Martes 29 de julio 2025

Cuando en la heredad ranquel, nacía La Pampa

Redaccion Avances 20/02/2022 - 12.12.hs
Humilde casa donde vivió sus últimos años y murió el Cacique Yancamil. Foto: año 2000, José C. Depetris.

Conmemorar los 140 años de la fundación del primer pueblo pampeano, es en buena medida recordar idéntico lapso de vida institucional de La Pampa. Como Territorio Nacional, primero y finalmente como provincia.

 

Jose C. Depetris *

 

Como entendemos que conmemorar es también aquella acción de recrear el pasado, detallando y registrando aportes y matices para evitar que se borren de la memoria, es atinado señalar en la circunstancia determinados momentos, ciertas personas del común y algunas cosas de aquellos primeros días que cambiarían para siempre aquel mundo frágil pero particularmente propio de la más representativa de las comunidades originarias de la región: los ranqueles de Leuvuco. Que apenas una década antes la había descripto en detalle el más ameno de los cronistas decimonónicos, pero también el más polifacético de los agentes del statu quo metropolitano: Lucio V. Mansilla, en su famoso libro “Una excursión a los indios ranqueles”. Al margen de la exquisitez literaria de la pieza, aquella calavereada militar del coqueto coronel fue el más efectivo acto de zapa para asestar la estocada final a las comunidades pampeanas.
El caso es que tras las batidas del ejército de línea de 1879 y habida cuenta de la intensidad y celeridad en la dura empresa de cimentar el extenso territorio recién conquistado. Integrándolo definitivamente al proyecto de las elites de la metrópoli imbuidos del pensamiento de la Generación del 80, la historia terruñera quedó aletargada en la media sombra de las crónicas pueblerinas o en los dicharachos de parroquianos en los boliches. Trivializadas un tanto por la cercanía en el tiempo y por la urgencia misma de los improvisados pueblos nuevos, aquel pasado reciente no era lo suficientemente considerado como glorioso, sino una sucesión de circunstancias no valoradas totalmente en la época.
Claro que inevitablemente los protagonistas de los sucesos se morían, muchos testimonios escritos se perdían y los espontáneos se diluían en fragmentos de información oral pasada de una a otra generación.
Una prolija publicación de 1972, dedicada a los noventa años de la fundación de Victorica, rezaba en su epílogo un llamado a la concreción “en tiempos venideros”, de trabajos historiográficos que trajeran luz sobre los muchos interrogantes que aun entonces subsistían sobre el conglomerado de esforzados pobladores que habían consolidado el primer pueblo en el corazón arisco del caldenal.
Afortunadamente hubo quienes recogieron el guante. Investigadores, músicos, poetas y cantores, filetearon aquella epopeya fundacional como escritura de las necesidades del espíritu y como muestra de sentimiento popular con mirada plural, incluyendo paulatinamente a los invisibilizados por el prolijo y aséptico relato de los vencedores.
El fruto de esa tarea de buceo, de indagación, de interpretación y decodificación en los más variados repositorios, archivos, colecciones, bibliotecas y periódicos donde se guarda la memoria minuciosa de casi todo, ayuda a rescatar el protagonismo de anónimos y olvidados pioneros criollos, indios, extranjeros –y básicamente, sus mezclas– que conformaron espontáneamente un tipo humano y una cultura regional que particulariza y distingue a la comarca.

 

