Jueves 17 de julio 2025

Acá estamos: con un no rotundo

Redaccion Avances 15/06/2025 - 06.00.hs

Autoras y autores de distintas localidades de La Pampa siguen sosteniendo el fuego de este espacio, en el marco de los 10 años de NI UNA MENOS.

 

Angeles Alemandi *

 

La violencia contra las mujeres se narra en nuestra provincia. Se escribe para nombrar la fuerza de lo colectivo, para aplacar el miedo, para conjurar el dolor.

 

Ficción, no ficción: no importa. En verso o en prosa, las historias cuentan verdades.

 

Al leer los textos de esta tercera entrega reconocemos lugares, sensaciones, oscuridades, no queremos estar ahí, pero de allí venimos. Se escribe también para quienes no han atravesado este camino, el arte de la escritura logra interpelar, conmover, subir el volumen al grito que no se detiene: NI UNA MENOS.

 

* Periodista y escritora. Integra la Red Federal de Periodistas y Comunicadoras Feministas.

 

 

Mi padre murió

 

Mariana Komiseroff. Inédito.

 

 

Mi padre murió

 

joven y de ojos verdes

 

vuelve

 

 

En las noches febriles

 

interrumpe una fiesta

 

soy una niña que salta

 

con otros niños

 

 

Mi padre

 

golpea la puerta

 

o tal vez el sonido del timbre

 

su llegada

 

es lo que petrifica

 

a todas las criaturas del mundo

 

 

sé que es él

 

aunque nadie aún le haya abierto

 

No lo dejen entrar

 

el grito mudo del sueño

 

se suicida en la garganta

 

soy demasiado niña

 

 

Mi padre

 

y la fiesta

 

se convierte en un vacío infinito

 

entre sus dedos

 

sostiene una aguja

 

para coser colchones

 

perfora el globo gigante

 

sobre el que apoyaré

 

mi infancia

 

 

Mi padre

 

me amó demasiado

 

pero de su amor no pudo salvarme

 

 

El señor del balde

 

Daniela Arata. Inédito.

 

No me gustan las nubes. La lluvia sí. Pero las nubes no. Ni la tormenta. Las nubes de la tormenta son negras o de color negro claro, no son azules como dice Adri. Solo hay nubes azules en los dibujos de plástica.

 

La lluvia es fresca y tiene gusto rico, pero las nubes negro claro son sin gusto o amargas. Y tiran chispas y explotan. La lluvia en cambio habla despacio y el sol es caliente y brilla un montón como el álbum lleno de figuritas de hadas de brillantina.

 

Igual no hay que tener miedo, porque después la tormenta pasa y mamá nos deja poner las botas de goma que nos compró con el abuelo. Salimos con Adri a correr por el pasillo, hasta llegar a la vereda llena de agua, y ahí saltamos y hacemos mucho ruido. Pedro nos dice que mamá es una exagerada y nos compró botas como para que nos duren toda la primaria. Yo no sé muy bien qué quiere decir con lo de la primaria pero las botas son re grandes.

 

Es lindo el barrio cuando hay sol. Me gusta el sol aunque tenga que poner los ojos chinos cuando lo miro.

 

¿En dónde está la panadería?, mamá dijo cruzando y no la encuentro. Seguro se enoja, no mirás por dónde caminás, mirás el sol, y así te tropezás con cualquier cosa y te pelás todas las rodillas. ¡Qué bonito! una nena con todas las rodillas peladas como un varón.

 

Igual si camino más para allá capaz la encuentro, a lo mejor, mamá se equivocó.

 

Algunas veces ella anda como distraída, contesta cualquier cosa y hasta te da permiso para ver la de Rolando Rivas, aunque aparezca el cartel que dice lo de la protección esa del menor. Otras, le da la mema a Gaby y la pone en la cuna, se va al baño y no sale más, me dejan tranquila dice, y nosotras la dejamos.

 

Más vale que vuelva con el pan. Igual la plata la tengo bien apretada en la mano así no se me pierde.

 

Es re ancha esta calle, parece que tengo que caminar apurada como esa señora para llegar a la otra orilla, los autos son un montón y de todos los colores. Me pasan tan cerquita que tiran viento cerca mío.

 

Esta panadería no es. No tiene los pancitos que compramos siempre. Felipe tengo que decir, tres cuartos de Felipe, así se le dice al pan ese. Los panes tienen nombres como los nenes y las nenas.

 

Pero esta panadería no es la panadería que dice mi mamá. Es otra porque no tiene esos canastos grandes como los de poner bebés. No tiene de esos. Es una panadería más bonita toda llena de muebles de vidrio, como ese de la abuela, donde guarda las copas y la caramelera que no se puede tocar porque se rompe. Muebles de vidrio con manijas plateadas donde guardan tortas de crema y huevos de pascua gigantes, con patos y conejos dibujados con moños y papeles brillantes, y al lado un mostrador llenos de tubos también de vidrio llenos de chocolatines Jack y chicles yum-yum y chupetines sorpresa... ¡Es tan linda esta panadería!

