Martes 16 de abril 2024

Un lucerito

Redacción 28/11/2023 - 01.37.hs

Los cazadores ignoraban que yo había empezado a despreciarlos a medida de que comprendía por qué encerrábamos a los luceritos: se los cazaba para vender, para lucrar con la naturaleza no para extenderla santamente en el oficio de mediar.

 

POR ADRIÁN ABONIZIO

 

Los cabecita negra también llamados “luceritos” eran del sur, de los campos de Bahía Blanca o La Pampa y se los cazaba en invierno por los territorios escarchados bajo la neblina de cuento que yo había visto en algún amanecer. Un Ford es lo que primero se me aparece en la cerrazón, ronroneando sobre la huella reseca de los camiones que entraban con lluvia a los campos y dejaban su marca testimonial en esas franjas. Era el camino real, el feudo para entrar a los dominios aéreos del cabecita negra, que por esos lares se reproducía a salvo y era encarcelado para luego de fatigosos viajes aparecer en un jaulón pendenciero y oscuro, en un sitio remoto allá por Santa Fe. Nada de esto sabía de los bichos, pero empecé a practicar eso de hablarles al oído para evitarles mayores sufrimientos. Los traían porque eran buenos apareándose con canarios y sus descendencias forjaban razas firmes y muy cantoras. Como el sapo era el esposo de la rana, el cabecita debía ser de los canarios. Si estos son todas hembras y se crían en jaulitas, ¿cómo iban a conocer novios y así perpetuar la especie? Entonces aparecían los cazadores, con sus viajes cinegéticos, arrasando con la libertad para promover en lo nupcial la continuidad de la estirpe. Se justificaba, mediante un conjuro genético, que los hombres de las aldeas salieran con sus autos mochos a traer reproductores para lograr extender el imperio de artistas con gargantas emplumadas.

 

Reglas claras.

 

Uno los miraba detenidamente y parecía que usaban capucha; los ojitos eran amarillos, lo mismo que el pecho salpicado de motitas negras. Los juntaban con la canaria y al tiempo nacían al menos dos crías; una arpillera que los maridos iban deshilachando les serviría de colchón para el nido. Nunca poner dos cabecitas juntos porque se matarían a picotazos. Nunca mezclar dos hembras porque el macho caería abatido de tanto esfuerzo. Reglas matrimoniales claras. Alimento variado —mijo, manzana, naranja— y agua limpia sin restos de moho. Luego a esperar la camada, separarla en cuanto crecieran. “Mixto cabecita”, me decían los cazadores por mi cutis blanco y mi pelo negro azabache. “Gallos”, replicaba yo como una ofensa porque eran gordos, pechudos y no sabían volar. Ellos no lo advertían y me festejaban por el retruque, pero ignoraban que yo había empezado a despreciarlos a medida de que comprendía por qué encerrábamos a los luceritos: se los cazaba para vender, para lucrar con la naturaleza no para extenderla santamente en el oficio de mediar. Los billetes se solían apilar sobre la mesa del club a la hora de dividir ganancias. —Chau, Mixto. —Váyase a la puta que lo parió. Y fueron varias veces, hasta que mi padre me soltara aquello del respeto a los mayores, que era muy feo decir palabrotas y que además no se explicaba por qué me ofendía tanto. —Te dicen “mixto” cariñosamente. —Y yo les digo hijos de puta cariñosamente. Mi padre suspiró. —¿Ves, Ciarlo? —replicó poniendo de testigo al tipo—, es un cabeza dura peor que su abuela. No entiende razones y se cree con derecho a decir porquerías. Yo abotonaba mi saco para huir a la calle. Un viejo me agarró por el hombro. —¡A dónde va usted! ¡Está detenido por boca sucia! Y se rió solo hasta que le pisé de un tacazo el pie y salté hacia adelante como un gato acorralado. Se cayeron algunos porotos y el mazo de naipes con que jugaban cuatro pensionistas del club. Aquello resultó un desconcierto. Mi viejo pretendió avanzar sobre mí pero atravesé la puerta de largos listones plásticos buscando la salida por la cocina. Después, de grande, iba a ver esta escena en muchas policiales: el villano huyendo a través de cocineros, bandejas que se tumban, alguien que se quema con sopa ardiente. Detrás, las carcajadas sonaban como cachetazos. Alcancé la salida y no paré de correr hasta doblar la esquina. La luna estaba enorme como una bola de billar nuevecita. Un búho la atravesó. Noche de cementerios abiertos, cadenas de chancho, viento en la bruma, pasillos de hombres lobo, campanarios con vampiros, momias en las esquinas, difuntos como pergaminos queriendo atraparnos, perros rabiosos que habían sido hombres desfigurados por las penas del amor. El Diablo jugando barajas con cromos de chicas desnudas estaba sentado en la mesita de mármol de la peluquería. Un policía miraba la escena fascinado por el juego. Una niña rubia, hija de los carboneros, entraba por el pasillo verdoso. Yo corría como huyendo de una granada a punto de explotar. Mi madre me abrió, sobresaltada. —¿Qué hacés vos acá? ¿No estabas con tu padre en el club? —Sí, pero me dieron ganas de ir al baño, —argumenté, y frente a ello no había retruque. Hice ruidos. —¿Te preparo un té? —No… tengo que tapar los pájaros. Y salí afuera donde en los jaulones iniciaron un revuelo asustado de plumas encandiladas por mi linterna. Más tarde, décadas en el futuro más allá del año 2000 cualquiera que querría una patria mejor habría de ser catalogados como esos pajaritos. tomé un cabecita negra, le besé el pico: tenía olor a tierra y a cachorro de perro. Solté al lucerito en la noche lunar imaginando encontraría la ruta de regreso. —Andá, brillá mucho y avisale a los demás cómo es la verdadera historia. abonizio@gmail.com

 

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