Fotos del momento.
Las últimas décadas del Siglo XIX se caracterizan por la irrupción de los primeros registros gráficos. Algunas fotografías de época muestran abigarrados grupos familiares endomingados con aquella vestimenta entre urbana y campera que iría marcando la evolución de la zona, muy compuestos frente al recordado “chasirette” ambulante, aquel enigmático alemán Bernardo Graf del que se pierde todo rastro con el tiempo. Y también su invalorable archivo de placas de vidrio.
Pero hay otras fotos más antiguas aun. Una serie de 18 tomas detectadas en 1992 en el Archivo Franciscano de Río Cuarto que pertenecen al momento mismo de la fundación. Y surge, tras la paciente investigación durante años, el nombre de Albert Meuriot, el primero que aplicó el arte fotográfico para conformar la amplitud de la nueva iconografía de La Pampa.
El joven francés, formado por el famoso Witcomb en Rosario, fue integrado junto con algunos ingenieros y su utillaje a la columna militar fundadora. Y le cupo la relevante tarea de registrar para la posteridad las rastrilladas y topónimos del camino pero básicamente el sitio específico de Las Recinas o más propiamente, Echohue en aquellos primeros momentos fundacionales de lo que se llamaría Victorica, desde entonces. Se advierte en todo el corpus de las fotografías, como telón de fondo, la presencia del tan temido “desierto” en su estado pristino. Realidad y leyenda en la vida cotidiana de los gauchisoldados y sus familias allí retratados.
La aplicación del método inductivo-deductivo en las imágenes ha permitido obtener algunas inferencias de interés. Y aun cierta polémica sobre la fecha fundacional, cuestión que no pretendemos incluir en esta hilación de ideas. Las tomas en cuestión, evidencian que el acto de fundación fue –apenas– un acto simbólico que quedó registrado fotográfica y espontáneamente al unísono del desarrollo mismo del acontecimiento. Puesto que en los descampados retratados del sitio elegido para el emplazamiento, no se advierten en las tomas ni siquiera los ranchos elementales de construcción ligera. Solo se advierten paravientos y refugios de ramazón y ponchos para las familias y tiendas militares para el personal militar. 
Un curioso documento del año 1907 transcripto del legajo elevado al entonces Ministro de la Guerra por Don Solano Cardoso, –ex integrante del Escuadrón Ranqueles– de los Indios Amigos que integraron la 3º División del Ejército que bajó desde Córdoba y San Luis con la orden precisa de establecer un Fuerte militar y sentar las bases del pueblo, nos deja algunos datos de los indígenas militarizados como grupo diferenciado del resto de las tribus “asimiladas” en las operaciones de prolija “limpieza de elementos indígenas belicosos”. Es interesante acotar que el citado se constituye como la única “Memoria de vida” de un Indio Amigo protagonista de los hechos, “hablando” en primera persona y dando su visión en el relato escrito cuarenta años más tarde. Y asegura que fue en agosto de 1881, la llegada y asentamiento de la columna fundadora, o sea 6 meses antes a la fecha asignada que hoy convencionalmente recordamos. Pero claro, esa es otra historia.

 