 

Cuando le digo lo que quiero la señora dice que Felipe no hay, pero que este que me da es casi lo mismo y yo no creo que mi mamá se de cuenta. Si, además, el pan es pan.

 

Meto el billete que sobra en el fondo de la bolsa y no me aguanto. Agarro uno de los bollos y me lo acerco a la nariz porque me encanta ese olor.

 

Con uno de los dedos le dejo un agujero a la miga que casi no se nota, igual no importa tanto, porque a los grandes solo les gusta la cáscara, no lo de adentro. A casi todos los grandes creo, porque a mi abuela le gusta lo de adentro como a mí, y cuando estamos en su casa de Huinca tomamos una taza de café de malta con leche y pedacitos de miga con manteca.

 

Los autos van y vienen, pero no sé para qué lado, ni dónde está mi casa. El semáforo está en rojo.

 

Cuando le pregunto al Señor del balde él me dice que sabe. Seguro que sabe, tiene una ropa como la de Pedro cuando limpia la vereda, color negro claro, como las nubes.

 

Es grande el señor y los grandes saben dónde quedan las casas. Y cuando me pregunta ¿Dónde vivís nenita?, yo le digo, como me enseñó mi mamá, que mi casa queda en “SanBlasmilnueveveintiseis” y él me dice que sabe y que me va a llevar con mi mamá. Pero primero lo tengo que ayudar.

 

Y como sé que hay que hacer caso y ayudar a los grandes voy con él cuando me agarra de la mano.

 

Quedate quieta y presta atención, me dice el señor que habla como en secreto que casi ni se escucha mientras caminamos hasta el rincón de la escalera.

 

El Señor del balde es grande y le cuesta acomodarse acostado en la escalera pero igual se queda, vení ponete acá al lado mío, y ahí se queda tirado sobre los escalones, de costado, como cuando jugamos con Adri a los mil ladrillos en la escalera del segundo.

 

Quedate quieta y en silencio para poder escucharlos, repite, y estira el brazo por atrás de mi espalda. Yo ya sé que me tengo que quedar así por eso ni me muevo.

 

Pero no escucho lo de los nenes llorando en el piso de arriba. Escuchá, insiste, escucha los nenes, ¿los escuchás? necesitan que los ayudemos, dice de nuevo como preocupado, pero yo no los escucho.

 

Aunque el Señor del balde ahora me tiene abrazada contra él, los escalones están duros y me enfrían las piernas y con la cola en el piso me puedo ensuciar la jumper y me van a retar.

 

A los nenes no los escucho, le digo y me corro un poco, él responde ¡Shhhhh! y ahí me callo y lo espío, detrás del mechón de pelo que me tapa esa parte de la cara.

 

Está oscuro pero lo veo y ya no se ríe como en la vereda, tiene la boca un poco abierta y le veo una lengua roja adentro con algo de baba.

 

Cuando respira hace un ruido asqueroso, no de roncar, otro ruido y yo no me quiero quedar más ahí.

 

La luz que llega de la entrada del edificio se apaga en ese rato, y solo escucho cómo respira, cada vez más fuerte, no sé cuánto rato pasó pero me van a retar.

 

Vení, me dice, que vamos arriba, al departamento ese, a ver si a los nenes les pasó algo. Después se para y del bulto que tiene en el bolsillo saca unas llaves.

 

No quiero ir, pero subo unos escalones más con él y me quedo callada, para que no se enoje, solo quiero que me diga para que lado está mi casa. En Rancul era fácil, pero acá hay muchas casas.

 

Cuando trata de embocar una de las llaves en el hueco de la cerradura de esa puerta que dice “C” de casa, dice malas palabras y busca otra llave, la pu… y otras más como las que papá dice cuando maneja o se pelea con mamá.

 

Toca el botón de la luz del pasillo y cuando se prende acomoda esa otra llave, dice por fin, por fin, mientras la gira y la llave hace clack clack. Sin darse vuelta a mirarme el Señor del balde dice dale subí de una vez, subí te digo, y no me gusta la voz que pone. Tampoco sus manos que ahora se ven mejor.

 

El Señor del balde tiene los dedos y las manos grandes, peludas, mojadas. Capaz por eso, cuando él abre la puerta, de ese lugar en donde dice que están los nenes y antes de que se convierta en monstruo, yo me decido.

 

Aprieto la bolsa del pan y bajo de a dos los escalones. El viene atrás, está chinchudo. Casi me alcanza en la planta baja pero se le caen las llaves y el ascensor hace el ruido de estar bajando.

 

No miro para atrás para ver si me persigue y corro hasta la calle. Solo corro, corro como para ganar una carrera, por la vereda y después por la de enfrente, que total no viene nadie.

 

Sigo la carrera para el otro lado de los autos, ni miro, porque sigo corriendo. Parece que ellos también se corren y yo cruzo.

