro signo político. Tal parece que la obra pública, mientras no tengan ellos que ensuciarse las manos con el cemento y la arena, no les molesta tanto.
Es el trabajo de los mesías ponerle nombre a las cosas, para que su hálito sagrado les dé sentido y movimiento. Y de paso, para borrar nombres odiosos como los de esos populistas sucios, feos y malos que se especializan en hacer tanto edificio que resulta casi imposible ignorarlos.
El problema con tanto refundador suelto va a ser cuando las cosas comiencen a cambiar de nombre periódicamente, cada cuatro años o menos, al punto que podríamos terminar olvidando todos los nombres, y peor aún, olvidando para qué era que servían las cosas a las que nombramos.
PETRONIO
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