El poblado.
Cotejando diversa información que nos brinda Cardoso, observamos que si bien el aporte de familias indígenas a la novel Victorica fue importante, en los inicios solo estuvo circunscripta a la presencia de dos piquetes: Los Indios Amigos del Capitanejo Simón Martínez y los del Cacique Cayupan. Ambos batallones apenas sobrepasaban el centenar de personas entre los hombres de Servicio y las familias. La aporreada partida del Regimiento 9 de Caballería que protagoniza meses más tarde la recordada jornada de Cochicó, contaba mayoritariamente entre su personal, gente perteneciente a ellos.
Es evidente que el auge de las actividades agropecuarias a poco de fundada la localidad, dinamizó rápidamente el crecimiento urbano del lugar, que pasó a ser de encuentro e intercambios. Allí se comerciaba, se hacían de provisiones los poblares rurales y se ligaban en la trama de la vida soldados, hacendados, peones, comerciantes, ricos, pobres, aventureros, marginales de ambos mundos. Un dato interesante y que nos da la perspectiva de aquel conglomerado humano es el número de habitantes a poco menos de dos años de radicado en el lugar, que alcanzaba a 614 militares y solamente 154 pobladores civiles.
Los edificios particulares totalizaban 45. Todos de material crudo, donde se ubicaban estos comercios señalados. Ya se habían distribuido más de 30 solares a particulares en las manzanas trazadas. Trazadas y marcadas en damero siguiendo los cánones de las viejas leyes de Indias para la distribución de solares siguiendo los rumbos del sol. Y como signo de los avances operados, casi totalmente se habían reemplazado los cercos de ramas originales que circundaban el espacio con construcciones, por un fuerte emplazamiento de cerco de palo a pique. También ya se disponían de 300.000 ladrillos cocidos en los hornos de Los Pisaderos para trabajar nuevas construcciones en la guarnición y en el pueblo.
Un informe del Coronel Ernesto Rodríguez correspondiente a 1883 da cuenta de algunos adelantos operados desde el asentamiento inicial. El poblado contaba con nueve comercios instalados del rubro de Tienda y Almacén. Y como para esta crónica entendemos atinado, rescatamos sus apellidos: Albarnes, Pistarini, Lemos, Orozco, Nieva y Cia., Romero y Cia, Herrera, Boria y Zabala y Monte, mientras que la primera panadería pertenecía a Valentín Romero. 
La Comandancia contaba con una cochera y seis amplias piezas con corredores techados de paja para alojamiento y oficinas. El Regimiento 3 de Infantería y el 9 de Caballería ocupaban sendos cuarteles con construcciones de material consistentes en cuadras para alojamiento de la tropa, guardias, calabozos y otras dependencias. También 21 ranchos para alojamiento de oficiales y sus familias.
Una de aquellas construcciones particulares levantada en aquellos días, aun hoy sigue en pie cercana a la plaza principal y recientemente intervenida por un propietario particular a los efectos de preservarla y ponerla en merecido valor patrimonial. 
Actitud meritoria que contrasta con la situación y estado de la humilde casa donde la tradición indica y sostiene que vivió sus últimos años y murió el Cacique Yancamil. Tal vez el más recordado de los personajes del lugar, que resistió con su tribu a cuestas al estado Roquista durante los diez años posteriores a la “Conquista del Desierto”. Con tres fugas internacionales –Chile, Uruguay y Paraguay– en ese periplo de tozuda resistencia al nuevo orden imperante. Caso único –hasta donde conocemos– en la historia nacional. 
La Mensajería de Valle, que hacía su carrera desde el “9 de Julio”, tocando el “Trenquelauquen” y Toay para arribar a Victorica pasando por Anquilobo, había contribuido grandemente al desarrollo de la población. El trayecto recorrido por la mensajería, seguía por seguridad la línea de fortines equidistantes y jalonando el camino para custodiarlo conveniente.
En los señores De Vecchi y Eulogio Adaro, boticario militar y practicante, respectivamente, recaía la atención sanitaria del poblado que para aquel año 1883 solo había contado dos defunciones.
Número sensiblemente inferior a la docena de fallecidos en combate del año anterior por efecto del hecho de armas de la jornada de Cochico.

 