 

Me duele el costado de la panza, y me pongo la mano, apretándome para que se me pase, me cuesta tomar el aire. Tengo ganas de sentarme en el cordón pero me da miedo que todavía me pueda alcanzar.

 

Giro la cabeza apenas y no lo veo pero sigo a toda carrera con la bolsa apretada contra mí mientras esquivo dos perros lanudos que trae una señora con una correa.

 

Un colectivo con dos números cuatro en colorado frena y me tira un aire calentito cuando paso al otro lado de la calle y veo un poco nublado. Cuando doy la vuelta en esa esquina para perderlo del todo al Señor del balde veo ese cartel con la cruz verde, es el de la farmacia que está re cerca de mi casa.

 

Y freno la carrera, camino ligerito pero sin correr, para que no me reten, suelto la bolsa que traigo apretujada y la llevo suelta con la argolla de la bolsa del pan colgada en la mano de escribir.

 

Hay mucha gente afuera de casa. Mi mamá está al lado de Adri y de un montón de vecinos. Tiene a Gaby en brazos envuelta en esa cosa que le tejió la abuela. Hasta Pedro está pero sin el uniforme. Papá no, por suerte. Todavía debe estar en el Banco trabajando.

 

Apenas me ven, vienen todos. Y me quieren abrazar, Pedro me hace upa y me lleva hacia donde está mi mamá. ¿Estás bien, estás bien? y yo les digo que sí y les cuento del sol, del pan, pero no del Señor del balde parecido a Pedro.

 

Están contentos todos, menos mi mamá que llora y llora, pero sin chillar como hace Gaby cuando la pone en el cochecito.

 

Mamá me estira los brazos y creo que va abrazarme. Pero primero apoya las manos en mis hombros, y los revisa como para ver si están ahí y hace lo mismo con sus manos en mi cara. No me abraza, me mira con ojos rojos y mojados. Después sí me aprieta fuerte contra ella y sigue llorando y yo no entiendo si es porque los panes que traje no se llaman Felipe como los otros o qué.

 

 

Vive, mujer

 

Clementina Rossini. Inédito.

 

Durante las vigilias de la luna y a la par de soles sin horizontes,

 

caminas mujer por la vida, siguiendo a los sueños de ayer,

 

de hoy y, ante el enigma de lo que vendrá, respiras, hondo suspiras.

 

Arremetes con el ardor que a tu alma abrasa

 

contra todo lo que presientes amenaza, estigma o pesadilla.

 

Eres tan libre como el aire que ensancha tus pulmones,

 

llevas el brío y la potestad que natura te dio a raudales,

 

para combatir con el don de la palabra a tiranos, malvivientes y corruptos

 

aunque debas enfrentar el desatino de frenéticos machistas.

 

Es posible que tus manos sangren cuando la bestia se destape,

 

puede que tu sudor moje la tierra, pero tal vez logres que tu ejemplo fecunde,

 

que transiten detrás de tus ideas otras hembras

 

y alcen sus voces por la paz, con un no rotundo por la guerra.

 

En tanto eso suceda, no pierdas el rumbo ni temas,

 

vive mujer, por la paz y la armonía.

 

 

Ella tiene un pañuelo verde

 

Matías González. Inédito. (A mi hija, a mis hijos)

 

Ella tiene un pañuelo verde.

 

Lo ata a su mochila. Lo lleva a pasear.

 

Lo muestra, sin mostrarlo, con orgullo.

 

Digo “sin mostrarlo” porque no es esa su intención íntima.

 

Lo hace porque es parte de ella. La acompaña, como uno se siente acompañado por sus ideas, cobijado por sus convicciones más profundas.

 

A veces, las ideas nos interpelan, nos atraviesan, nos sacuden. Otras veces, nos abrazan, nos acarician, nos sostienen.

 

Ella lo lleva con orgullo. Con el pecho inflado.

 

Sabe que es símbolo de quienes no tenían voz y hoy gritan; de quienes lloraban en piezas oscuras y hoy luchan por abrir pequeñas ventanas por donde la luz empieza a construir caminos de amor.

 

A veces se lo ata a la mano y siente que la protege de esa muerte de la que no se habla: una muerte rastrera, cínica, hipócrita, dolorosamente silenciada durante siglos, apañada vilmente.

 

La miro y me atraviesa su mirada.

 

La escucho y quedo extasiado.

 

Me hace feliz cuando me acorrala, cuando me arrincona con preguntas incómodas.

 

No me duele quedar en evidencia ancestral ante ella.

 

No me pesa repensarme, discutirme, reinventarme.

 

Sabe que el odio acecha tanta inocencia, pero su voz no calla.

 

La veo y es cada vez más fuerte, más luminosa.

 

Tiene la fortaleza de quienes ya no se sienten gritando en soledad, la del abrazo colectivo.

 

Su hermosura es la de la lucha por otros mundos posibles.

 

Su sonrisa, la de la rebeldía hermosa.

 

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