Primeras actas.
Una detallada mención de las operaciones militares practicadas en ese año de 1883 en la comarca cercana al poblado nos deja la pauta de la relativa ausencia de indios “maloneros”, aunque aun los había y se los controlaba con partidas recorredoras de campo que partían de la guarnición, según las prolijas memorias consultadas. Y surgen los primeros nombres en los asépticos informes militares: Agenor de la Vega, José Espeche, Tenientes Paz y Fernández, Nicanor Farias, suboficial, soldados Pedro Altamirano, Maria Díaz, Mercedes Farias, todos militares de distinta graduación. Algunos de ellos decidirían echar raíces en el lugar aquerenciado, apellidos aun vigentes en la zona. Otros se perdieron en las misteriosas rastrilladas de la tierra adentro, tras su licenciamiento del servicio de las armas.
Para mostrar que la guerra había sido como siempre, depredación y confusión, leemos en numerosos expedientes o actas sacramentales de los misioneros ambulantes, fechadas las primeras en 1884 en “Fortín Victorica” o en el sitio de “Las Resinas” o simplemente encabezadas con un lacónico: “campo recién conquistado a los indios”, referencias anotadas con espontaneidad y manifiesta crudeza por el escribiente. “Maria Sarmiento, de treinta años, que no recuerda sus padres por haber sido cautivada por los indios hasta su posterior rescate por las fuerzas nacionales” o “Valentín, titulado Rodríguez, ex cautivo de los indios, que se acuerda apenas que es hijo de Damiana de apellido Cripi o cosa parecida.” y seguimos con otras donde el mestizaje va implícito en su sola mención: “Martín, hijo del cautivo cristiano Bartolo Pichun Torres, amancebado con la china Mercedes Tapayo, que no recuerda sus padres por haber muerto en las batallas”.
En cualquier caso los orígenes y los nombres se transforman según el conocimiento y capacidad del escribiente: “Cirilo Billega, de treinta y tantos años”; “Juana Godoi, de treinta años regulados por mi”. En esta atmósfera humana las mujeres son las más ignoradas, olvidadas, obviadas. “Martín, hijo de Sandalio Lima, cautivo del Pergamino y de madre indígena” o “Rufina, hija natural del indio Francisco Abeldaño”. Las menciones a “indijena” antepuesto al nombre del compareciente o dicente son numerosas hasta ya bien entrado el 1900.
Que los pobres fueron casi anónimos, es suficientemente sabido. Generalmente suelen no saber escribir. Ni siquiera firmar. Y son siempre los mismos personajes repetidos en tanta documentación consultada, los que firman por ellos “a su ruego”. En las carátulas de la Justicia, en Registros Civiles o Actas Sacramentales de la Iglesia, los más humildes son referenciados como “fulano”, el “sujeto tal” o “el individuo mengano”. Generalmente solo a los nombres de vecinos singulares de aquella reducida burguesía aldeana en ascenso se les antepone o antecede a su apellido o nombre el consabido “Don” o “Ciudadano”. La realidad nueva y cambiante producía un rico desorden. Actas, recibos, filiaciones, eran legalizadas nada mas – pero nada menos– que por la constancia de la palabra y la presencia de testigos del caso.
Hay otros documentos, pero este que transcribimos da buena prueba de ello. Elaborado en papel timbrado de Un Peso y fechado en Victorica, expresa, en esencia: “el individuo Tranzito Farias, hace constar como hermano legal a Valentín Sarmiento, ambos nacidos en este pueblo, hijos legítimos del finado Don Mercedes Farias, natural de San Luis. Habiendo quedado por dicho fallecimiento 16 animales mulares y dos yeguas, los toman como herederos por partes iguales para su servicio”.

 

Mercedes Farias.
Las historias de vida esculpidas a duro golpe se repiten en aquella Victorica como en todo el largo y el ancho de la pampa cimarrona. Arrebatadas por el olvido que en su tarea diluyente trae el tiempo. Alguien dirá que estas son minucias, pero de esta excursión al pasado no tan remoto la historia del citado merece ser identificada, recogida y contada por y para la crónica que reafirme identidades que suelen andar dispersas y perdidas.
Hasta donde sabemos, Mercedes Farias fue integrante en sus mocedades de aquellos rejuntados de gloriosos paisanos que formaron las montoneras del Chacho Peñaloza. Tras su muerte, se integraron luego a las del puntano Saa, típicos exponentes y líderes populares en un periodo histórico signado por la violencia política y la intolerancia social desde la metrópoli porteña hacia las provincias de la Argentina profunda.
Tras su captura por las fuerzas nacionales, poco tarda en recalar engrillado a un cuerpo del ejercito de línea. Castigado y condenado a Leva militar por seis años –según la ley de entonces– tiempo de servicio que se alargaría de por vida. Fue por años milico de frontera en horridos cantones de las travesías. Atosigado de obediencia y campañas reiteradas a los desiertos pampeanos. Como tal llegó a Victorica para fundarla.
Después de obtenida su baja del servicio, su presencia, como la de tantos otros, fue ausencia. O mejor dicho anónimo protagonismo en el devenir colectivo. Frecuentemente al seleccionar documentación etnohistórica, aquellas existencias desventuradas nos dan en los amarillentos papeles una imagen más matizada, más rica, más humana que trasciende a la historia épica de los libros, aquella de los combates incruentos y la de batallas ganadas sin gloria –pero con mucha pompa– por los estrategas de salón.

 

* Investigador. Colaborador.

 

 

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